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Antonio Di Benedetto: el hombre al que debemos leer y soñar

por | Ene 30, 2023 | Cultura, Sin categoría

El progresivo interés en el escritor y su obra ha generado reediciones, homenajes, adaptaciones al cine y jornadas de estudio. Ese escritor de provincias, silencioso y silenciado escribió con un estilo propio e intenso. «Zama» es su novela más consagrada. La premiada escritora mendocina Mercedes Fernández lo conoció con cercanía y compartió años de bohemia y de dolor. Así lo evoca en su centenario.

Antonio Di Benedetto, después del exilio y poco antes de su muerte.

Hablar de Antonio Di Benedetto me retrotrae a un tiempo en el que creí que aquellos que se vivían eran tiempos de felicidad. Después, la vida me mostraría tantos rostros que aprendería (tal vez aún estoy en ese camino) que la felicidad cabe apenas en un suspiro.

Y al evocar esa etapa saltan, secretamente, dos nombres que significaron mucho en mi vida: Antonio Di Benedetto y Ana María Giunta. Dos nombres enlazados, imposibles de separar cuando desentierro del ayer tanto a uno como al otro.

Antonio, Ana y yo disfrutamos, en los años ´70, de un nutritivo aprecio. Y digo nutritivo porque la figura del escritor y periodista que ya era Di Benedetto fue como una especie de pan bueno que nos sirvió a ambas para crecer, para seguir madurando cada una en los diferentes caminos por los que transitamos.

Di Benedetto era en esos tiempos un hombre misterioso y lejano. Con fama de hosco y huraño. Por lo menos así lo describían quienes convivieron laboralmente con él. Pero para nosotras dos, osadas e intrépidas, era un camarada con el que salíamos a cenar dos o tres veces por semana y con quien nos llevábamos de maravilla.

Di Benedetto era en esos tiempos un hombre misterioso y lejano. Con fama de hosco y huraño. Por lo menos así lo describían quienes convivieron laboralmente con él. Pero para nosotras dos, osadas e intrépidas, era un camarada con el que salíamos a cenar dos o tres veces por semana y con quien nos llevábamos de maravilla. Teníamos lugares de preferencia: el restaurant-bar-café de la esquina de Las Heras y 25 de Mayo, hoy Mediterráneo, donde los viernes se realizaban peñas literarias y musicales. Se congregaba allí la bohemia de la noche mendocina. Ese y el Newery eran sitios obligados para recalar a la salida del cine, del teatro o del trabajo de las redacciones. 

Cuando concurríamos a algún acto, función o concierto (no nos perdíamos ninguno, eran tiempos de una voracidad que luego se convertiría en adicción) Antonio se sentaba siempre, siempre, entre las dos: prefería evitar el compartir espacios demasiado cercanos con la gente. Bien conocida era esa especie de fobia social que le endilgaron. Nosotras, casi vanidosamente, lo flanqueábamos, como si eso pudiera haber sido necesario. Compartíamos salidas, actos, obras de teatro (éramos habitués del mítico TNT y no se nos traspapelaba función alguna), las tertulias literarias del MAM, las presentaciones de libros y o charlas en el Hogar y Club Universitario. Los espacios que frecuentábamos eran todos del microcentro mendocino, alrededor del diario Los Andes. Es decir, el microcosmos por el que caminaba él. Y aquellos eran momentos de pequeñas fiestas cotidianas.

Yo había sabido de Antonio Di Benedetto como alguien de quien hablaba siempre mi padre, que trabajaba en el centenario Los Andes donde era linotipista y delegado gremial, secretario general de la FATI y del Sindicato Gráfico de Mendoza. Ese cargo le exigía enfrentarse continuamente con los directivos del diario en el que Antonio era vicedirector. Mi padre fue un gran defensor de los derechos del trabajador, hijo de anarquista, activo miembro de PC en ese momento, de ideas progresistas. Y un verdadero erudito, lo que le valió el respeto de Antonio Di Benedetto. “Ovidio Fernández es una de las pocas personas con la que se puede hablar de todo en este diario”, solía decir. Por eso es que, cuando Antonio me envió una carta en un pequeño papel membretado que aún conservo, ofreciéndome publicar un poema mío en el diario, temblé de emoción, porque ya mi padre hablaba con admiración de aquél hombre al que todos temían y respetaban.

Hablaba muy quedo, casi de forma inaudible

Cuando asustada novata, fui a verlo, con mi Poema Inútil (así se llamaba) sobre mi madre recientemente muerta, conocí a un hombre gentil y amable, que hablaba muy quedo, casi de forma inaudible, como si el aliento se le estuviera terminando en cada frase, obligando a quien le escuchaba, a bajar la cabeza para no perderse una palabra de lo que quería decir. Luego, enseguida, nos encontraríamos en un acto de la SADE y nos acercaríamos con Ana María Giunta (que lo deslumbraría, como a tantos) y nos haríamos compañeros de la noche.

¿Qué hizo que Antonio Di Benedetto, el autor de tanto renombre, se detuviera ante nosotras? No sabría responder. Tal vez fue nuestro entusiasmo, nuestro fervor por las letras en las que incursionábamos ambas, la pasión con la que nos bebíamos cuanto libro salía (cursábamos el mal llamado Boom de la literatura latinoamericano), las charlas cargadas de ingenuidad con la que le solicitábamos opiniones tanto sobre su obra, que bebí casi con adicción, como la de escritores que él traía a Mendoza. Escritores de la talla de Haroldo Conti (gran amigo de Antonio, a quien conocí muy especialmente cuando llegó para presentar del Alrededor de la Jaula, en el Centro Internacional del Libro, que estaba en ese momento en la Galería Tonsa en la rotonda del Cine City), Borges, Moyano, Mujica Láinez, Neruda, Donoso, Marguerite Duras, Sábato, Calvetti y tantos más. Fueron importantes relaciones. Haroldo Conti nos nombra a Di Benedetto y a mí en Los caminos, en ese libro maravilloso, La balada del álamo carolina, en un relato que denominó Homenajes.

En ese tiempo ya Antonio era un escritor del mundo. Ya era uno de los prosistas más importantes del siglo XX. Y había sido condecorado con órdenes internacionales, recibido premios, traducido a muchos idiomas. Y nosotras lo admirábamos, dios, cómo lo admirábamos. Zama, Pentágono, Declinación y ángel (la nouvelle más hermosa, creo de toda su obra), El silenciero, Grot, Mundo animal, El cariño de los tontos, Los suicidas, fueron nuestro alimento, nuestro pan bueno

En ese tiempo ya Antonio era un escritor del mundo. Ya era uno de los prosistas más importantes del siglo XX. Y había sido condecorado con órdenes internacionales, recibido premios, traducido a muchos idiomas. Y nosotras lo admirábamos, dios, cómo lo admirábamos. Zama, Pentágono, Declinación y ángel (la nouvelle más hermosa, creo de toda su obra), El silenciero, Grot, Mundo animal, El cariño de los tontos, Los suicidas, fueron nuestro alimento, nuestro pan bueno, como dije. Porque con estos libros nos acercamos a lo que un autor debe tener: la actitud del escritor, la forma de ver el mundo, la posibilidad de escaparse de esta realidad castradora de todos los días, la ficción fantástica, la raja en el cielorraso para poder volar y dejar la angustia atrás. Luego del horror y la vejación del ´76, vendrían Cuentos del Exilio y Sombras, nada más. Y me atrevo a decir que lamentablemente, Di Benedetto es ahora tal vez más conocido y leído por haber sido víctima de la dictadura (terrible infortunio que lo demolió) aunque ya su obra esplendía antes de los años en los que el cielo se derrumbara sobre nuestro país.

Bueno es recordar, y me sonrío sin quererlo acaso, que junto a Antonio conformamos un grupo secreto, una especie de secta que pocos conocieron: el Grupo Literario Sótano. Esa clase de cenáculo, en el que Ana María y yo éramos una especie de moscas en la leche, funcionaba en calle Montevideo entre 9 de Julio y Avenida España, justamente en un sótano que nos prestaba algún mecenas cuyo nombre nunca supe o que ya no recuerdo. Aquel grupo selecto (no por nosotras, claro) en el que estaban Ricardo Tudela, Vicente Nacarato, Guillermo Petra Serralta, Humberto Crimi, Draghi Lucero, Ramponi, Américo Calí, Bonardel, no funcionó mucho tiempo. Pero era una especie de lugar apartado en el mundo, en el que, entre empanadas, pizza y vino, se debatían ideas, libros, películas. Antonio era la voz directriz sin duda alguna, dado que era él quien decidía los nombres a invitar que repito, no eran muchos. Ahora que lo pienso, escribo estos nombres y pienso que sólo yo quedo de aquellas noches de literatura y vino, noches sin estridencias, sin más que la emoción de hablar, argüir, leer, analizar. Y siento que aquello tal vez fue sólo un sueño. O que nadie ha muerto. O que yo soy quien ya no está. Será cosa de soñarlo, diría Di Benedetto.

Un hombre amado y odiado

Un largo anecdotario de pequeños momentos en verdad, recorre mi memoria y tiene como protagonista a Di Benedetto, el hombre de la voz precisa, lúcida, amable, afilada, pero íntima, porque el tono con el que se expresaba parecía estar dirigido sólo a una, y eso lo hacía distinto. Un hombre amado y odiado, catalogado como una especie de fóbico social, aunque con los amigos fuera una persona entrañable. Y él agradecía ese rótulo que le servía para conformar una especie de círculo difícil de acceder si él no lo permitía.

Di Benedetto con Jorge Luis Borges, a mediados de los ’60.

Hay un momento de aquellos tiempos, que sin duda alguna me marcó. Un cierto anochecer (la bohemia es amiga de la noche y nosotros adorábamos las mesas de los bares iluminadas por la luz artificial) Antonio me dijo: “Mercedes, ¿usted quiere ser escritora?”.

Fuimos muy amigos, lo he dicho, pero jamás nos tuteamos. Era una forma de tratamiento que él disponía y que una sentía le daba un cierto señorío a la relación. Aquella pregunta dio vuelta mi vida. Le contesté que sí, que todo a lo que aspiraba era escribir. Entonces, me dijo, venga al diario, entrará a hacer notas en deportes. Me aterré. Sentí que caía en una de las tantas bromas a las que era muy afecto y de las que hacía gala para congelar al interlocutor con ese espíritu ácido que lo identificaba. Creí que me estaba diciendo que me dedicara a otra cosa. Debió ver mi cara de espanto. Por qué, le dije, si yo sabía que una pelota es redonda porque se dibujaba con un compás, pero que era y aún lo soy, una abúlica física que jamás hizo una actividad deportiva. Sin inmutarse ante mi “impertinencia”, muy seriamente agregó: “Primero, deportes, luego, policiales”. Peor aún: yo era una persona del medio pelo cultural de ese momento, ergo, si tenía que ser periodista alguna vez, debería ser en la sección cultura. Acepté a regañadientes. Conozco, desde entonces, los reglamentos de todos los deportes pues pasé por cada uno de ellos. Comencé trabajando con Rodolfo Braceli en diario El Andino y en Los Andes con Enrique Romero. Luego pasaría a hacer “bolos” en policiales. Y así comenzó mi carrera como narradora. “Porque en esas secciones, usted se acercará a la gente. Y eso la ayudará a usted a llegar a ser, tal vez, una escritora”.

El entusiasmo es la exaltación del ánimo que se produce por algo que cautiva o que es admirado. Para los griegos, “entusiasmo” significa “tener un dios dentro de sí”. Y si tuviera que calificar aquellos años de mi amistad con Di Benedetto, diría que fueron de entusiasmo pleno. Ya luego la vida nos daría a mí, cachetazos y caricias. A él, tortura y humillación, que provocarían el derrumbre como hombre aunque no como escritor.

Alguna vez, él escribió sobre sí mismo: “Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires. Dios me guarde de tener que vivir algún día en esa ciudad. Nací el Día de los Muertos del año 22. Me gusta la música, especialmente la de Bach y la de Beethoven. Y el ‘cante jondo andaluz’. Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Preciso el silencio. No hay más que decir sobre mí”.

Sí fuimos entusiastas en ese tiempo. Tiempos de largas caminatas, de largas conversaciones, de largas sobremesas. De recuerdos prolongados en la vaguedad de la memoria. Teníamos a ese dios dentro de nosotros. Inconscientemente tal vez, nos regocijábamos con la ligera idea de que aquello duraría para siempre.

Después, siempre hay un después, sobrevino el infierno que todos conocemos. Y con ese infierno, el terror, la separatidad, el desasimiento, la melancolía, el extrañamiento. Sentimientos claves para entender la literatura del exilio. Elementos que están en la obra de Di Benedetto que él escribiera en el extranjero. Cuentos del exilio y Sombras, nada más, son conmovedores testimonios de lo que el hombre puede hacer del hombre violado en sus derechos. 

Alguna vez, él escribió sobre sí mismo: “Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires. Dios me guarde de tener que vivir algún día en esa ciudad. Nací el Día de los Muertos del año 22. Me gusta la música, especialmente la de Bach y la de Beethoven. Y el ‘cante jondo andaluz’. Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Preciso el silencio. No hay más que decir sobre mí”.

Después del exilio

Como una especie de premonición en las que tanto creía entre bromas, terminó su vida en Buenos Aires. Acciones paralelas, contrastes de presencia y ausencia, transfiguración, enjambre de imágenes visuales convergiendo adquiriendo relieves humanos y poéticos. Di Benedetto hombre y Di Benedetto escritor siempre anduvieron hermanándose y desencontrándose. Uno se fue. El otro queda. 

Volvimos a verlo a Antonio Di Benedetto ya con la democracia, cuando pudo volver a Mendoza, en ocasión de un homenaje que se le realizó. Lo vimos acá y en la Feria del Libro en Buenos Aires. También entonces lo flanqueamos con Ana María. Cada una de cada lado. En medio de la multitud desconocida. Sabiendo el horror que le tenía a las aglomeraciones, lo tomamos del brazo y lo acompañamos. Como antes. Pero ya no era aquel hombre de antes. Ya no era el Antonio Di Benedetto seductor, ocurrente, brillante, de las noches mendocinas de antaño. Llevábamos del brazo a un hombre de larga barba gris que tenía esa grisura también en la mirada, en el andar, en la voz. Un hombre que en un momento dado, en medio de una charla del programa de la feria, se inclinó hacia mí y, esta vez sí con el escaso aire que le quedaba, me murmuró casi amablemente al oído: “Mercedes, usted que se quedó en Mendoza, ¿me puede decir si se supo alguna vez por qué me detuvieron?”.

No escribo más. Hay momentos en que evocar me hace mal. Prefiero abrir uno de mis libros predilectos y leer, despejar la oscuridad de haber callado ante aquella pregunta que no supe contestar. Insisto: Declinación y ángel o El abandono y la Pasividad (primer título de la obra), es una de las nouvelles más bellas de Antonio Di Benedetto, en cuya primera página el autor declarara en la primera edición de 1958: “El abandono y la Pasividad está compuesto sólo con cosas, pero no simulándoles vida y lenguaje como en las fábulas. El florero es florero y la carta carta. Si el vidrio y el agua hacen estragos es en función meramente pasiva. El drama humano se halla implícito.”

El drama humano. Cierro la evocación. Ya no están Ana María Giunta ni Antonio Di Benedetto. Habrá que soñarlos.

Mercedes Fernández

Mercedes Fernández

Periodista. Escritora. Guionista y docente. Ha trabajado en diarios de Mendoza y como corresponsal para diarios y revistas extranjeras. Tiene obras de teatro puestas en escena y trece libros publicados. Alguna de sus obras más conocidas son: El Jardín del Infierno (1992); Los días del miedo (2013); Grietas en el paraíso (2016), ganadora del Premio Nacional de la Sociedad Argentina de Escritores; El Niño roto (2017); La marca (2018). Y su última novela: Muerte en North Park (2021).