Frustraciones, estatus denegado, crisis de representación. El autor ensaya una explicación de los odios en sectores populares que se tientan ante propuestas autoritarias que los denostan.
Hay palabras que opacan, que invitan a malentendidos, que ponen las cosas en lugares donde no se encuentran, aplanan. Algunas de ellas son “sectores populares”, una expresión llena de deseo, que confunde ingenuamente la representación subjetiva con la propia realidad objetiva.
Durante mucho tiempo, para gran parte de las izquierdas y el progresismo, los “sectores populares” eran una reserva de solidaridad, vida simple y buenas intenciones. Una palabra encantada, que le agregaba un manto de compasión al derrotero de sus integrantes.
Pero desde hace unos cuantos años, las cosas no parecen tan evidentes. Los sectores populares han sido tomados por los individualismos, mezquindades y resentimientos que encontramos en otros sectores sociales. Seguramente los sectores populares o el “pueblo”, como también se le llama, nunca fue un bloque, pero hoy está muy lejos de serlo.
VAYA POR CASO EL ODIO
El odio dejó de ser patrimonio de las élites, ya no es el sentimiento que una clase ejercía contra otra clase, que cultivaban las elites no sólo para reproducir las desigualdades de clase sino para tramitar sus temores.
Hoy día encontramos el odio, consignas hechas de odio, en todo el universo social, tanto en las elites, como en las clases medias y también en los sectores populares.
Estamos frente a un odio híbrido, heterogéneo, que está hecho con los aportes generosos de todas las clases, con los residuos morales que van arrojando distintos sectores de distintas clases, incluso de los llamados sectores populares.
Porque no sólo se trata del odio sino de otros sentimientos profundos, muy cercanos al odio, como, por ejemplo, el miedo, el resentimiento, las vergüenzas, la envidia, los celos, la ira. Un odio que irán aplazando en el tiempo, es decir, depositándolo en bancos de odio, para, el día de mañana, movilizarse y ensayar una respuesta a los problemas con los que se miden.
No sólo se trata del odio sino de otros sentimientos profundos, muy cercanos al odio, como, por ejemplo, el miedo, el resentimiento, las vergüenzas, la envidia, los celos, la ira.
El odio que se guarda sincroniza las acciones, es el insumo moral que actualizan los linchamientos, los casos de justicia por mano propia, los escraches, las quemas o destrozamientos intencionadas de vivienda con la posterior deportación de grupos familiares enteros del barrio, la lapidación de policías o incendios de patrulleros, la difamación pública, los saqueos colectivos, etc.
Basta echar una ojeada a las protestas vecinales cubiertas y producidas por Crónica TV todas las noches, para darnos cuenta, que detrás de las acciones disruptivas y punitivas de los sectores populares estuvo trabajando durante años el odio.
El telón de fondo de ese odio no está compuesto por las grandes desigualdades sociales, es decir, por los contrastes abruptos que existen en la gran ciudad, entre ricos y pobres, sino, sobre todo, por las pequeñas desigualdades sociales.
CONSUMO Y CONFLICTOS
Como dijo Francois Dubet en su libro La época de las pasiones tristes, el mercado y el consumismo ha puesto a comparar constantemente a los integrantes de estos sectores. Un consumo financiado por sistemas usurarios y descontrolados que van endeudando a estos sectores, al tiempo que suman nuevas frustraciones y más angustias.
El consumo, entonces, es fuente de comparaciones constantes y nuevas envidias, que están en la base de muchos conflictos cotidianos que se tramitan a través de violencias interpersonales, y las habladurías que llegan con los procesos de estigmatización.
Pero hay algo más detrás del odio o, mejor dicho, de la incapacidad para desactivar el odio: La crisis de representación.
Conviene no indignarse frente a estas violencias, hay que desentrañarlas para evitar que los conflictos continúen escalando hacia los extremos.
Si la política no puede estar cerca de estos sectores, agregar sus intereses, si la justicia tampoco puede o quiere canalizar sus problemas, si las policías no los cuidan, entonces, el odio, será un sentimiento que deberán mantener vivo, aprender a cultivar y guardar para, el día de mañana, más temprano que tarde, ensayar alguna de las respuestas que citábamos arriba.
Y más allá de que fallen en sus intenciones, que reproduzcan las condiciones para sentirse más inseguros, servirán por el momento como válvula de escape para liberar tensiones.
Llenar de patadas al ladrón que agarraron in fraganti, quemar la casa donde vive el supuesto violador, destrozar la vivienda del transa, matar al vecino que nos hostiga, se han convertido en los nuevos repertorios de acción punitiva que están a disposición de cualquiera que tenga la cabeza gatillada. En ellos no está en juego la justicia sino la seguridad: se trata de reponer umbrales de tolerancia.
Conviene no indignarse frente a estas violencias, hay que desentrañarlas para evitar que los conflictos continúen escalando hacia los extremos.
Nota del editor: el autor, prolífico escritor y criminólogo, aceptó la propuesta de esta revista de escribir sobre el aparente crecimiento de las opciones de extrema derecha, también en los sectores populares expuesto a la violencia del crimen organizado. El texto de Rodríguez Alzueta fue producido en un contexto particular: el debate sobre cómo está creciendo la violencia en parte de la sociedad, quizá agitada por retóricas de odio. No ha sido la voluntad del autor, pero desde esta redacción pensamos que su texto también puede ser puesto a dialogar con otras notas que publicamos recientemente, que bucean en las márgenes de la violencia (Auyero y Fernández, dixit). Proponemos el ejercicio de revisarlo junto con otras dos notas recientes publicadas aquí: "La ardua reconstrucción de un lenguaje común", de Javier Franzé. Y "Cosechar comunidad", de Bárbara Pistoia. Disfruten.