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Guillermo Estévez Boero: el legado de un socialista

Guillermo Estévez Boero: el legado de un socialista

Los 90 años del nacimiento de Guillermo Estévez Boero son una buena oportunidad para hacer un homenaje y, en cierto modo, un balance. De todos sus legados, quizá el Partido Socialista, con sus logros y desafíos, sea el más durable de ellos.

La historia del socialismo en la Argentina hubiera sido otra sin Guillermo Estévez Boero, de eso no cabe duda. Su fuerte liderazgo, dentro y desde el PSP, y su lectura heterodoxa de lo que implicaba ser socialista en la Argentina, insuflaron de nueva vida a una tradición que languidecía entre luchas intestinas e incomprensiones varias desde hacía décadas. El camino fue largo, todavía lo es, y no estuvo exento de dificultades ni obstáculos. Pero, como él mismo decía, «se marcha, pero no se llega».

Se cumplen 90 años de nacimiento de una de las más destacadas personalidades del socialismo argentino en la segunda mitad del siglo XX: Guillermo Estévez Boero. Pilar fundamental del Partido Socialista Popular, base y semillero del actual PS, fue un líder político, un constructor de organización y el formador de varias generaciones de dirigentes. Su impronta personal dio forma a un socialismo que en la Argentina había vivido un prolongado proceso de divisionismo durante décadas, veía diluirse su capacidad de convocatoria y prácticamente estaba desapareciendo como referencia social. El PS parecía una antigualla y sus herederos una miríada de nostálgicos y resentidos.

Las iniciativas pluripartidistas, algunas más exitosas que otras, intentaban deponer mezquindades y ofrecer alternativas ante el avance de un neoliberalismo amorfo y transversal, a veces peronista y a veces radical.

Guillermo Estévez Boero fraguó su liderazgo en la política universitaria, desde la presidencia de la FUA y, luego, con la fundación del Movimiento Nacional Reformista. Su reformismo, como el de 1918, hacía política en los claustros, pero siempre con la mirada más allá. La universidad pública y de masas solo era posible en un país independiente, justo y, sobre todo, profundamente democrático. Las luchas estudiantiles de entonces bregaban por la liberación nacional en tiempos de «bastones largos». Y, si bien Estévez Boero se pensaba a sí mismo como socialista, antiimperialista y latinoamericanista, siempre lo hizo desde la democracia, lejos de los cantos de sirena de la lucha armada o las salidas autoritarias.

Sobre la base del MNR, se constituyó el Movimiento de Acción Popular Argentina (MAPA), primer experimento con vocación partidaria liderado por Estévez Boero. Las banderas eran más o menos las mismas: socialismo, nacionalismo y reformismo. Una izquierda nacional como las muchas que cundían en esos días, pero con una impronta propia, en gran medida definida y orientada por su líder. Un socialismo poco afecto a las ortodoxias, pensado desde un nacionalismo democrático y de masas, y siempre reformista y democrático.

Esas ideas llevaron al MAPA a sumarse junto al Partido Socialista Argentino, al Grupo Evolución y a Militancia Popular a un nuevo intento de rearticular algunas de las piezas desmembradas en la diáspora. Bajo el nombre de Partido Socialista Popular se inauguraba una nueva etapa, o eso esperaban. El objetivo era tan ambicioso como improbable: volver a reunir a la familia socialista y que esta vuelva a tener una referencia clara y, en el mediano plazo, competitiva. El punto de partida era el de una profunda autocrítica, el futuro era tan abierto como incierto en un Argentina que deambulaba entre proscripciones y autoritarismos.

La primera década de vida del PSP fue atribulada, la convivencia entre los distintos grupos que le dieron forma fue tan efímera como conflictiva. El saldo de esa breve experiencia fue la supervivencia de la sigla partidaria (que fue querellada judicialmente) y la consolidación del liderazgo de Guillermo Estévez Boero. Las asignaturas pendientes eran todavía muchas: el PSP no se había medido electoralmente todavía y era difícil medir la realidad organizacional tras el descalabro interno. Durante la última dictadura militar, con la política en suspenso y el terrorismo de estado acechando, el socialismo popular intentó fortalecerse desde las catacumbas. «Participación en las sombras» parecía ser la consigna. Preservar la organización era también, y sobre todo, cuidar a los militantes.

El retorno democrático no hizo más que ratificar el temor de Estévez Boero: si el socialismo no lograba revertir su fragmentación corría riesgo cierto de desaparecer en la Argentina. Con ese norte, y mediado también por esa preocupación, Guillermo Estévez Boero buscó desde muy temprano la confluencia de los diferentes sectores socialistas en un proyecto común. La vocación de unidad, huelga decirlo, era también espíritu de conquista: el PSP quería dar al socialismo su propia impronta, ideológica y militante.

La unidad socialista era pensada, sin embargo, solo como un capítulo más en la construcción frentista. Los frentes populares de los setenta, que el PSP había defendido a capa y espada como su propuesta, habían mutado en coaliciones partidarias multicolor al calor de los nuevos tiempos democráticos, pero el espíritu era el mismo: construir desde la diversidad, acordar desde la diferencia. Las iniciativas pluripartidistas, algunas más exitosas que otras, intentaban deponer mezquindades y ofrecer alternativas ante el avance de un neoliberalismo amorfo y transversal, a veces peronista y a veces radical. De todos, el experimento más exitoso fue el que se desarrolló en Rosario, primero, y, luego, en la provincia de Santa Fe: una propuesta progresista, amplia, diversa y con vocación de gobierno.

Pero Estévez Boero fue un organizador más que un pensador, un líder político más que un intelectual, un hombre de la teoría siempre al servicio de la práctica.

El legado de Guillermo Estévez Boero sigue vivo en múltiples formas, su figura ha asumido para los socialistas estatura de prócer. Se realzan sus atributos como orador y sus dotes intelectuales: sus frases son repetidas como mantras y sus escritos, por cierto no muy abundantes, todavía visitados. Pero Estévez Boero fue un organizador más que un pensador, un líder político más que un intelectual, un hombre de la teoría siempre al servicio de la práctica. Aunque, por supuesto, una cosa no va en desmedro de la otra.

Su legado más durable no son sus documentos ni sus discursos, sino su partido y sus militantes. Un partido que, como nunca antes el socialismo en la Argentina, pudo aspirar a gobernar una provincia. Un partido que ha subsistido a alianzas infructuosas y derrotas abultadas, un partido que no siempre ha sabido lidiar con las diferencias internas, pero uno que, en fin, sobrevive a pesar de todo. Sobrevivir parece un logro módico, pero no lo es en una era crítica para las organizaciones políticas y más aún en la Argentina, un país cuyo cementerio de experiencias partidarias está colmado.

Se marchó, sí, pero también se llegó. Incluso en tiempos de derrota y desahucio, de desesperanza e incertidumbre, el Partido Socialista puede mirar con orgullo su presente. Ese, más que ningún otro, es el legado de Estévez Boero.

Licencia social para salvar al ambiente

Licencia social para salvar al ambiente

La Ley General del Ambiente, en casi dos décadas de vigencia, no ha sido útil para frenar los desastres ambientales en la Argentina. En esta columna se sostiene que la causa es que no establece como vinculante la consulta a la ciudadanía (“licencia social”), por eso mismo es necesario que ese mecanismo se plasme en una ley.

Todo parece indicar que la decisión del oficialismo es que la Ley de Humedales no se tratará en lo poco que queda del año legislativo. A pesar de que existe un texto consensuado, a pesar de que tuvo dictamen inicial tras cotejar y limar diferencias entre quince proyectos, a pesar del protagonismo de las organizaciones de la comunidad, que fue central para ese consenso. Y ese texto consensuado, de aprobarse, sería un gran avance en muchos sentidos.

Sin embargo, aunque el Congreso la aprobara en extraordinarias, aunque a los legisladores actuales les diera un repentino ataque de conciencia ambiental, esa ley no frenaría los desastres ambientales presentes ni futuros. Como no ha logrado frenarlos, en casi dos décadas de vigencia, La Ley General del Ambiente, que no ha sido útil para impedir la mayor parte de los conflictos socioambientales en la Argentina.

Ese es el aspecto en el que me quiero enfocar en esta columna y que es, a mi juicio, un déficit presente desde hace años en cada discusión sobre temáticas ambientales. Se trata de la forma en que la legislación sigue considerando la participación social en estos asuntos. En otras palabras, el rol que juega la comunidad en la autorización (o no) de cualquier proyecto que potencialmente afecte lo ambiental. Y aquí debo hacer un rodeo pequeño: esta cuestión se vincula con nuestra definición de democracia.

En las luchas ambientales, esa idea de democracia profunda se ha expresado en una consigna: el derecho a la “licencia social”. La idea de que la formulación de políticas que regulen la gestión de los bienes comunes debe garantizar procedimentalmente la participación ciudadana en instancias deliberativas basadas sobre información completa y relevante.

LA DECISIÓN SOBRE LO QUE ES DE TODOS

Hay distintas nociones de qué debemos entender por democracia. Para algunas personas, entre quienes me cuento, la idea profunda de democracia se define sencillamente: significa que el destino común debe ser resuelto en común. Es decir, que nadie puede decidir por nosotros sin nuestro consentimiento. Que nadie puede tomar medidas que afectarán nuestros intereses sin que participemos de esa decisión. Los mecanismos para lograrlo implican un amplio debate, pero creo que el principio está bastante claro.

De hecho, desde el derecho romano, ese principio estaba incorporado en el Código de Justiniano (1.500 años atrás) en la siguiente versión: “Quod omnes tangit ab omnibus tractare et approbari debet” (literalmente «lo que a todos toca, todos deben tratarlo y aprobarlo»). Claro que ese “todos” se refería sólo a quienes eran considerados ciudadanos en el imperio romano. Y eran muy pocos, por supuesto. Uno de nuestros avances desde esa época es que hemos expandido enormemente la noción de ciudadanía: hoy la abrumadora mayoría de las personas están incluidas en esa categoría. Al menos en el concepto legal.

Nuestro país es firmante de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992, cuyo Principio 10 dice lo siguiente: “El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda”. Como se puede apreciar, es la misma idea.

En las luchas ambientales, esa idea de democracia profunda se ha expresado en una consigna que se comenzó a escuchar hace algunos años en Gualeguaychú  y que se replica en cada reclamo contra la megaminería: el derecho a la “licencia social”. La idea de que la formulación de políticas que regulen la gestión de los bienes comunes debe garantizar procedimentalmente la participación ciudadana en instancias deliberativas basadas sobre información completa y relevante.

Es decir: el desafío es hacer intervenir a la comunidad en esta discusión y en las decisiones que se deben tomar. Para eso, por supuesto, hace falta información y deliberación. Y aquí quiero hacer una distinción, en la que vengo enfatizando desde hace algunos años. Se puede hablar de participación (o de “licencia social”) en sentido débil y en sentido fuerte, y la diferencia es muy importante.

En sentido débil es lo que se hace por ejemplo con los aumentos de tarifas en las empresas de servicios públicos: audiencias públicas, consultas públicas informativas, etc. Podemos participar, expresarnos, “hacer catarsis” incluso, pero la decisión la toman otras personas, no nosotros. En cambio, es en sentido fuerte cuando se establece el carácter vinculante de la consulta a la ciudadanía, es decir la palabra definitiva la tiene la comunidad, no un equipo técnico ni un funcionario político. Y ese carácter vinculante de la consulta solo puede llevarse adelante mediante un proceso complejo, con plazos, con información completa, veraz y oportuna, con debates abiertos, públicos y regulados, y concluyendo con una consulta popular. Y por supuesto la decisión surgida de esa consulta popular debe ser ley.

LA PARTICIPACIÓN NO ES VINCULANTE

Aquí viene el aspecto que me preocupa. ¿De qué manera se asegura la participación ciudadana (la “licencia social”) en relación con los humedales (o en cualquier otra discusión ambiental)?

En los proyectos obrantes en el Congreso e incluso en el texto consensuado, se hace referencia explícita a la participación de la sociedad civil, de las comunidades (incluso de “toda persona interesada”) en numerosas ocasiones. Pero cuando se establecen procedimientos específicos en relación con la participación de la comunidad, se limita a marcar que la autoridad de aplicación de cada jurisdicción deberá garantizar “el cumplimiento estricto de los artículos 16, 18, 19, 20 y 21 de la Ley Nro. 25.675 (Ley General del Ambiente) con carácter previo al otorgamiento de las autorizaciones solicitadas. Asegurando brindar la información a la ciudadanía de forma previa, garantizando la libre participación ciudadana”.

El problema es que esos artículos de la Ley General del Ambiente no dan carácter vinculante a esa consulta. Son muy importantes, brindan herramientas, dan elementos al reclamo ciudadano en varios sentidos: establecen el derecho a la información ambiental (en el art. 16) y el derecho de toda persona a ser consultada y a opinar (art. 19), e incluso disponen (art. 20) que las autoridades deberán institucionalizar procedimientos de consultas o audiencias públicas como instancias obligatorias para la autorización de aquellas actividades que puedan generar efectos negativos y significativos sobre el ambiente.

Creo que es hora de que en nuestro entramado legal y jurídico nos planteemos que la participación ciudadana debe ser vinculante en temas ambientales. Es lo que llamo “licencia social” en sentido fuerte.

Pero el artículo 20 dice explícitamente que “la opinión u objeción de los participantes no será vinculante para las autoridades convocantes”; sólo indica que “en caso de que éstas presenten opinión contraria a los resultados alcanzados en la audiencia o consulta pública deberán fundamentarla y hacerla pública”.

Este es el déficit del que hablo. Creo que es hora de que en nuestro entramado legal y jurídico nos planteemos que la participación ciudadana debe ser vinculante en temas ambientales. Es lo que llamo “licencia social” en sentido fuerte. Personalmente estoy convencido de que ese es el mejor camino para, a la vez, crear conciencia ambiental y cambiar nuestra relación con la naturaleza, y en el caso que nos ocupa, frenar la destrucción de los humedales (uno de los elementos del tiempo que estamos viviendo, el Antropoceno, la época geológica actual según propone una parte cada vez más importante de la comunidad científica, caracterizada porque la acción humana, por primera vez en la historia de la vida, modifica las condiciones del planeta y genera la vía que conduce a nuestra propia extinción).

NADA LO IMPIDE

Estoy convencido de que la participación de la comunidad es la única forma de zanjar la brecha entre lo que la ley ya dice con tan bellas palabras, y lo que en la realidad ocurre. Ni las disposiciones constitucionales ni la Ley de Ambiente han logrado frenar, con sus disposiciones, los desastres ambientales en la Argentina. Creo que los hechos evidencian que sólo ponemos en aprietos a los poderosos cuando los obligamos a que le expliquen a la comunidad lo que quieren hacer. Cuando tienen que explicarle a la comunidad con palabras sencillas, con claridad, qué modificaciones harán si prosperan sus proyectos, para qué los quieren llevar adelante, cuáles son los riesgos no solo ambientales sino también sociales, quiénes se benefician con lo que quieren hacer. Porque creo que la comunidad –como las personas individualmente– por lo general tenemos mucho más claro lo que no queremos que lo queremos, como alguna vez escribió Arturo Jauretche.

En distintas reuniones y conversatorios sobre el tema se me ha objetado que para dar carácter vinculante a la participación ciudadana habría que modificar la Ley de Ambiente. Pero en realidad no es así: es asunto de voluntad política. Conforme al principio de progresividad y no regresividad en materia de derechos humanos, no se pueden tomar medidas que disminuyan la protección de derechos fundamentales. Pero nada impide dar pasos que expandan esa protección, que sería el caso.

Estoy convencido de que la participación de la comunidad es la única forma de zanjar la brecha entre lo que la ley ya dice con tan bellas palabras, y lo que en la realidad ocurre. Ni las disposiciones constitucionales ni la Ley de Ambiente han logrado frenar, con sus disposiciones, los desastres ambientales en la Argentina.

Además del poderoso argumento de qué entendemos por democracia como noción profunda, también hay bastante evidencia empírica a favor: por ejemplo, los referéndum ambientales que se vienen haciendo en distintos lugares de nuestro continente. En los últimos veinte años se realizaron cerca de cien consultas populares en América Latina sobre minería metálica, en diferentes países: todas dijeron “no”. Los poderosos no han ganado una sola. Y esa es la razón por la que no quieren “licencia social”. Cuando los poderosos y los privilegiados tienen que explicarnos con sencillez lo que quieren hacer, parece que no hay modo de que avancen los proyectos que amenazan con la destrucción del ambiente.

La legislación actual permite que las comunidades le arranquen a la fuerza consultas populares, plebiscitos o referéndum a las autoridades políticas y judiciales, que siguen siendo hostiles a la decisión comunitaria. Quizás porque representan mucho más a los sectores del poder que al pueblo que los legitima en sus cargos. Pero ese camino (que exploraron, por ejemplo, Esquel en 2003, Loncopué en 2012, Misiones 2014) es accidentado y termina siempre en una resolución judicial. Incluso la CEPAL reconoce que los numerosos conflictos socioambientales tienen sus “principales causas asociadas a a una falta de consulta previa e informada”. Lograr una ley que establezca la “licencia social” como requisito en cualquier proceso de autorización de proyectos que afecten al ambiente es, en mi opinión, la forma más eficaz de evitar que los sectores del poder sigan avanzando con sus planes aunque los valores y principios consagrados en la legislación vigente sean suficientemente bellos y elevados.

¿Por qué leemos a Alan Moore?

¿Por qué leemos a Alan Moore?

Alan Moore es un historietista célebre, polémico e irreverente. Aunque el personaje es atractivo, su obra lo es incluso más. Leer a Moore es una experiencia estética y política. Por eso, invitamos a conocerlo.

REVOLUTION

En la película “V for Vendetta”, el protagonista enmascarado irrumpe en un momento en el canal de televisión y transmite a toda Inglaterra un pequeño discurso a modo de cadena nacional. Mientras que la palabra de V (como se hace llamar el protagonista) domina el audio de la escena, la secuencia visual nos muestra intercaladas a las familias que lo escuchan y a los oficiales del gobierno que intentan interrumpir la llegada de ese mensaje a los hogares. El texto del mensaje es más bien el de una conversación que pretende ser íntima pero se sabe pública, aunque también tiene una forma bastante típica en la cinematografía norteamericana: las palabras que inspiran. V propone sus palabras como palabras de verdad, quiere dejar de recordar al 5 de noviembre por lo que fue y reactualizarlo. Señala que la llegada del totalitarismo de Norse Fire (el partido gobernante en la ficción) al poder es culpa de una población asustada, pero también que ese miedo puede transformarse. Para eso convoca a que se unan a él el próximo 5 de noviembre y hacer acto esa promesa.

Sin embargo, no hay nada sobre la verdad, la rebelión del 5 de noviembre, ni mucho menos sobre inspirar mediante la palabra en el discurso de V que tiene lugar en la historieta original. Muy por el contrario, pareciera que, en lugar de particularizar, V le habla a la humanidad. Hace un recorrido histórico amplio sobre las oportunidades de progreso y los errores cometidos, tanto en términos políticos como técnicos.

Sin embargo, me interesa muchísimo más señalar otra cosa. Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta. Traduzco el comienzo y esto va a ser evidente en seguida. Dice V: “Supongo que se preguntará por qué lo convoqué esta noche. Bueno, verá, no estoy del todo satisfecho con su desempeño últimamente… Me temo que ha estado un poco errático con su trabajo y… y, bueno, me temo que he estado pensando en dejarlo ir. Ah, lo sé, lo sé. Usted ha estado con la compañía durante mucho tiempo. Casi… veamos. ¡Casi diez mil años! Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Parece que fuera ayer…”

Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta.

“V for Vendetta” fue publicada en la revista inglesa Warrior en 1982 en plena consolidación y expansión del proyecto neoliberal, y sí: el discurso de V parodia los tópicos que recorren los empresarios cuando van a despedir a alguien. ¿Qué resonancias habría tenido esa parodia en un público lector mayormente popular que, después de tres años de thatcherismo, ya habría estado bastante expuesto a la flexibilidad laboral y la precarización de las condiciones de vida? ¿Qué resonancias hubiera tenido en la película, visto y considerando que la precariedad laboral en EEUU (y en el resto del mundo) es total, si se hubiera respetado la versión original?

El guionista de “V for Vendetta” no es otro que Alan Moore. Por cuestiones legales, la película no le da crédito a Moore como creador de la historieta: los modelos de negocios de Marvel y DC, las firmas editoriales que hoy poseen los derechos sobre una parte importante de su obra más reconocida, son completamente alienantes del trabajo creativo de los autores. Algo contra lo que el propio Moore siempre luchó y que le ha ganado muchas simpatías y sonadas antipatías.

Esta situación me parece indiscernible de dos condiciones bastante fundantes de su obra, al menos en la década de los ochenta: su abierta filiación a ideas “de izquierda” (y en V, puntualmente, incluso sienta postura en debates al interior del anarquismo) y su posición pesimista sobre la restauración neoconservadora que implicaron las políticas de Margaret Thatcher en particular y su alianza con Ronald Reagan.

UN SUPERHÉROE RECORRE EUROPA…

Para principios de los ochenta, Moore ya era un guionista que había salido del under británico y los movimientos contraculturales, había pasado luego por varios trabajos importantes en el mainstream y, finalmente, había sido reclutado por la revista Warrior, que prometía más libertades creativas y les daba a los autores derechos propiedad sobre sus historietas.

Hay una escena de otra obra de Moore que me interesa destacar, y se encuentra sobre el desenlace de su “Marvelman” (que posteriormente pasaría a llamarse “Miracleman” por un litigio que hubo con Marvel).

El personaje era un superhéroe británico creado en los cincuenta, copiando bastante de cerca el modelo de quien después se llamaría Shazam: un joven humano común que, tras enunciar una palabra mágica, automáticamente se transforma en una deidad. Moore toma estos elementos y cambia un poco las condiciones del verosímil, agregando vinculaciones a hechos y personajes históricos que le dan a esta historieta de superhéroes un espesor y sensación de realismo novedosos para la época. Entre otras cosas que ocurren en la ficción, el humano que comparte cuerpo con Miracleman comienza a “ceder su lugar” ante el dios, dado que: ¿quién no querría ser perfecto y omnipotente todo el tiempo?

Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.

Pero lo que hace Moore en este título es darle un mayor alcance y relevancia geopolíticos a la actividad del superhéroe, en contraste con otras variaciones anteriores de un género de por sí muy utilizado y codificado en la historieta. Miracleman, en su perfección y omnipotencia, decide que tomará control del mundo junto con su familia (las familias de los superhéroes se habían popularizado bastante durante los ‘70). A partir de ese disparador es que el personaje fija una reunión con el gobierno de Inglaterra para participarlo de sus planes, a saber: reconstrucción de la economía mundial, redefinición de las fronteras territoriales en unidades de menor extensión y más manejables, abolición del dinero, eliminación del armamento nuclear, protección del medio ambiente, entre otras cosas. Pero cuando Miracleman habla de reconstruir la economía, Thatcher pone el grito en el cielo: “Todo eso es muy descabellado. No podemos permitir semejante interferencia a los mercados”. Miracleman sólo pregunta: “¿Permitir?” y se hace un silencio.

Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.

WORKING CLASS SUPERHERO

En 1984, la industria historietística estadounidense estaba atravesando una etapa de cambios profundos. El deshielo del “comics code” ya se estaba acelerando y su ascendencia sobre la producción era cada vez menor: ese código obligaba a los historietistas a prescindir de ciertos contenidos (como la muerte, las drogas, la sangre, el sexo) y había tenido mucha relevancia durante por lo menos tres décadas. En ese contexto, el reacomodamiento editorial de DC llevó a que la editora Karen Berger (una figura crucial de esta época) encontrara en Alan Moore, que había sabido “reinventar” a un superhéroe como Miracleman y obtenido algún que otro premio por ello, al nuevo talento con quien iniciaría su reconversión para darle pelea a Marvel. Moore es contratado y, antes de tomar las riendas de la primera historieta serial que lo haría famoso en EEUU, La cosa del pantano, le dan dos números de Superman para que “lo mate”. Sí, los ochentas son los años en los que los superhéroes empezaron a morir.

Moore escribe “¿Qué le pasó al hombre del mañana?”, un homenaje al Superman de la década anterior, un cierre para esa imaginería, una clausura en clave pop necesaria para que Superman renaciera, como les tocó renacer a tantos personajes muertos por esos años.

Pero realmente lo que me sorprende es algo que ocurre en ese espacio que los analistas del relato llaman el marco ficcional. “¿Qué le pasó…?” es un relato enmarcado: cuenta los pormenores de cómo murió Superman, pero también cuenta la entrevista que un periodista le hace a Lois Lane, cuyo apellido de casada ahora es Elliot. Es Lois quien sostiene el relato de la muerte de Superman. Pero ese relato, que enmarca al otro, también es, en sí mismo, una historia.

Hay un momento en que el marido irrumpe en la sala a buscar café  durante la entrevista, Lois lo presenta: se llama Jordan. El periodista, entonces, le pregunta si tiene algún problema con que él la obligue a recordar los últimos momentos de su antiguo héroe amado. El marido de Lois contesta que no hay problema, que “los verdaderos héroes somos nosotros, los simples trabajadores”. Se retira y Lois prosigue con su relato. El plot twist final (lamento el spoiler) es que Superman había fingido su muerte, cambió su nombre a Jordan Elliot, se casó con Lois y ahora ama su trabajo y toma vino como cualquier ser humano común. Pero lo que hizo Moore en este número, que en muchas reseñas pasa desapercibido, es darle conciencia de clase a Superman: lo puso del lado de los trabajadores.

Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop.

POR QUÉ LEEMOS A ALAN MOORE

Para el “comiquero de ley”, hablar de Alan Moore es referirse a una especie de deidad abisal, un intocable, alguien que transformó una industria entera (la norteamericana) por la prepotencia de su escritura obsesiva y su visión, que deconstruyó a los superhéroes.

Alan Moore, al menos por ahora, no es un dios. Es, según él dice de sí mismo, el hijo de una familia trabajadora de un barrio popular de Northampton, Inglaterra. Es, también, un guionista de historietas, performer y novelista. Es, por otra parte, un anarquista. Y, además, es un mago.

Las historias que se cuentan de él lo despolitizan bastante, lo caricaturizan como el guionista cascarrabias que reniega de sus primeros trabajos cada vez que en una entrevista dice que los superhéroes son basura que infantiliza a su público, o lo hacen ver como ese personaje raro que se dedica a la magia.

Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop. Justo ahora que se consiguen bastantes historietas suyas en ediciones argentinas, esta puede ser una clave de lectura interesante para quienes quieran acercarse a la historieta y a Alan Moore. He aquí una invitación.

Alejandro Sabella o la ética del compromiso colectivo

Alejandro Sabella o la ética del compromiso colectivo

Alejandro Sabella fue autor y responsable del último hito futbolístico que nos enorgulleció. Hombre de perfil bajo, modales austeros y de los valores colectivos. Esto es una despedida y, sobre todo, un agradecimiento.

“Las emociones mismas, como las imágenes, son inscripciones de la historia, sus cristales de legibilidad (…)”

Georges Didi-Huberman

Alejandro Sabella nos dio todo en esta última etapa de Argentina. Nos dio un nombre, y todo nombre donado es recibir una promesa de otro: la promesa de la muerte. Un nombre que volvió a conquistar el mundo. Argentina con todas sus variaciones, con todas sus transformaciones y con todas sus modificaciones nos permitió la posibilidad de disfrutar a Alejandro Sabella. Sabella nos dio eso: esa gota de felicidad para volver a levantarse y batallar. Una batalla para con la muerte. De nuevo. De nuevo la misma tragedia. No podemos darnos cuenta de la altura de un hombre y, precisamente, de este hombre. Un hombre, por caso, magnífico. Alejandro Sabella fue un poco héroe, un poco sujeto y otro poco más que ético: un hombre por sobre la ética. Alejando Sabella: la conducción dentro de la mesura.

La generosidad más allá de la mesura de Alejandro Sabella es lo más característico de él. Elegir afrontar una vida intensa como jugador, como director técnico de Estudiantes y, al final, como director técnico de la Selección Argentina. Otro golpe. Sabella supo conjugar las individualidades para volverlas un grupo, es decir, el Pachorra permitió conformar un equipo: un colectivo de individualidades con características muy diferentes, pero con gran nivel de elección. Sabella: te estamos agradecidos. Antes, hoy y siempre.

Alejandro Sabella fue un poco héroe, un poco sujeto y otro poco más que ético: un hombre por sobre la ética. Alejando Sabella: la conducción dentro de la mesura.

No puedo hablar por mi generación, pero puedo hablar por mí, tomando la palabra y haciéndome cargo de sus efectos. Porque la palabra es siempre con efectos. Sabella me permitió ver a la Selección Argentina en una final del mundo. Esa final donde me desgarré, donde lloré por los rincones de casa, aunque sin dejar de estar agradecido. Agradecido con Alejandro Sabella. La cicatriz se volvió a abrir. La extensión de Sabella al llevarnos a los confines del mundo futbolístico: por él, y sólo por él, pudimos ver a un grupo. Una unión entre jugador para llegar a esa copa, para llegar al Mundial, y por eso estoy triste. Triste por lo que significó. Las emociones que sentí, emociones también contradictorias, durante ese Mundial soñado que se concretó un proyecto con la final. Entonces volví a soñar con la esperanza que brilla en el espíritu de una generación. No se puede expresar en palabras lo que siento, pero se puede decir algo de lo que Sabella hizo de nosotros en este espacio llamado fútbol: otra vez, gracias.

Sabella también era un profesional comprometido. Un hombre comprometido con los DDHH, con los reclamos sociales y los desaparecidos. En su vida lo habían fotografiado junto a Abuelas, colaboró con Garganta y con interpelaciones directas al Estado. Su vida, su tránsito, su pensamiento fue comprometido: comprometido con su trabajo, comprometido con la realidad social y también comprometido con las causas políticas. El Pachorra acercó a los jugadores profesionales a Abuelas: unificar el grupo con las demandas. Esta es una forma de hacer Justicia: “Tzedek, Tzedek Tirdof” (Justicia, Justicia Perseguirás) reza Deuteronomio 26:10. Persiguiendo la Justicia y haciéndola realidad.

Las risas que nos dio. Las alegrías que nos permitió. La felicidad que nos donó. Desde los hechos como el casi-desmayo y continuado de un tropiezo hasta el agua rociada por Ezequiel Lavezzi sobre su rostro. En su rostro: un rostro recuperado que vemos antes que el color de sus ojos. También hay que recuperar a ese Sabella porque el rostro es lo que nunca se abandona. La responsabilidad de las risas, las alegrías y la felicidad de Sabella también nos corresponde. Sabella era un hombre excepcional y también podríamos decir un hombre milagroso: un técnico excepcional que rebasaba el mismo estadio de fútbol donde se jugaba un partido.

Sé que son pocas cosas las que se pueden decir, pero recuerdo cuando Alejandro Sabella regresó al país, regresó a la Argentina, y dijo: “Como la patria es el otro, el equipo es el otro”. Ahí nos encontramos con un Sabella todavía más cercano, más seductor y, sobre todo, más humano. Alejandro Sabella: humano, eternamente humano. Así como el slogan era “La patria es el otro”, Sabella propone “el equipo es el otro”: un otro cercano, hermano y fraterno. Sabella, a su manera, vuelve el fútbol uno con el pueblo argentino. Crea una sintonía entre el pueblo y el fútbol, recortando distancias, las achica, y las convierte en una otredad. Sabella, en este caso, nos propuso reconocer al grupo, como a él lo designaba, como otro para salir a su encuentro: conocerlos, mirarlos al rostro y recuperarlo. El orgullo de Sabella estaba allí: en ese grupo que supimos construir, un grupo merecedor de respeto y un grupo que supo llegar a la final del mundial.

Sabella, en este caso, nos propuso reconocer al grupo, como a él lo designaba, como otro para salir a su encuentro: conocerlos, mirarlos al rostro y recuperarlo. El orgullo de Sabella estaba allí: en ese grupo que supimos construir, un grupo merecedor de respeto y un grupo que supo llegar a la final del mundial.

El Pachorra quizás no sea un héroe, no tenga características divinas en su humanidad, pero sí tenía algo: corazón. La capacidad de hacer conectar nuestros sentimientos con el grupo de jugadores para impulsarlos a salir a jugar el partido final de la Copa del Mundo fue un mérito de Alejandro Sabella. Sabella nos dio alegrías, emociones y felicidad, fue un bálsamo. Quizás, y personalmente, le agradezco esta conjugación de estas tres cosas: la felicidad de un pueblo. La felicidad de un pueblo agradecido por aquella conducción, tan excepcional.

Alejandro Sabella: que la tierra te sea leve, que tu espíritu plagado de emociones vuele tan alto como lo que supiste conseguir en este mundo y que alcances los lugares más recónditos de la espiritualidad. La esperanza dada, otorgada y donada es el espíritu por el cual hoy te recordamos. Vuele alto como su sensibilidad, ética y respeto, Maestro. Lo queremos.

Del oro al ostracismo: los campeones del 50

Del oro al ostracismo: los campeones del 50

Hace décadas Argentina se colocó en la cima del básquet mundial, sin embargo los avatares de la política dejaron trunco ese proyecto. A 70 años de la hazaña, recordamos a los campeones.

Hasta mediados de los ‘50, Argentina podía vanagloriarse de encontrarse cara a cara, en cuanto a preparación y talento, con las principales potencias basquetbolísticas del mundo. Esto se debía, entre otras cosas, a una línea que podía trazarse entre las grandes figuras del deporte nacional. Jorge Canavesi había sido el primer prócer del baloncesto argentino, descollando en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Este club era toda una potencia en el deporte porteño. Miembro de la difunta Federación Argentina de Básquet, había sido uno de los pocos del medio local en construir una cancha específicamente para la práctica de este deporte. En aquel entonces los torneos de la liga se jugaban en canchas de tenis de polvo de ladrillo, algo hoy extraño pero que era tan común que había ocurrido en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936.

Luego de su retiro, Canavesi había tomado las riendas del club porteño y de la selección nacional, viajando incluso a Europa durante un tiempo a estudiar distintos tipos de entrenamiento y tácticas. Y en ambos lugares, en el combinado nacional y en el equipo de barrio, tuvo la suerte de descubrir y entrenar a su heredero: un pivot descendiente de irlandeses nacido en 1927 llamado Oscar Furlong.

Furlong se transformó en la gran figura de una generación notable de jugadores que poblarían la selección nacional en los años siguientes. Canavesi, conociéndolo del club, lo llevó a los Juegos Olímpicos de Londres 1948 con tan solo 21 años de edad.

Hasta mediados de los ‘50, Argentina podía vanagloriarse de encontrarse cara a cara, en cuanto a preparación y talento, con las principales potencias basquetbolísticas del mundo.

Allí deslumbró al mundo, especialmente en el partido en que Argentina se encargó de hacerle la vida imposible a los Estados Unidos: los claros favoritos a ganar el torneo. Aprovechando una gran capacidad para mover el balón entre los distintos jugadores, el cuadro nacional consiguió llenar de faltas tempranamente al quinteto inicial estadounidense, por lo que tuvieron que recurrir más de lo deseado a sus jugadores suplentes. Los sudamericanos atacaban de forma coordinada, mientras que su rival tenía cada vez más problemas a la hora de ordenar su rotación. La estrategia de los EEUU era realizar sustituciones por unidades. En lugar de reemplazar solamente al jugador cargado de faltas o a quien estuviese cansado, ubicaban en cancha formaciones completas, quitando así del juego a todos los que estuvieran disputando el encuentro antes. Esta rigidez táctica les complicaba las cosas en una situación así. Los favoritos tampoco estaban acostumbrados a que sus rivales magnificaran cada foul, fingieran recibir agresiones y cuestionaran absolutamente cada una de las decisiones arbitrales como hacían los argentinos.

Faltando tan solo tres minutos para la finalización del partido, el resultado era un empate en 55. Pero Estados Unidos consiguió anotar cuatro puntos seguidos y a partir de allí solamente hicieron la plancha para conseguir una victoria ajustada por 59 a 57. Los argentinos habían quedado a tan solo una canasta de empatar con el mejor equipo del mundo.

Tras esta competición, a Furlong le llovieron ofertas para jugar en la principal liga profesional norteamericana, la incipiente NBA. Los Minneapolis Lakers le llegaron a enviar un contrato para que firme y se sume a su plantilla. Sin embargo, volverse profesional significaba no jugar ni en Villa del Parque ni en su selección nunca más, por lo que prefirió volver al país. Esa decisión, junto al apoyo oficial, lograron construir la tan mentada continuidad.

Esta se vio premiada en 1950. La FIBA decidió crear un Campeonato Mundial propio, por fuera de los Juegos Olímpicos que se disputaban cada cuatro años. Por la cercanía de la Segunda Guerra Mundial se decidió que el primer Mundobasket se disputase en América. Y como Argentina había realizado un gran papel en los Juegos de Londres, y contaba con una política de fuerte apoyo al deporte, se le dio la posibilidad de organizar el evento. Allí el seleccionado local dio la sorpresa al vencer en la final a los Estados Unidos. El equipo norteamericano no era en sí un seleccionado como los que iban a los Juegos. En su lugar habían enviado al plantel de los Denver Chevrolets de la AAU, es decir uno de los mejores equipos del país, pero así y todo era un momento fundacional para el baloncesto internacional. Y en el campeón, el jugador más destacado fue Furlong, quien fue goleador y jugador más valioso de la competición. Luego de esto, Argentina conseguiría dos platas en los Juegos Panamericanos del ‘51 y el ’55.

Como campeones mundiales, Furlong y compañía clasificaron directamente a los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952. Allí consiguieron un destacado cuarto lugar. Quedó para la anécdota en parte el partido por el bronce entre Argentina y Uruguay. El clásico rioplatense fue todo lo picante que se esperaba. Disconformes en general por los arbitrajes (Uruguay tenía dos jugadores sancionados por golpear a un referí), fue un encuentro con mucho más roce del que permitía el reglamento. Esto era sorprendente para el público europeo, aunque no parecía nada extraño a quien estaba acostumbrado a los enfrentamientos entre ambos en otro tipo de competiciones como el fútbol. En varios momentos, incluso, los jugadores estuvieron a punto de terminar a los golpes, teniendo que intervenir la policía finesa para separarlos. En el final, Uruguay terminó asegurándose el bronce con una victoria por 68 a 59.

Argentina se había transformado en una potencia en parte gracias a la continuidad de talento que a su vez se encargaba de transmitir enseñanzas generación a generación.

Como decíamos, Argentina se había transformado en una potencia en parte gracias a la continuidad de talento que a su vez se encargaba de transmitir enseñanzas generación a generación, como había ocurrido con Canavesi y Furlong. Lamentablemente este círculo virtuoso se cortó luego del golpe de estado de 1955. El gobierno militar decidió castigar a los miembros del plantel campeón de 1950, incluyendo a Furlong. Interpretaban que el equipo de baloncesto había manifestado cierta cercanía con el gobierno peronista, período durante el cual habían conseguido sus logros. La manera de castigarlos subrepticiamente fue denunciar que habían aceptado como premio una licencia para importar un auto, algo que era considerado un pago. Esta argucia provocó que los jugadores dejaran automáticamente de ser considerados amateurs: siendo “profesionales” ninguno pudo disputar ningún partido más en la selección.

Semejante boicot del gobierno al programa basquetbolístico nacional hirió al deporte al punto tal que la selección paso de estar en el primer nivel internacional a no volver a jugar unos Juegos Olímpicos hasta 1996. La expulsión de los jugadores derivó, por ejemplo, en que Furlong se decantase por la práctica del tenis, donde también tuvo una buena carrera a nivel nacional, y eventualmente se transformó en el capitán del equipo de Copa Davis del país entre 1966 y 1977, consiguiendo llegar a semifinales de esta competencia por primera vez en la historia.

Fue necesaria solamente una decisión del gobierno para borrar de un plumazo todo lo construido por Canavesi, Furlong y compañía. Fueron necesarias cuatro décadas, una cantidad enorme de trabajo y la creación de la Liga Nacional, para que Argentina empezase a recuperar su lugar en el mundo, lo cual derivó, como todos sabemos, en la Generación Dorada y la medalla en Atenas 2004.

Osvaldo Aguirre: «El reconocimiento es una cuestión sensible en el ambiente poético»

Osvaldo Aguirre: «El reconocimiento es una cuestión sensible en el ambiente poético»

Escritor polifacético y prolífico, Osvaldo Aguirre es, al mismo tiempo, periodista, novelista y poeta. Sobre su poesía, sus inspiraciones, sus autores, conversamos con él.

Osvaldo Aguirre es escritor y periodista. Nació en Colón, provincia de Buenos Aires, en 1964. Actualmente reside en la ciudad de Buenos Aires. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Escribió novelas y cuentos. Entre sus crónicas se pueden destacar, Historias de la mafia en la Argentina (2000) y La Chicago argentina, (2006). Esta entrevista tiene como objetivo su labor como poeta, tanto en sus colaboraciones en revistas, como Diario de Poesía, como de sus libros, Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), Narraciones extraordinarias (1999), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Campo Albornoz (2010) y Tierra en el aire (2010).

 “A Osvaldo Aguirre que entiende a las mujeres”, se lee en una de las dedicatorias de La forastera, ese hermoso libro de Estela Figueroa. Me gustaría comenzar preguntándote sobre esta cita tan sugestiva.

Es una dedicatoria de Estela Figueroa, tal vez debería responder ella. En el momento en que se publicó La forastera, ella estaba muy desconectada de cualquier ambiente poético –nunca estuvo muy conectada, en realidad– y me ocupé de conseguir una editorial y un subsidio para que el libro se publicara. Tenemos una relación de amistad de muchos años. Cuando la conocí ella solo había publicado un libro, Máscaras sueltas, y le hice entonces una entrevista para Diario de Poesía. En una época nos escribíamos por carta, ahora tenemos conversaciones por teléfono. En casa de Estela conocí a Juan Manuel Inchauspe y comencé a leer su poesía.  Creo que la primera vez que oí hablar de ella fue a través de Aldo Oliva, en un encuentro de literatura en Santa Fe, cuando Aldo presentó una ponencia sobre Estela, Inchauspe y Marilyn Contardi. A la distancia, esa ponencia de Aldo me parece una anticipación notable de lo que iban a ser tres autores fundamentales en la poesía argentina contemporánea.

«La publicación de una antología, las elecciones de una revista o de una editorial, los premios que se conceden, hieren susceptibilidades, y las redes sociales han exacerbado esa sensibilidad».

Diario de poesía cumple un lugar central en la poesía argentina. Podés decirnos cómo y cuándo ingresas.

Conocí en Rosario a dos de los integrantes del primer consejo de dirección, Daniel García Helder y Martín Prieto, tenía una amistad con ellos. A través de Helder comencé a escribir bibliográficas y me convertí en un colaborador habitual. Creo que fue en 1989, el Diario ya tenía unos años en circulación.

¿Cómo funcionaban las reuniones del grupo? ¿Qué discutían?

Tengo dos etapas en Diario de Poesía. En la primera, cuando fui colaborador, no asistí a reuniones. Por ahí pasaba por alguna, cuando estaba en Buenos Aires. Recuerdo que una vez escuché a Jorge Fondebrider leyendo una reseña que acababa de escribir sobre una biografía de Alejandra Pizarnik a la que demolía en forma minuciosa, implacable. Eso fue hasta el año 2000, aproximadamente. En ese momento me desvinculé. Retomé el contacto en 2005 y poco después integré el consejo de dirección hasta que el Diario dejó de publicarse, en 2011. En esta etapa las reuniones eran más espaciadas y creo que más tranquilas que las de la etapa anterior, precedían a la salida de cada número y básicamente se discutían los contenidos.

¿Qué pensas de los cuestionamientos que se hacían a la revista? Recuerdo dos, uno que era un espacio no muy abierto (difícil de publicar algo allí o establecer un diálogo), el otro, que eran la bandera de lo que se llamó, no sé si del todo acertadamente, objetivismo.

Que eran infundados. Basta ver la colección del periódico, que ahora está disponible en www.ahira.com.ar, para observar que el Diario publicó a poetas de diversas estéticas y procedencias. Es cierto que tuvo una intervención fuerte sobre el campo poético, y que en ese sentido hubo apuestas por determinadas poéticas. Pero de eso se trata cuando se hace una revista, ¿o de qué, si no? Editar una revista es básicamente elegir y valorar, decir “esto nos parece importante”. En cuanto al objetivismo, existe todavía un malentendido que debería ser analizado. Nadie se reclamó ni se reclama objetivista, que yo sepa, pero el objetivismo fue señalado durante varios años como una especie de mal al que había que combatir. A la vez, ¿qué era el objetivismo? Nadie lo definía, en todo caso surgían elucubraciones que hoy llamaríamos conspiranoicas sobre injusticias o postergaciones. La polémica contra el objetivismo –polémica rara, donde solo hay voces en una dirección– tuvo que ver, en parte, con una reacción conservadora contra los propósitos de renovación que atravesaron al Diario –no solo al Diario– y que se pueden ver en otras revistas posteriores. También con el hecho de que el Diario ocupaba una posición central entre las publicaciones impresas. El reconocimiento es una cuestión extremadamente sensible en el ambiente poético; la publicación de una antología, las elecciones de una revista o de una editorial, los premios que se conceden, hieren susceptibilidades, y las redes sociales han exacerbado esa sensibilidad.

¿Cuál es para vos el aporte de la revista?

Fue importante en la reformulación de la tradición poética y en la promoción de nuevos poetas, entre otros aportes. Abrió el campo en múltiples sentidos, y en ese punto sobre todo hubo una reacción conservadora, un intento de volver a concepciones restrictivas de la poesía. El Diario dejó de publicarse hace casi una década, pero sigue siendo leído: es una de las colecciones que tiene más visitantes en la plataforma de Ahira.

«Para mí es importante leer a los poetas que trabajan con el paisaje, cualquiera sea. Pero el paisaje está en el lenguaje, es un cierto registro de voz».

Dos epígrafes de tus libros, la de Georges Perec, sobre la huella y el lugar de memoria, y la de Ernesto Cardenal “la poesía es la lengua”, creo que funcionan en tu escritura como una suerte de declaración de principios. ¿Compartís esta mirada?

La poesía, para mí, remite a una especie de lengua familiar y en ese sentido es un registro de memoria. Es una lengua que escuché hablar desde la infancia en el campo santafesino, el lugar de donde proviene mi familia. Es también una lengua perdida, en el sentido de que sus hablantes –mis familiares, vecinos, conocidos- ya no están o perdí el contacto con ellos, porque me alejé de ese mundo. La poesía es entonces para mí una forma de registrar esas voces, de continuar su impulso, de hacerlas hablar de nuevo, de salvar la distancia y la pérdida.

Varias veces has insistido en una idea, “en cierto sentido yo pienso la escritura de poesía de modo análogo al trabajo agrario”. ¿Podés ampliar esta afirmación?

Sobre todo cuando vivía mi papá tuve muy presente el ciclo del trabajo agrario. Mi papá fue agricultor y también crio ganado, y entonces el calendario y la vida familiar estaban sujetos a los ciclos de siembra y de cosecha, y había una percepción intensa de los fenómenos de la naturaleza, de la lluvia, la escarcha, el granizo, etcétera, porque todo eso tenía una incidencia directa en el trabajo. Por suerte pude conocer la vida en el campo antes de la coyuntura actual, en que los pequeños y medianos agricultores son absorbidos por grandes empresarios y desaparece un modo de vida cuyos orígenes remiten a fines del siglo XIX. Te diría que mi familia atraviesa esa etapa, desde mis bisabuelos hasta mis padres; en esa línea soy el último, ya no tengo una experiencia completa de vida en el campo. Escribo sobre eso, y la escritura es entonces el signo de la pérdida y a la vez del intento de subsanar de alguna manera esa pérdida.

He leído que demorás varios años para publicar libros que más o menos ya están terminados. Al mismo tiempo, señalás que la corrección es importante en tu proceso creativo. Esto lo vinculaba quizás con tu paso en la catedra de Aldo Oliva, alguien que tenía cierta idea sobre el tema de publicar y la corrección. Un compromiso con lo que se hace.

Sí, totalmente. Recuerdo muy bien la primera vez que presencié una clase de Aldo. El tema era “Recogimiento”, un poema de Baudelaire que siempre estaba o al que de alguna manera volvía en sus programas de Literatura Europea. Me impresionó ver la forma en que leía el poema, en que el poema lo sacaba literalmente de sí y lo conmovía. Ese día aprendí algo importante sobre la poesía.

¿Qué lecturas consideras como centrales a modo de influencias o referentes en tu poesía?

Una de tantas fueron las novelas de Juan José Saer. En un momento en que leía Nadie nada nunca, fui a visitar a mis padres, al campo. De pronto, en el patio de la casa, empecé a ver la realidad como en otro plano, en otra dimensión, como si percibiera cada cosa con la sintaxis de Saer, o con lo que decantaba para mí de esa lectura y de otras en la misma línea. Entonces empecé a escribir los poemas que después integraron mi primer libro, Las vueltas del camino. Otras lecturas importantes: Arnaldo Calveyra, Ricardo Zelarayán, Néstor Groppa, Jorge Leónidas Escudero, Marilyn Contardi, Darío Cantón, Estela Figueroa.

Cuando leo tus poemas, no puedo dejar de pensar en otros poetas argentinos como Arturo Carrera o Marilyn Contardi que también tienen como tema el campo. ¿Cómo percibís tu escritura en un dominio poético que trabaja con cuestiones parecidas a las tuyas?

Sí, claro, para mí es importante leer a los poetas que trabajan con el paisaje, cualquiera sea. Pero el paisaje está en el lenguaje, es un cierto registro de voz. Estoy muy atento a esas experiencias, para reflexionar mejor sobre la que yo puedo tener y para profundizar en esas relaciones por donde pasa lo más importante de la vida personal.

«Si uno puede suprimir un verso o una palabra y el poema no se resiente, ese verso o esa palabra son accesorios, ¿no? Ese es un principio básico de economía».

En el poema “Alemanes”, por ejemplo, hay una línea del lenguaje con expresiones comunes, al mismo tiempo una descripción muy precisa, donde parece que sobran las palabras, aunque, a mis ojos, ocurre todo lo contrario. Hay una economía de las palabras, un trabajo de precisión en la extensión, digamos.

Si uno puede suprimir un verso o una palabra y el poema no se resiente, ese verso o esa palabra son accesorios, ¿no? Ese es un principio básico de economía. “Alemanes” refiere a unos personajes que conocí en un pueblo del sur de Santa Fe. El ambiente de los pueblos que en algún momento fueron colonias prósperas y ahora languidecen lejos de las rutas y crecientemente deshabitados me atrae con fuerza. También porque me remiten a experiencias de infancia, al hecho de haber estado en esos pueblos, de haber compartido algo de su vida cotidiana.

Te cuento una anécdota. Cuando comienzo a vivir en Buenos Aires, allá por los años de 1990, recuerdo a amigos y familiares porteños que se reían cuando hablábamos con mis hermanos, por ejemplo, cuando decíamos “cómo alambramos con Colón”, para decir como sufrimos. Nos pasó varias veces con personas distintas. Hay, creo, voces de algunos lugares en el país que no son conocidos, ahí me parece juega un papel las voces suspendidas que aparecen en tu poesía o en la de Leónidas Escudero. Te parece que ahí puede estar la particularidad de tu poesía.

Escudero me gusta mucho por su concepción de la poesía como lengua hablada; no hace una poesía coloquial, como podría parecer, sino una poesía que se construye como oralidad entre el habla y la escritura. No sé cuál sería la particularidad de mi poesía. En todo caso prefiero que lo digan los demás.