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Una extraña y amarga cosecha: la historia de «Strange Fruit»

Una extraña y amarga cosecha: la historia de «Strange Fruit»

“Si la ira de los explotados llega algún día a arder en el sur, ahora ya cuenta con su Marsellesa”

Samuel Grafton en el New York Post, 1939

La muerte de George Floyd en Minneapolis el último 25 de mayo amplificó una serie de problemas recurrentes en la sociedad estadounidense, entre ellos el del racismo secular. Por supuesto que aquello no es patrimonio exclusivo del (¿otrora?) “Gran País del Norte”. Digámoslo desde el principio, a riesgo de sonar escépticos y hasta deprimentes: el siglo XXI no es lo que esperábamos. Un comienzo difícil, pero pido a los eventuales lectores que todavía no huyan: este texto es apenas sobre una canción. Es cierto que sobre una muy particular.

I. ¿POP PARA DIVERTIRSE?

En el siempre accidentado transcurso del corto siglo XX, 1939 no fue un año más. Fue aquel en que Franco logró imponerse en ese laboratorio del desastre por venir que fue la Guerra Civil Española, el momento en que nazis y soviéticos suscribieron el por entonces desconcertante Pacto Molotov-Ribbentrop y, sobre todo a partir de la invasión alemana a Polonia, el trágico punto de partida de todos los infiernos que sobrevendrían en los años siguientes.

En los Estados Unidos, fue el año en el que las Hijas de la Revolución Americana se habían opuesto a que la talentosa contralto negra Marian Anderson cantara en el Constitution Hall de Washington D.C. Este suceso provocó la ira de Eleanor Roosevelt, quien, tras abandonar el recinto como consecuencia de aquella afrenta, decidió renunciar a su membresía en esa institución. Y fue también el momento en que una todavía joven Billie Holiday, que había dejado de cantar en Harlem para girar por otros clubes de Nueva York, estrenó una canción que iba mucho más allá de los tópicos de la canción de amor y pasatiempo tan en boga por entonces. Se trata de un tema ya clásico, a tal punto que el crítico británico de The Guardian Dorian Lynskey (que probablemente no conozca la existencia del tango Acquaforte, de 1931) lo consideró el momento seminal de la canción popular de protesta.

No es que Strange Fruit fuera el primer tema de protesta; aquellas canciones solían cantarse en marchas, reuniones folklóricas o encuentros político-partidarios o sindicales. Pero en este caso, la cantante la había introducido en un contexto muy diferente: el del mundo del espectáculo, que ya nunca sería igual.

La letra es áspera, desgarradora, y dice lo siguiente:

De los árboles del sur cuelga una fruta extraña.

Sangre en las hojas y sangre en la raíz.

Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña.

Extraña fruta cuelga de los álamos.

Escena pastoral del valiente sur.

Los ojos saltones y la boca retorcida.

Aroma de magnolias, dulce y fresco.

Y el repentino olor a carne quemada.

Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos.

Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire,

para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer.

Esta es una extraña y amarga cosecha.

Se trata, claro está, de Strange Fruit, la canción sobre linchamientos de negros escrita en 1937 por Abel Meeropol y estrenada dos años después por una de las voces mayores del siglo pasado. La bibliografía cuenta que en la primera interpretación oficial del tema, realizada en el Café Society del Bajo Manhattan, se produjo entre el público una sensación de absoluto extrañamiento, al punto que nadie sabía si aplaudir o no. Cuando Holiday terminó de cantarla, en un registro a la vez profundo y contenido (como si dijera “y así son simplemente los hechos”, escribió el especialista Joachim Berendt) las luces se apagaron y el escenario quedó vacío como un pozo de penumbras. Los asistentes se miraron desconcertados, entre la congoja y la incomodidad, y nadie parecía entender nada de lo que había pasado en eso tres minutos que cambiaron la historia de la canción estadounidense.

No es que Strange Fruit fuera el primer tema de protesta; aquellas canciones solían cantarse en marchas, reuniones folklóricas o encuentros político-partidarios o sindicales. Pero en este caso, la cantante la había introducido en un contexto muy diferente: el del mundo del espectáculo, que ya nunca sería igual. Según Lynksey, el impacto inicial de la canción generó dos tipos de respuestas. En algunos oyentes, una fascinación por el coraje del mensaje y la intensidad de la actuación. En otros, pura incomodidad, y hasta cierta indignación por tener que soportar un mal trago, en lugar del puro entretenimiento que buscaban en el aquel bar. Justamente, la tensión que atravesó la historia entera del vínculo, muchas veces controvertido, entre la política y la música pop.

II. EL PROFESOR MEEROPOL Y LOS COMUNISTAS DE LA UNIÓN DE MAESTROS

Paradójicamente, la letra de Strange Fruit no fue escrita por un afroamericano, sino por el profesor judío y militante comunista Abel Meeropol, quien la publicó originalmente como poema en 1937 en el periódico del sindicato de docentes de Nueva York con el título Bitter Fruit (Fruta amarga). Meeropol enseñaba en un colegio del Bronx y en sus ratos libres combinaba la militancia de izquierdas con la composición de poemas y canciones con temática social. Sin embargo, no era un compositor profesional. Aquellos temas solo se compartían en las pequeñas reuniones de militantes de izquierda a las que solía concurrir acompañado por su mujer, la primera en interpretarla ante un público de amigos y conocidos.

Como ocurrió tantas veces en la historia, el disparador original para la canción fue una imagen. En este caso una potente y devastadora: una fotografía tomada por Lawrence Beitler que mostraba los cuerpos sin vida de Thomas Shipp y Abram Smith colgando de un árbol luego de un linchamiento producido en Indiana en agosto de 1930.

Después de Strange Fruit no había lugar para otra canción, solo el silencio y el resabio amargo de la evidencia de una sociedad cruel e injusta. Una sensación de nudo en la garganta que se apoderó hasta del compositor y la intérprete en la noche del estreno.

En el círculo izquierdista en el que se movía Meeropol solía aparecer Baney Josephson, el propietario del Café Society. Crítico de la segregación racial y del boato de los clubes lujosos y excluyentes, Josephson había pensado su local como un espacio de integración racial, y tenía a Holiday, por entonces de 23 años, como número principal. Además de talentosa, la cantante era una pionera en el uso de las posibilidades de amplificación del micrófono como herramienta formal de la interpretación. ¿Cómo sonaría esa letra que lo había deslumbrado en aquella voz? El paso siguiente fue el encuentro entre la cantante y el profesor. La melodía original todavía precisaba algunos retoques, que quedaron en manos del arreglista profesional Danny Mendelsohn, pero solucionado el problema menor, lo que siguió fue alquimia de la buena.

Una primera prueba informal en una fiesta en Harlem auguró el pasaje del recogimiento a la ovación que signaría desde entonces el final de cada una de las actuaciones de Holiday. Como intuyó Josephson luego de aquella primera noche, el tema debía ser interpretado siempre en el cierre de los sets. Y nada de bises. Después de Strange Fruit no había lugar para otra canción, solo el silencio y el resabio amargo de la evidencia de una sociedad cruel e injusta. Una sensación de nudo en la garganta que se apoderó hasta del compositor y la intérprete en la noche del estreno. Dicen que no hay que creerle mucho a la autobiografía de Billie, ni a sus testimonios en general, pero la cantante solía decir que cuando salió del escenario solo pudo encerrarse en el baño a llorar. Y que vomitó.

III. UNA BIBLIOTECA NUTRIDA PERO INICIALMENTE ANÓNIMA

Por supuesto que Strange Fruit no fue la primera canción que abordó la cuestión racial en un espectáculo público. Black and Blue, con letra de Andy Razaf y Harry Brooks y música de Fats Waller, obtuvo un considerable éxito de público en el musical Hot Chocolate, de 1929, como así también, posteriormente, cuando la grabó Louis Armstrong. “What did I do to be so black and blue?” decía el estribillo doliente de la canción, que reflexionaba acerca del tema de la esclavitud. Sin embargo, su densidad dramática e influencia no tienen comparación con la de Strange Fruit, empezando por el hecho de que había sido estrenada en el contexto de un espectáculo de minstrel, es decir, aquellos en los que artistas blancos (pero también afrodescendientes) se veían obligados a practicar el blackface, un tipo de maquillaje artístico que tendía a reforzar estereotipos de negritud.

Por fuera del mundo del espectáculo, las canciones de protesta compuestas por negros se multiplicaban en los repertorios de bluseros y músicos folk, pero permanecían al margen de los estudios de grabación. Como ha manifestado el compilador y folklorista Lawrence Gellert, quien publicó en 1936 el volumen Negro Songs of Protest, muchas veces sus autores preferían el anonimato para evitar posibles represalias. No era el caso de Billie, destinada a convertirse en una figura (aunque siempre caótica e inestable) y nunca comprometida del todo, en contraste con personajes como Marcus Garvey o William Du Bois. Como ha señalado María Aparisi Galán, Strange Fruit “se salía de su repertorio habitual de canciones románticas que el discurso hegemónico significaba como autobiográfico para poder convertirle en víctima”. Así, su aporte a la causa parecía empezar y terminar en Strange Fruit. Es decir, era apenas gigante. Algo más: a la hora de grabarlo, no lo hizo en su sello habitual, el poderoso Columbia, sino en Commodore Records, una pequeña discográfica de izquierdas.

Desde Nina Simone y el imprescindible Robert Wyatt hasta John Martyn —aquel malogrado cantante británico que había elegido su apellido artístico en alusión a una conocida marca de guitarras acústicas—, muchas de las mejores versiones del tema han sido grabadas por artistas de temple atribulado y vida atormentada.

IV. AQUÍ ESTÁ LA FRUTA PARA QUE LA ARRANQUEN LOS CUERVOS

Desde entonces, la canción conoció cientos de versiones. A riesgo de forzar los argumentos —y hasta de incurrir en el kitsch de la mala poesía—, podemos adivinar algo parecido a un sino de desdicha como condición vital para interpretarla con éxito. Desde Nina Simone y el imprescindible Robert Wyatt hasta John Martyn —aquel malogrado cantante británico que había elegido su apellido artístico en alusión a una conocida marca de guitarras acústicas—, muchas de las mejores versiones del tema han sido grabadas por artistas de temple atribulado y vida atormentada. En el caso particular de Simone, los ecos temáticos de Strange Fruit aparecen inicialmente en Mississippi Goddam, su “primera canción por los derechos civiles”, compuesta en 1964, es decir, un año antes de decidirse a grabar el clásico de Billie Holiday.

Por supuesto, también las hay más actuales y de gran factura, como las de la maliense Rokia Traoré, la de José James, el llamado “cantante de jazz para la generación del hip-hop”, o la rítmicamente disruptiva que propone Cassandra Wilson en su disco New Moon Daughter. En todas ellas se adivinan las marcas de la historia de esos cuerpos inermes que todavía parecen balancearse entre las ramas de un álamo macabro en el calor de una noche de Indiana, o buscar, en pleno siglo XXI, un último aliento contra el cemento irreversible de una tarde de Minneapolis.

El teletrabajo y los derechos

El teletrabajo y los derechos

El teletrabajo era un fenómeno que se extendía lenta pero indefectiblemente, pero la pandemia produjo un salto imprevisto. La respuesta ante este fenómenos debe ser urgente y plasmar estas novedades en la legislación laboral para resguardar derechos.

El teletrabajo es un fenómeno de la realidad, un hecho social donde la persona que trabaja lo hace en un lugar distinto al domicilio de la empresa, haciendo uso de las TIC.  Una palabra que hasta hace poco tiempo no estaba en nuestro vocabulario cotidiano y poco a poco ganó espacios en los medios de comunicación, en los ámbitos académicos, en las instituciones legislativas. En suma, se ven una gran cantidad de opiniones con distintos niveles de complejidad y de información al respecto.

El teletrabajo, trabajo a distancia, de manera remota, en un lugar distinto al de la empresa, ataca de lleno el hasta acá conocido concepto de «establecimiento». A la idea de empresa como lugar, como explotación, como fábrica.

Trabajar en un lugar distinto al de la empresa no es un fenómeno del futuro. Es del presente y del pasado inmediato. Si bien se proyectaba una masificación de esta forma de prestación para los próximos años, esto se vio notablemente acelerado producto de las medidas de aislamiento obligatorias en todo el mundo.

La persona que trabaja es trabajador o trabajadora, no es teletrabajadora o trabajadora de proximidad o trabajadora itinerante. A los fines de la protección de derechos estos adjetivos están de más. Sobran.

Ante esta realidad, resulta imprescindible evitar abusos o explotaciones mediante una regulación legal. Regulación que, según nuestro parecer, debería realizarse mediante modificación de la ley de contrato de trabajo, de manera que allí encontremos los criterios básicos y ordenadores sobre las prestaciones laborales realizadas fuera del domicilio de la empresa.

Lo central para el derecho del trabajo y para los Estados debe ser la persona que trabaja. Independientemente si lo hace en el domicilio de la empresa, en el suyo propio o en ninguno en particular (que trabaje de manera itinerante o en lugares aleatorios). La persona que trabaja es trabajador o trabajadora, no es teletrabajadora o trabajadora de proximidad o trabajadora itinerante. A los fines de la protección de derechos estos adjetivos están de más. Sobran.

Otro aspecto importante que debemos considerar, siempre poniendo en el centro a la persona que trabaja, es la regulación de la jornada laboral. Resulta necesario establecer límites claros al período diario de trabajo porque si el trabajo se realiza en un hogar se tornan difusos, deviene en confuso el horario de inicio y finalización de la jornada, el tiempo de descanso y ocio, hay propensión a la mezcla de esos tiempos y por ende a un sobre trabajo no solamente no remunerado sino y fundamentalmente perjudicial para la salud y la vida de quien lo realiza.

Fuera del horario de trabajo prevalece el derecho irrenunciable a desconectarse de los dispositivos digitales y otras herramientas de trabajo. El empresario no puede ofrecerle otros beneficios a cambio, ni puede sancionar al trabajador por ejercer este derecho.

La jornada se vincula estrechamente con el control que de la prestación de trabajo se puede hacer. Si establecemos límites claros a la jornada debe haber un correlato directo en el control y en la dirección. Los mismos no se pueden realizar fuera de los límites de la jornada. Más allá de que la tecnología permita conectarnos y contactarnos en cualquier momento y en cualquier lugar, las facultades de control y dirección deberían prohibirse, y hasta limitarse o imposibilitarse automáticamente. En algunos casos esto se podría realizar por sistema, independientemente de la voluntad o la conducta de las partes.

En otro orden y si sabemos que la persona que trabaja no lo hace en el domicilio de la empresa, como es el hecho característico de este fenómeno, la misma deja de gastar en lo indispensable para que el trabajo se desarrolle en su lugar. Esto es menos oficinas, lugares comunes, estacionamientos, comida, servicios básicos, impuestos inmobiliarios entre más o menos gastos que pueda tener.

La jornada se vincula estrechamente con el control que de la prestación de trabajo se puede hacer. Si establecemos límites claros a la jornada debe haber un correlato directo en el control y en la dirección. Los mismos no se pueden realizar fuera de los límites de la jornada

Evidentemente estaríamos en presencia de un ahorro por parte de la empresa, en menos gastos. El correlato de esta situación son los mayores gastos en los que incurrirá un trabajador para desarrollar su prestación, en el caso de que la empresa no se lo garantice. Ahora bien, ¿cómo se cuantifica, como se mide? El ahorro por parte de la empresa tiene parámetros más estables como para darnos una primera idea; la mayor complejidad la arroja la suma de todos los gastos extras de las personas que trabajan. Si prestan su hogar para el trabajo para una empresa ¿son acreedores de alquileres?, ¿Qué sucede con los servicios utilizados? ¿Y con el deterioro de las cosas? y así con preguntas por el estilo.

A priori podríamos pensar en dividir equitativamente el ahorro de la empresa entre quienes trabajan fuera de la misma. Una suerte de viáticos sin comprobantes. ¿Será suficiente, será un plus, será compensatorio? Entonces, necesariamente estos gastos extras por parte de quienes trabajan deberán ser como mínimo compensados, aunque esto implique en algunos casos mayor gasto para una empresa.

En lo que respecta al derecho colectivo, de sindicalización, sobre todo el de elegir y ser elegido, pensamos que no debe haber distingo alguno entre quienes trabajan en el domicilio de la empresa o fuera de esta. Puesto que este derecho es inherente a la persona que trabaja, independientemente de donde lo haga. La igualdad, los mismos derechos y obligaciones, cobra especial relevancia en este punto.

Un Cacho de vida

Un Cacho de vida

La vida de Envar «Cacho» El Kadri ofrece una versión muy peculiar de la historia argentina de la segunda mitad siglo XX. Peronista heterodoxo, progresista irredento, defensor de los derechos humanos, un personaje irrepetible.

El 19 de julio se cumplió el veintidós aniversario del fallecimiento de Cacho Envar El Kadri. La muerte lo sorprendió en Tilcara en 1998, mientras acompañaba la gira del músico Miguel Ángel Estrella. Todas las voces todas surcaron la vida de un militante de un compromiso muy particular. 

Un documental valiosísimo realizado por Santiago Acuña se llama “Cacho, una historia militante”. En este aniversario tuve la suerte de volver a verlo, y la vida del protagonista es tan rica en matices que uno cada vez que ve el documental se lleva nuevas cosas. En este caso, las ganas de escribir este artículo que espero no adquiera la solemnidad de los homenajes.

Cuenta el documental el devenir de una trayectoria militante que tuvo ciertos hitos y se apartó de toda ortodoxia. Se narra cómo, en el Liceo Militar donde se encontraba cursando el cuarto año de la secundaria, a la caída del peronismo se quemaron en el patio a la institución los ejemplares del libro “La Razón de mi Vida” de Eva Perón. Él se resistió fuertemente a entregar su ejemplar y fue expulsado. En la voz de Cacho, se recuperan anécdotas de acciones inorgánicas de principios de los 60, cuando la resistencia peronista era pegar un afiche de Eva Perón en la esquina de Corrientes y Esmeralda y esperar a que algún transeúnte lo arrancara, para agarrarlo a trompadas o agredirlo verbalmente para armar escándalo, adquirir visibilidad. Se recordó también una toma de un puesto de la aeronaútica, donde esposaron a un conscripto con una técnica que habían aprendido anudando unas cuerdas, pero con un leve movimiento el hombre se liberó. El relato del protagonista trascurre entre risas, se vuelve tierno, gracioso, por el tiempo que media entre los sucesos y la narración, que hizo disolver el miedo que envolvía a los jóvenes en esos primeros hechos de resistencia ante la imposición de la proscripción del peronismo y el decreto 4161 que prohibía hasta nombrarlo.

¿Qué más quieren?, inquiría a sus compañeros más radicalizados. No entendía la prosecución de la violencia por parte de las organizaciones armadas. Consideró que esas acciones no eran entendidas, interpretadas por el pueblo y le eran ajenas.

Hubo hitos en esa vida, y uno que tuvo lugar cuando se difundió la muerte del Che Guevara en Bolivia. El sentimiento de identificación de esos jóvenes con ese revolucionario que dejó su vida, que puso el cuerpo fue muy fuerte, y los llevó a planificar, con lo que había, de la nada, un intento de guerrilla que se llamó Fuerzas Armadas Peronistas. En Taco Ralo, Tucumán, se instalaron para comenzar a entrenarse en el tipo de lucha que iban a afrontar. Pero ni siquiera alcanzaron a disparar un tiro. Catorce personas formaban ese primer grupo y fueron confundidos por contrabandistas por las fuerzas policiales que cercaron rápidamente su campamento. El intento se desbarató completamente, pero la derrota militar devino victoria política. Adquirieron visibilidad los jóvenes rebeldes que deseaban el retorno de Perón, exponiendo la opresión y la falta de libertades de la dictadura de Onganía. Poco después, estallaría el Cordobazo y haría su aparición dotada de espectacularidad la organización Montoneros.

Años de cárcel le esperarían a Cacho El Kadri y sus compañeros. Alejandro Tarruella titula su libro: Envar El Kadri, el guerrillero que dejó las armas. Y esto expone otro hito de la vida del militante: abandonar la estrategia de la lucha armada para apostar a la política. En 1973 fue liberado por la amnistía general y no volverá a empuñar un arma. Abogó para que la juventud se integrara al proceso político, considerando que la vuelta de Perón era el objetivo que se había cumplido y que deseaba todo el pueblo. ¿Qué más quieren?, inquiría a sus compañeros más radicalizados. No entendía la prosecución de la violencia por parte de las organizaciones armadas. Consideró que esas acciones no eran entendidas, interpretadas por el pueblo y le eran ajenas. Se distanció de la vanguardia esclarecida que intentó encarnar Montoneros pero también de la derecha peronista. Apoyó a Perón, sin más, como gran parte del pueblo argentino. En el contexto del enfrentamiento tremendo y doloroso que tuviera lugar hacia el interior del movimiento peronista, se fue quedando sin espacio político donde militar. Dicha situación se acrecentó mucho más con la muerte del líder. Le ofrecieron integrarse a Montoneros y lo rechazó, lo apretó el lopezreguismo para que se sumara a su fuerza, o que se atuviera a las consecuencias.

Amenazado y huérfano políticamente, se fue del país en enero de 1975, primero a Beirut, después a Siria. Luego recaló en España, donde lo detuvieron y expulsaron a Francia. En su exilio, adquirió celebridad por motorizar las denuncias por violaciones de los derechos humanos por parte de la dictadura argentina. Trabajó como cuidador en el Cirque du Soleil en Francia, y lo fueron incorporando a diferentes tareas. Versátil, organizado, necesitaba trabajar. Contribuyó a organizar una marcha en el centro de Francia en 1979, nucleando a un movimiento internacional de artistas que visibilizó la violación de los derechos humanos utilizando grandes pinturas transportadas en estandartes y con la música ensordecedora de saxofonistas para atraer la atención de los parisinos.

Volvió al país en 1984, y se dedicó a ser productor de las películas que dirigió Fernando «Pino» Solanas. En la década del 90, participó del Frente Grande, la entente que reunió a peronistas disidentes y huérfanos de diferentes experiencias partidarias de izquierda, buscando una síntesis en algún modo de progresismo o socialdemocracia. Pero Cacho no se sintió cómodo o representado acabadamente porque se seguía sintiendo sobre todo peronista, lo que en el progresismo no siempre es valorado. Integró la corriente sindical Germán Abdala, y dio un vibrante discurso en conmemoración de los cincuenta años del 17 de octubre en 1995. Además de criticar las políticas neoliberales de privatización que nos hizo perder la soberanía y rescatar el nacionalismo del peronismo, en esas palabras se definió como un reformista.

Y aquí es interesante visualizar esta última estación de su vida, que es una continuidad bastante coherente con sus anteriores pasos. De la guerrilla a soltar las armas y el exilio. La militancia política bastante transversal y el compromiso por un mundo mejor que se asocia de alguna forma también a manifestaciones artísticas. Su evolución puede analizarse como parecida a la de Jorge Rulli, en el sentido en que también devino un militante en espacios fuera de la gestión pública, en este caso desde el ambientalismo. Los unió siempre una gran amistad.

En la década del 90, participó del Frente Grande, la entente que reunió a peronistas disidentes y huérfanos de diferentes experiencias partidarias de izquierda, buscando una síntesis en algún modo de progresismo o socialdemocracia. Pero Cacho no se sintió cómodo o representado acabadamente porque se seguía sintiendo sobre todo peronista, lo que en el progresismo no siempre es valorado.

El revolucionario de la lucha armada se define años después como un reformista, pero no significando una claudicación de sus ideales. Hay que tener en cuenta que esas palabras fueron pronunciadas en el 95, cuando parecía cristalizarse el fin de las utopías, de la historia en palabras de Fukuyama y la entronización de un pensamiento único. Él seguía levantando la bandera peronista pero apostando a una faz reformista, no revolucionaria. Teniendo en claro que la lucha en esos momentos se encaraba valorando la democracia, que había que ensanchar, mejorar, engrandecer para incluir a todos. No podía ser de otra manera, desde que este hombre lo tuvo claro hasta en el año 1973, luego de haber salido de la cárcel y respetando la democracia que se había sabido dar el pueblo argentino y en un contexto dificilísimo donde cundía la violencia cada vez más encarnizada entre la izquierda y la derecha del peronismo.

Una vida llena de anécdotas, de camino recorrido, de embarrarse en la suerte del pueblo. Una especie de peregrinar por distintos lugares en la búsqueda de un nuevo sentido, que pudiera conjugar la sensibilidad artística, una revolución sin armas, una reforma que no se limitara sólo a una administración honesta de los recursos en la labor pública. Con la bandera peronista tomada como identidad inclaudicable pero pudiendo escuchar otras voces, incluso de los que no lo acompañaban, apostando a considerar al otro como un hermano, pregonando prácticas solidarias hacia el bien común. Un hombre que pasó de intentar buscar el camino corto del asalto al poder al de poner piedra sobre piedra en cada persona, en cada colectivo social. La moral del “hombre nuevo”, que pregonaba el Che, pero desechando completa y terminantemente la violencia. Con el mate en la mano, una mano tendida y una sonrisa entrañable. Creyendo, tal vez, que para hacer lo grande hay que comenzar por lo pequeño. Y con una empatía con el pueblo más humilde que nunca perdió. Ponerse un cachito en el lugar del otro, con su particular sensibilidad. Un Cacho de vida.  

Es difícil medir la importancia de los cambios que una sociedad transita, y decidir con algún grado de objetividad si son cambios importantes en términos de la vida de un individuo, de una sociedad, de una cultura o de una civilización. Pero, en cualquier caso, parece cierto que estamos asistiendo a un cambio de una magnitud trascendental, que nos encontramos en una época de transición, aunque no sepamos hacia dónde nos lleva esa transición.

Estamos, creo, ante un momento de cambio que modificará el horizonte civilizatorio del que todos nosotros provenimos. Un cambio que, entre otras cosas, afectará la construcción subjetiva de los individuos, la construcción subjetiva de las comunidades, la distribución del poder en los territorios, la organización de la sociedad. Estamos en las vísperas, si es que no hemos ya entrado, a un modelo social que es difícil todavía describir con precisión porque está en proceso de construirse, y como siempre en la historia la contingencia es fundamental, de modo que la vida de los pueblos y de las personas siempre es algo abierto, no determinado, de modo que nada está condenado a ser algo, una sola y única cosa. Aun así, aun en la confusión de una época de cambios, aun sabiendo que la contingencia y la acción humana siempre pueden torcer el rumbo de la historia, es posible indagar en las señales que vemos para tratar de tener alguna claridad respecto del rumbo al que van las cosas.

Si tuviéramos que identificar a nuestra civilización con algunos rasgos particulares, yo diría que el principal ha sido la convicción acerca de la idea de progreso. Una idea de progreso que se ha transformado en natural: pensamos que eso que llamamos “progreso” es parte de la naturaleza, de la historia del mundo y de las sociedades, aunque en verdad se trate de una construcción cultural según la cual los individuos y las sociedades mejoran y avanzan. En las sociedades de tipo occidental esa idea de progreso estuvo ligada a dos dispositivos: el capitalismo y la democracia. Durante 250 años, el Occidente moderno condujo sus acciones, organizó la acción colectiva, las decisiones individuales, las creencias, los impulsos, los esfuerzos, las energías y los recursos, ordenándolos a favor del cumplimiento de esa idea.  Una idea que, como diversos teóricos han apuntado, es quizás una versión secular de una idea de matriz religiosa (particularmente cristiana): la de que vamos a un final mejor. La secularización de ese “finalismo” constituyó la base de los últimos siglos de la historia occidental.

Los dos dispositivos concomitantes a esa idea eran, como mencioné anteriormente, el capitalismo y la democracia. Sin embargo, éstos mantuvieron una relación de tensión durante buena parte de la modernidad. Aunque algunos los han visto como una unidad inseparable -sobre todo desde la derecha-, el capitalismo y la democracia fueron fuerzas en conflicto, en pugna, fuerzas que no se llevaron bien durante buena parte de la historia. Con toda seguridad, fue durante la segunda postguerra cuando ambos dispositivos parecieron tener su mejor momento de conciliación. Aquel momento que un economista francés llamó “los treinta años gloriosos”, comprendidos entre 1945 y 1975, demostraron que capitalismo y democracia, aun siendo fuerzas en tensión, podían ser conciliables (teniendo en cuenta un marco político y, por supuesto, un contexto histórico). Fueron años, sobre todo en Europa Occidental, de pleno empleo, de crecimiento, de distribución de los bienes públicos, de propensión de las sociedades hacia una homogeneidad cultural, social y económica creciente. Se produjo entonces la convicción de que las nuestras iban a ser sociedades de clases medias, igualitarias, y que el principal vehículo de la movilidad social era la educación.  Esa política, que ciertamente puede ser calificada como “socialdemócrata”, tuvo también su éxito debido a la existencia, del otro lado, de la Unión Soviética. El capitalismo debía demostrar que no solo podía ofrecer más libertades, sino que también podía tener propensión a la igualdad. Las ideas del socialismo democrático operaban bien en ese contexto.

Esas ideas y ese mundo comenzaron a descomponerse en la década de 1970. Si bien en ese entonces no lo veíamos con claridad, resultó a la larga evidente que se estaba produciendo un agotamiento del consenso socialdemócrata. Ese matrimonio forzado de la democracia y el capitalismo dio muestras de un cansancio profundo que se evidencia, con mayor intensidad, en estos días. Tras treinta años de progresivo abandono de ese matrimonio forzado, encontramos un mundo en crisis. Pese a que ha habido muchos intentos de conciliación, de mediadores, de terapias de pareja, el capitalismo y la democracia no se están llevando bien.

La pregunta que se impone, entonces, es la razón por la que este matrimonio de conveniencia no puede llegar a un nuevo acuerdo. Y la razón parece ser bastante nítida: porque no están en condiciones de seguir alimentando la idea de progreso, que fue la que permitió que coexistieran sin armonía durante mucho tiempo y armónicamente durante poco tiempo. El problema es que el divorcio nos está trayendo problemas.

El divorcio progresivo pero acelerado lleva a un detenimiento de la movilidad social ascendente y a una crisis de la creencia de que el ascenso social dependía del mérito y del esfuerzo (idea que era, por supuesto, reforzada por unos parámetros de acceso muy distintos a los de hoy). El divorcio está trayendo un problema para los ciudadanos: casi ninguno concibe que su destino vaya a ser mejor que su punto de partida. Cada vez más personas están condenadas a morir en condiciones mucho más semejantes a las que tenían en el momento de nacer que a las que pueden producir individual o socialmente a través de la movilidad social y el progreso. Una vez más, el lugar de nacimiento, podríamos decir que el código postal, es el predictor más importante de las posibilidades que cada uno de nosotros tendrá a lo largo de su vida.

Pese a que hay muchas razones que explican estos procesos, quisiera detenerme en una en particular: la que hace referencia a la capacidad recuperada de las élites de dejar de compartir el destino de las sociedades en las que actúan. La modernidad occidental introdujo una transformación radical que fue la de comprometer a las élites con el destino de sus sociedades. A diferencia de las sociedades tradicionales (la feudal sin ir más lejos), en la que el destino de las élites era independiente del destino del pueblo, en la sociedad occidental burguesa de la modernidad para que un empresario prosperase la sociedad debía prosperar (lo deseara o no el empresario); para que los negocios se desarrollaran la paz social debía ser garantizada; para que los intereses del capital pudieran avanzar la sociedad en su conjunto debía avanzar, porque era necesario tener una fuerza de trabajo educada, tener consumidores con capacidad de adquirir los bienes que el capitalismo ponía en el mercado, tener una burocracia formada que fuera capaz de administrar las condiciones necesarias para que el capitalismo se desarrollara. En el capitalismo financiero primero, y en el capitalismo digital actualmente, las élites han desacoplado su destino del destino de las sociedades nacionales. Esto se manifiesta en aspectos sociológicos, pero sobre todo en aspectos económicos. La fuga de la fiscalidad es el principal de ellos. El modo en que los capitales financieros y los capitales digitales han abandonado todo compromiso con la fiscalidad local y han desarrollado los mecanismos necesarios para garantizar que sus negocios no estén alcanzados por la mano de un Estado (que había sido alimentado por ellos mismos en alguna época) es uno de los rasgos fundamentales de la época. En los viejos tiempos del capitalismo social, las cosas funcionaban de otro modo. Esquemáticamente (y simplificando mucho) diríamos que el Señor Ford necesitaba que sus obreros compraran sus coches Ford, pero también necesitaba que el Estado creara escuelas para que los trabajadores adquirieran las capacidades necesarias para la producción y las formas de sociabilidad que les permitieran insertarse en la dinámica del capitalismo industrial, y carreteras para que los coches pudieran desplazarse y fueran más interesantes y más demandados, y unas condiciones de salud que evitaran la perdida de horas de empleo, y unas condiciones sociales que evitaran el conflicto social, ya que éste atentaba contra el desarrollo del capital y ponía en riesgo los activos del capital. Ese es el mundo que, aunque estoy presentándolo sin sus complejidades, se ha acabado.

El escenario en el que vivimos se caracteriza por situaciones muy distintas de aquellas. Frente a los viejos Estados empoderados, tenemos Estados Nacionales que han perdido soberanía. Tenemos, además, corporaciones transnacionales que se han desacoplado del destino de las sociedades nacionales. Y contamos con la capacidad de predecir la conducta individual y colectiva a partir de la extensión de la inteligencia artificial (que además habilita la propia orientación de la demanda). El mundo en el que vivimos contiene formas del capital que no solo no le temen al conflicto, sino que se benefician de él. Durante el período de la “primavera árabe”, Facebook no temía que sus activos fueran amenazados por la insurgencia, sino que capitalizaba los usos de sus servicios, que a la vez permitía vender información a gobiernos, a medios, a agencias de inteligencia. En la crisis social chilena, Whatsapp no estaba atemorizada por las revueltas, sino beneficiándose de ellas. El capitalismo digital no se siente acorralado en el conflicto: se fortalece en él.

¿Pero qué ocurre con los niveles nacionales en este contexto? Primero, se ponen de manifiesto los problemas de representación política. El cambio de configuración del capitalismo, ha modificado la estructura tradicional de partidos. Durante muchos años asistimos a dos tipos de partidos fundamentales: el partido de los progresistas, de los socialdemócratas, de la izquierda (que representaban al mundo obrero) y el partido de los conservadores (que tenían una mejor relación con el mundo de las élites). Esto, por supuesto, tuvo sus modulaciones particulares en regiones como América Latina, una región en la que intervenían las fuerzas políticas y el llamado “partido militar”. Pero la estructura general puede pensarse con esas modulaciones también en la región. Diríamos que había partidos vinculados a los intereses del capital y otros vinculados con los intereses del trabajo.

En nuestro país, pero también en otros de la región (México, Brasil, Bolivia), hemos tenido el problema de que ha habido fuerzas políticas que han representado “todo” y “nada” a la vez, por lo que el esquema clásico debe ser repensado para nuestras latitudes. Aun así, en algunos países como Uruguay o Chile, encontramos esa representación clásica: un Partido Socialista (junto a Partidos Comunistas) representante de la identidad del mundo del trabajo, y partidos conservadores (y en muchos casos reaccionarios) representantes de las posiciones de las élites-. Todos sabemos que esta idea de la representación política ha desaparecido. Tenemos sociedades fragmentadas en las que el trabajo ha perdido la primacía, en las que el capital busca formas de representación completamente distintas, y en las que han emergido un cúmulo de identidades múltiples que no caben en las viejas representaciones tradicionales. Tenemos sociedades más complejas que las del pasado:  trabajadores fabriles pero que también son militantes activos de la comunidad LGBTIQ, empresarios que son ambientalistas, hay una infinidad de combinaciones que hacen imposible que la representación política funcione como funcionó durante buena parte del siglo XX.

La respuesta que la política dio a esto ha sido abandonar la opción programática para hacerse cargo de la opción emocional. Es decir, pasar de la interpelación intelectual a la interpretación emocional como base para capturar la representación. En nuestro país esto se expresa en una opción binaria que es la de quienes dicen representar a la democracia republicana y la de quienes dicen representar a los intereses de los sectores populares. La inexistencia de definiciones programáticas claras es evidente. Por el contrario, se produce una gestión cotidiana apuntalada por discursos de tipo emocional durante los períodos electorales.

La política, entonces, se ha convertido en el arte de convocar emocionalmente, en lugar de un modo de persuadir ideológicamente, programáticamente, intelectualmente. Este es un primer problema. Pero hay un segundo inconveniente vinculado a él: el de la carencia -o la plasticidad- de las definiciones ideológicas. Si bien es un problema extendido alrededor del mundo, en Argentina se exacerba por nuestras propias características y por nuestra propia historia. Tenemos una derecha que no asume que es de derecha, un peronismo que puede serlo todo, y una inmensa multitud de actores que se reivindican de izquierda, compitiendo con quienes yo creo que son la izquierda: las fuerzas de la izquierda democrática socialista que no desconocen las tradiciones liberales de formas de gobierno, a la vez que apelan al socialismo como forma de gestión de lo común.

A todo esto, debemos añadir un problema adicional. Y es la variable del tiempo. Nosotros podemos entender la política en un sentido tradicional -como la capacidad de imaginar un futuro colectivo-, ya que ningún individuo puede imaginar un futuro colectivo y mucho menos conducir un futuro colectivo. La política es aquello que permite organizar la acción colectiva para que el tránsito del presente al futuro no sea aleatorio, no esté subordinado a las fuerzas dominantes, a las inercias de lo preexistente, sino a las decisiones que una comunidad adopta a partir de la discusión informada de las alternativas posibles. Así, en lugar de ser cautivos de las fuerzas del pasado que harían que el futuro sea “más de lo mismo”, gracias a la política las comunidades construyen su autonomía, y deciden sobre su destino. En las décadas comprendidas entre 1930 y 1960 podía haber guerras, pero si no había guerras difícilmente el futuro iba a ser algo muy distinto que el presente en términos civilizatorios. Lo voy a decir con dos ejemplos. El primero es clásico: una persona entraba a los 20 años en un trabajo y se jubilaba en ese mismo trabajo a los 65 años, fuese este en una fábrica, en una oficina o en una profesión liberal. Un estudio del presidente de la Asociación de Universidades de Estados Unidos presentado en el año 1998, decía que un estudiante universitario que egresara de la universidad en el año 2000, para mantenerse activo en la vida profesional, iba a tener que estudiar el equivalente de cinco carreras universitarias, cuatro de las cuáles todavía no existen. Un profesional médico egresado de la universidad argentina en 1950 sabía el 90% de los conocimientos con los que iba a tener que contar a lo largo de toda su vida profesional. Un profesional médico que sale de la universidad argentina hoy, sabe el 10% de lo que va a tener que saber para mantenerse activo en el futuro. Este es solo un ejemplo. Nuestro futuro tiene un nivel de imprevisibilidad y de incertidumbre mucho más alto que los futuros de tiempos pasados, y eso hace mucho más difícil la producción de una política programática, porque no solo nos exige pensar cómo reorganizamos lo que existe en el presente en aquel futuro, sino también suponer qué va a ocurrir en el tránsito hacia ese futuro. Esto añade desafíos permanentes y distintos y se constituye como algo que racionalmente no podemos aceptar: no podemos suponer que sabemos lo que va a pasar dentro de 20 años, para que nuestras políticas públicas pensadas hoy tengan sentido en escenarios que nos resulta muy difícil imaginar.

Reconozco que he pintado un panorama difícil y algunos dirán apocalíptico. Pero considero que esto no debe hacernos perder de vista algo central. Este panorama es transformable. Lo que tenemos es producto de la mala política, de la desigualdad, de un capitalismo extractivo, de una clase política extractiva, de un sindicalismo corporativo y corrupto, de un conjunto de tomadores de rentas en todo el espectro de la sociedad que bloquean permanentemente cualquier intento transformador para perpetuar o agravar esa situación.

Creo que, en este marco, la izquierda democrática en el mundo enfrenta grandes desafíos. La construcción de una agenda política debe partir de reconocer estos problemas, no de disimularlos, tampoco de pretender resolverlos aquí y ahora, pero sí de reconocerlos. Debemos partir de la idea de que hoy tenemos una dificultad estructural para dar el tipo de respuestas omnicomprensivas, programáticas y de largo plazo que nos gustaría poder dar. Y tenemos que iniciar un proceso de renovación permanente de los programas. No se trata de la refundación de un programa para los próximos cincuenta años, sino de la idea de que hay problemas estructurales: la desigualdad, la autonomía, la justicia. Son problemas estructurales que van a ir teniendo rostros diferentes, porque las causas, los actores, las formas de resolverlos, van a ser crecientemente distintas. Ahí es donde el socialismo democrático debe estar.

Hermann Heller: la solidaridad como principio constitucional

Hermann Heller: la solidaridad como principio constitucional

Su muerte prematura y su obra fragmentaria hicieron que Hermann Heller fuera un autor no del todo valorado, más allá de la popularidad de su «Teoría del Estado». Un pensador original que el socialismo democrático haría bien en recuperar.

Cuando las certezas parecen disolverse, viejas palabras reaparecen impregnadas por un nuevo brillo. Este parece ser el caso de términos como “solidaridad” y “cooperación”. En un contexto ávido de imaginar y proyectar futuros, la estela de estos conceptos señala un interesante camino a explorar. Ante esto tal vez convenga sacar del arcón aquellos autores que intentaron hacer de estos principios verdaderos criterios de organización de la vida en común. Este es el caso de Hermann Heller (1891-1933), una de las cabezas jurídicas más destacadas del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) durante la República de Weimar. Parte del ala reformista del SPD, Heller fue un destacado polemista. Cuestionó el lugar del marxismo como doctrina oficial del partido, mostrando su inconformidad con la concepción del Estado que lo identificaba como simplemente instrumento de clase. Celebre fue su discusión con Max Adler respecto a la pertinencia del concepto de “nación” para el socialismo, la cual valoraba positivamente. En 1920 fue arrestado junto a su maestro Gustav Radbruch por participar en una resistencia armada contra el Golpe de Estado de Kapp. Años más tarde, en 1932, se convirtió en el representante legal del partido en la causa judicial que impugnó el nombramiento de von Papen como canciller de la República en el preludio al ascenso del régimen nazi. Su declarado antifascismo y su consecuente defensa de las libertades políticas y sociales lo hacen un autor central en esa heterogénea tradición que podemos identificar como socialismo democrático. 

En su pensamiento los principios socialistas sirvieron como guía para una ambiciosa filosofía política que buscó replantear la relación entre Estado, democracia y derecho teniendo como horizonte la constitución de una democracia radical.

La obra de Heller puede ubicarse como una tercera posición empeñada en buscar su punto de equilibrio en una crítica equidistante a las premisas de sus contemporáneos Hans Kelsen y Carl Schmitt. Acusándolos de disolver la complejidad de la relación entre sociedad y derecho ya sea en un formalismo lógico o de un decisionismo irracional, Heller optó por un camino en el cual la validez social de las normas se convierte en el aspecto decisivo. En efecto, en su pensamiento los principios socialistas sirvieron como guía para una ambiciosa filosofía política que buscó replantear la relación entre Estado, democracia y derecho teniendo como horizonte la constitución de una democracia radical. Su posterior recepción tal vez haya quedado ligada a su prematura muerte y al hecho de que su obra póstuma, Teoría del Estado (1934), fuera publicada inconclusa. Lo cierto es que, paradójicamente, mientras que Schmitt ocupa actualmente un lugar en la mesita de luz de la izquierda intelectual y es una referencia transversal en las ciencias sociales, la obra de Heller es un territorio poco explorado fuera de la teoría jurídica. El objetivo de estas líneas es doble. Por un lado, convocar a redescubrir este clásico y por el otro, ofrecer algunas coordenadas que nos orienten en la difícil tarea de pensar esquemas y dispositivos de organización que respondan a las exigencias de una política propiamente (social) democrática.

LA DEMOCRACIA SOCIAL COMO CRISIS DE LOS CONCEPTOS POLÍTICOS MODERNOS

El proyecto intelectual de Heller parte de una sencilla premisa: el arribo de la democracia social es un dato histórico ineludible que empuja hacia una reforma radical de la organización colectiva. En efecto, el surgimiento y la paulatina consolidación de una sociedad cuya dimensión política no se reduce a su relación con el Estado tensionaba el marco del liberalismo decimonónico imperante hasta ese momento. Digámoslo claro: para Heller, el carácter social de la democracia tenía que ver, antes que nada, con el reconocimiento de una esfera política más allá del Estado. La posterior justificación de políticas redistributivas y de justicia social encuentra ahí su racionalidad: libertad e igualdad eran condiciones necesarias para una sociedad en la cual la participación política era un hecho vital.

Desde ese marco, la crisis de aquellos turbulentos años de la República de Weimar era aprendida por Heller bajo la figura de un desfasaje: la dinámica política existente no podía ser expresada adecuadamente en el estrecho dispositivo constitucional vigente. La constitución formal no se correspondía con la constitución material. Esto tenía como consecuencia que gran parte de los procesos políticamente significativos no encontraran un marco adecuado para ser captados y tramitados positivamente. Desde la óptica de Heller, la salida a esta crisis pasaba necesariamente por una revisión de los supuestos más profundos de la política moderna. Este es precisamente el objetivo que anima las páginas de su Teoría del Estado.

Para Heller era indispensable encontrar una fórmula constitucional en la cual el antagonismo resultara un aspecto productivo y no una anomalía cuya constante irrupción provocaba crisis globales. Por supuesto, este diagnóstico lo sitúo en las antípodas de Schmitt, a quien solía identificar como el “fascista alemán”.

Para Heller, el surgimiento de una política inter-societal había puesto en marcha una ola expansiva que desembocaba invariablemente en la crisis definitiva de los conceptos y metáforas que servían de sustento a la modernidad política. Al presuponer una sociedad habitada por organizaciones políticas no estatales (clubes, partidos, sindicatos, cooperativas, iglesias) que buscaban incidir políticamente a partir de criterios muy diversos, en la democracia social la relación entre Estado y sociedad no coincidía simétricamente con la distinción público/privado. Tampoco la representación parlamentaria podía presumir de una absoluta autonomía de lo político respecto a lo social. La metáfora de la “voluntad general” no alcanzaba para explicar el hecho de que la política encontrara su real magnitud en los contrapuestos intereses de una sociedad diversa. Como consecuencia de estos cambios el “pueblo” ya no podía ser considerado como un simple principio formal y abstracto. Por el contrario, era la sociedad de clases, en su compleja interdependencia y la politización de sus desigualdades, la que debía ocupar el lugar de sujeto instituyente, demandando para si un marco adecuado para expresar los conflictos que le son inherentes. La ambigüedad del término “política de masas” -de circulación profusa en las primeras décadas del siglo XX- apenas y disimulaba lo que en realidad era una verdadera mutación de los principios fundantes de la modernidad.

Desde la perspectiva de Heller, el Estado social y democrático a construir no se reducía al aumento cuantitativo de las funciones estatales. Se trataba, por sobre todas las cosas, de un nuevo modelo de organización que debía superar dialécticamente al Estado liberal de derecho conservando algunos de sus principios fundamentales (seguridad jurídica, protección de libertades políticas, división de poderes) pero reensamblándolos en una nueva forma capaz de responder a las exigencias de una política que tenía como base ya no al individuo abstracto y desarraigado de sus relaciones sociales sino a una sociedad de grupos. Para Heller era indispensable encontrar una fórmula constitucional en la cual el antagonismo resultara un aspecto productivo y no una anomalía cuya constante irrupción provocaba crisis globales. Por supuesto, este diagnóstico lo sitúo en las antípodas de Schmitt, a quien solía identificar como el “fascista alemán”.   

EL OBJETIVO DE LA POLÍTICA NO ES MANTENER EL ORDEN SINO ORGANIZAR LA COOPERACIÓN SOCIAL

A veces se pierde de vista que el concepto de lo político que ofrece Schmitt tuvo como único objetivo justificar un Estado total capaz de anular el antagonismo en la sociedad. En este sentido es importante marcar el vínculo directo que se da entre optar por una definición del conflicto en términos existenciales a partir de la oposición amigo/enemigo y una concepción negativa de la política en la cual ésta es interpretada como una guerra civil larvada. El gran temor de Schmitt era que la proliferación de los grupos políticos no estatales terminase fragmentando en múltiples vínculos sociales la lealtad de los ciudadanos al otrora poderoso Leviatán. En su perspectiva, esta situación le impediría al Estado concretar el pacto obediencia/seguridad que le había dado origen, abriendo con ello la puerta a la cual Hobbes le había puesto un cerrojo. Al no poder identificar un único centro político, Schmitt era incapaz de pensar otra alternativa que no fuera la catástrofe apocalíptica.

Si Schmitt emplazó política y guerra civil dentro de un mismo continuum, para Heller, por el contrario, la guerra civil era una frontera exterior de la política y en gran medida el símbolo de su fracaso: “La parte más importante de toda política la integran los esfuerzos para evitar el conflicto existencial entre amigo y enemigo”. Al igual que su rival, Heller cuestionaba la reducción de la política al ámbito estatal, pero no para posteriormente reivindicar el decisionismo estatal como medio para neutralizar el conflicto social sino con el objetivo de adaptar la función del Estado a una sociedad en la cual resultaba imposible conjurar el antagonismo.

En el dispositivo helleriano el antagonismo social no demanda del Estado una restauración del orden, sino que lo obliga a realizar constantes esfuerzos con el objetivo de organizar la pluralidad conflictiva de lo social.

Para Heller, el rasgo definitorio de todo grupo político es la voluntad de organizar y actuar la cooperación social a partir de criterios normativos específicos. En la democracia social, cada una de las agrupaciones políticas intenta elaborar formas de solidaridad a partir de principios muy diversos e incluso contradictorios. Esta característica también funciona para identificar el estatuto político del Estado, pero con una diferencia radical: este es la única organización que dispone del derecho para cumplir esa función. En un mismo movimiento Heller sitúa al Estado en un plano relacional frente a otros grupos políticos, pero reservándole al mismo tiempo una posición especial desde la cual podía cumplir una vital función de coordinación de las diversas solidaridades sociales: “el objeto específico de la política consiste siempre en la organización de oposiciones de voluntad”. En el dispositivo helleriano el antagonismo social no demanda del Estado una restauración del orden, sino que lo obliga a realizar constantes esfuerzos con el objetivo de organizar la pluralidad conflictiva de lo social. De esta manera el Estado deviene un objeto propiamente político: para cumplir su función está obligado a hacer política de frente a una sociedad respecto a la cual tiene una autonomía sólo relativa. Gobernar es organizar la sociedad.

LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA

Como consecuencia de la función social que Heller le adjudica al Estado, la construcción de legitimidad se convierte en el dato central de la política. En efecto, ¿de qué otra manera puede cumplir su misión el Estado si no es clarificando el contenido normativo a partir del cual se dispone a actuar la cooperación social? Para Heller, la dinámica de la democracia social debía ser complementada con los dispositivos de la representación institucional propios de la democracia política. Es precisamente en la tensión entre la sociedad (plural y conflictiva) y la producción democrática de la decisión estatal unitaria y vinculante que es posible ir adecuando y adaptando los parámetros mediante los cuales el Estado cumple su función social -tarea que por cierto nunca puede concluir definitivamente-. De ahí que el conflicto, es decir, la siempre latente posibilidad de que los grupos sociales rechacen o cuestionen la voluntad estatal, se convierta en un aspecto positivo pues auxilia en la tarea de volver inteligible ese espacio tan social como político en el cual el Estado tiene que actuar. La política se vuelve el único destino de la convivencia humana y el Estado no tiene otra salida que constituirse como un actor político singular dentro de una sociedad policéntrica.

Este esquema le permite a Heller salir del paradigma schmittiano de la guerra civil pues rompe con la relación de identidad entre la unidad del Estado y la unidad del pueblo. Si se concibe la unidad del Estado como algo relativo a la unidad del pueblo cualquier división y conflicto que surja en el segundo supondría a priori una amenaza para el Estado. Por el contrario, para Heller: “la realidad del pueblo y de la nación no revela, empero, por lo general, unidad alguna, sino un pluralismo de direcciones políticas de voluntad (…) Es inadmisible, sobre todo en la actual sociedad de clases, hablar de una unanimidad política». Con ello el Estado pierde toda sustancialidad y se convierte en una estructura de acción colectiva que si bien no resuelve la conflictividad social sí que permite procesarla políticamente. Para Heller el Estado no es la unidad del pueblo sino una unidad de dirección y conducción en el pueblo.

La creación política deja de ser autorreferencial y despojada de sus anteojeras es capaz de mirar la materialidad que frente a ella yergue. Lo social no agota lo político ni lo político agota lo social.

UNA NOTA FINAL: EL REGRESO A LA POLIS

A menudo se repite como un estribillo aprendido que la actual tarea de la política es la construcción de un pueblo. La obra de Heller introduce un matiz que puede resultar interesante de explorar. Si por el contrario se asume que el criterio de la política no pasa tanto por la creación sino por la organización de ese pueblo, por simple coherencia lógica uno tiene que reconocer la existencia previa de aquello que quiere organizar. La creación política deja de ser autorreferencial y despojada de sus anteojeras es capaz de mirar la materialidad que frente a ella yergue. Lo social no agota lo político ni lo político agota lo social. La actual discusión entre un populismo de derecha y otro de izquierda deja en un vacío la pregunta específica que toda la política se plantea. La conquista del poder no es nunca el fin sino el medio y la ausencia de un programa no puede ser un verdadero programa. Es indispensable dar la discusión sobre los criterios a partir de los cuales queremos organizar nuestra vida en común. La obra de Heller nos ofrece un buen ejemplo de una tentativa de hacer de la solidaridad un principio constitucional en torno al cual proyectar nuevas formas de organización. En este sentido considero que su obra puede servir como una referencia para reavivar los debates en las izquierdas democráticas.

Hacer una revolución, silbando bajito

Hacer una revolución, silbando bajito

Hermes Binner deja un legado político basado en la gestión responsable de lo público y un espíritu innovador. Su nombre quedará asociado por siempre a una conducta ejemplar y un compromiso irreductible con la democracia y la igualdad.

Tal vez,  a la mayoría del público, cuando piensa en Hermes Binner le venga a la mente su mirada cristalina, su tono sereno, su discurso moderado, su imagen de estadista, la pinta de hombre honesto. Lo cierto es que todo esto no alcanza para caracterizarlo acabadamente.

Entonces, algunos podrán agregar que fue un demócrata y persistente hacedor de la salud pública. Nuevamente, la descripción seguiría siendo insuficiente.

60 años de vida política fueron los transitados por Binner, desde su temprana participación en el Colegio Nacional en Rafaela a fines de los 50, militando por la educación laica, hasta su reciente partida.

En esos 60 años, una identidad de profundo contenido político se reconoce, junto con la continuidad de valores y metodologías. En la década de los ’60 llegó a Rosario a estudiar medicina y comenzó su militancia universitaria en el Movimiento Nacional Reformista, con un ideario afincado en el socialismo y la Reforma de 1918.

En los ’70, haciendo militancia social como médico en los barrios más pobres de la ciudad, se convenció que la salud de los humildes era condicionada por la falta de derechos sociales básicos e infraestructura, y que para resolver esto era necesario dar una respuesta política. En esa década participó de la fundación del Partido Socialista Popular y, en tiempos donde el país era dominado por la violencia, siempre apostó por una salida democrática y pacífica a la crisis institucional que, posteriormente, desembocaría en la peor dictadura de su historia.

Hermes Binner fue rostro y nombre de una esperanza, de una esperanza que fue posible en Rosario y en Santa Fe. Hermes Binner hoy ya es rostro y nombre de un ejemplo.

De aquellas primeras décadas de participación política tomó del socialismo una cultura de militancia, trabajo social, estudio y disciplina. Con el retorno de la democracia, el socialismo debió abrirse paso desde abajo en una coyuntura dominada por el peronismo y el radicalismo, y lo hizo sobre la base de aquella cultura militante laboriosa y metódica.

Como funcionario inició su carrera como secretario de Salud de la ciudad de Rosario, diseñando un sistema de salud masivo, eficiente, de calidad y público. Fue el inicio de una política de Estado modelo, admirada internacionalmente, y a la cual hoy se le sigue dando continuidad.

En 1995 fue electo intendente de Rosario, liderando una gestión que amplió la agenda de la política como ninguna otra y comenzando obras de magnitud. En medio de una oleada neoliberal que se materializó con gobiernos nacionales y provinciales del justicialismo, la gestión liderada por Binner fue a contramano, forjando un Estado municipal no solo comprometido con un sistema de salud en expansión, sino también pensando una concepción de ciudad con espacios públicos para todos, con una vida y producción cultural intensa, urbanísticamente innovadora, mirando al Río.

Resistiendo las presiones la Presidencia de la Nación, sostuvo el Banco municipal de Rosario, innovó y generó planes estratégicos, descentralizó y pensó las regiones, ideó una ciudad más allá de sus límites, como un área metropolitana integrada.

Saliendo de la agenda de carencias y pauperización que imperaba en la época, se desarrollaron obras y espacios públicos de calidad, se concretaron políticas sociales para dar respuesta a la creciente destrucción del empleo y hasta hubo imaginación y sensibilidad política para pensar la ciudad para la infancia.

A contrapelo de un periodo de desmovilización y retiro los ciudadanos de la vida pública, en Rosario comenzó a ejecutarse el presupuesto participativo, donde los rosarinos y rosarinas debatían y elegían que obras desarrollar en sus barrios. La profunda crisis de representación vivida en la argentina de 2001/2002 Binner la afrontó participando de las asambleas vecinales y en contacto con los reclamos sociales más urgentes. Cosechó respeto y aprobación popular incluso en esos tiempos aciagos. Hermes repetía cada vez: “No queremos ser buenos administradores del viejo Estado, queremos construir un nuevo Estado”. Sus gestiones innovadoras y transformadoras así lo refrendan.

En 2007 Binner obtuvo una holgada victoria que lo consagró gobernador, liderando una amplia coalición que, a diferencia de otras experiencias de este tipo, tenía un contenido político y un programa de gobierno preciso y concreto. Hizo de ese programa de gobierno el eje de su campaña: impreso y encuadernado se repartía en cada acto y recorrida.

En sus discursos decía muy claro que allí estaba escrito lo que iba a hacer y que, si no lo cumplía, podían usar esa publicación para reclamarle posteriormente. Es otro gesto de un distinto, jerarquizando así el vínculo entre votante y candidato, concretando una verdadera relación de representación, dándole sustancia a la democracia. Suena tan raro en un país donde vale todo para llegar, pero vale tan poco la palabra empeñada.

Hermes repetía cada vez: “No queremos ser buenos administradores del viejo Estado, queremos construir un nuevo Estado”. Sus gestiones innovadoras y transformadoras así lo refrendan.

Hermes Binner creía que la necesidad de nutrir la política con estudio, de no alejarla del mundo de las ideas y de formar equipos técnicos (pero no tecnócratas). Por eso fue uno de los fundadores del Centro de Estudios Municipales y Provinciales (CEMUPRO), una fundación que tenía por propósito desarrollar políticas públicas y abrir el espacio político a profesionales, intelectuales afines y distintos sectores de la ciudadanía. Decía que “hay que creer para ver”: la política no como táctica pragmática, sino como actividad creadora.

Su modelo de gestión llevó a Binner a la gobernación y allí mantuvo la impronta que había desarrollado como intendente. Nuevamente, los servicios públicos de salud e educación como grandes protagonistas, la creación del Ministerio de Trabajo, de Cultura y el de Seguridad. Jerarquizó a los profesionales públicos, reconociendo salarial y laboralmente a docentes, médicos y policías. Sostuvo el pago del 82% móvil para jubilados provinciales, comenzó un proceso de desarrollo del laboratorio público de la provincia, una enorme red de centros de salud y hospitales, capitalizó con inversiones multimillonarias a la EPE que padecía muchos años de abandono y comenzó a desarrollar una red de acueductos. Santa Fe volvió a tener, luego de 40 años, un programa de obras de gran escala.

Pensó para su pueblo fábricas culturales y comenzó a desarrollar un sistema de medios públicos provinciales para ver el mundo más allá de las cámaras de los canales porteños. Descentralizó el Estado y, de forma participativa, se elaboró el Plan Estratégico Provincial. Aumentó la coparticipación a municipios y comunas, con equidad y transparencia.

En su primer dia de gobierno firmó un decreto donde él mismo se impedía la posibilidad de postular jueces y creó el Consejo de la Magistratura. También en esa jornada quitó las vallas de contención que separaban la Casa de Gobierno de su propio pueblo y culminó su mandato poniendo en funcionamiento la primer elección del país con el sistema de boleta única y un nuevo procedimiento penal moderno y ágil. Titularizó a miles de docentes e instauró los concursos para el acceso al empleo público.

“Queremos un Estado que garantice derechos y no actúe por demandas”, decía. Y así, amplió la agenda de la gestión, con políticas para los jóvenes, con políticas de diversidad, con una agenda para los pueblos originarios olvidados, siendo la primera provincia en elaborar protocolos médicos para el acceso al aborto no punible y una de las provincias en el mundo que firmó acuerdos con la OIT para bregar por el trabajo decente y el combate al trabajo infantil.

Transparentó el control sobre las cuentas públicas y decretó el acceso a la información pública. Se plantó frente a la gigante empresa brasilera Odebrecht –conocida por corromper gobiernos de toda América Latina– quitándole la adjudicación de la mega-obra del acueducto Desvío Arijón – Rafaela, que había dejado el gobierno anterior. Gobernó sin la legislatura a su favor y bautizó a los senadores opositores como “la máquina de impedir” cuando estos se opusieron a los proyectos de reforma tributaria y constitucional, entre tantos otros. Cuando imaginó obras de jerarquía dijeron que eran “maquetas”, cuando propuso una estructura tributaria progresiva dijeron que era un “impuestazo”, cuando generó un Estado más cercano dijeron que era “gasto superfluo”.

Cuando imaginó obras de jerarquía dijeron que eran “maquetas”, cuando propuso una estructura tributaria progresiva dijeron que era un “impuestazo”, cuando generó un Estado más cercano dijeron que era “gasto superfluo”.

Binner defendió el federalismo y los recursos de Santa Fe, al punto de demandar ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación al Estado nacional por una deuda de la coparticipación. De aquella demanda, la provincia obtuvo una sentencia favorable por un monto que hoy supera los 100 mil millones de pesos y continúa impaga. Posteriormente, otras provincias argentinas tomarían el precedente santafesino para presentar idénticos reclamos.

Hermes Binner fue un cuadro político fundamental de la democracia argentina, un dirigente que sintetizó un perfil político. Conjugó compromiso social, agenda institucional, conducta ética, una mirada progresista sobre la ampliación de derechos y las necesidades de las minorías, y una metodología siempre democrática.

Mucho más que eso, esta impronta política pudo transformarla en una opción electoral exitosa y en una experiencia de gestión con gobernabilidad. Y, además, todo eso lo pudo concretar surgiendo desde experiencias políticas distintas a las más tradicionales, lo hizo desde abajo y paso a paso.

Su gestión y propuestas hablan de un dirigente que quiso para su pueblo el desarrollo, en el sentido más amplio y profundo, y lo hizo en un país incapaz de pensar más allá del corto plazo, de las urgencias y los atajos.

Su carisma y su “marca” electoral no se construyeron desde el rol del caudillo o gran orador o de estudios televisivos, ni con padrinazgos poderosos o grandes aparatos. A pesar de cultivar una mesura alejada de idiosincrasia apasionada de nuestro país y tener el physique du role de un político europeo, supo seducir a porciones grandes del electorado y despertar el respeto en la calle y en la arena política. Todos sabían que un hombre honrado y humano era el que habitaba a ese político, y eso despertaba confianza.

En el medio del ruido de la grieta, de las identidades “anti”, de las antinomias, de las crispaciones y los fanáticos, el tono sereno y el discurso moderado de Hermes Binner pasó bastante desapercibido para el gran público, sobre todo en la escena nacional.  Los reflectores y micrófonos de los medios estaban sobre otras figuras, con respaldo de grandes intereses y poderes ocultos.

Binner fue presionado muchas veces para sumarse a algún tipo de armado electoral tipo “Cambiemos”, pero no cedió. “Hay sumas que restan”, decía. En eso tampoco se equivocó. Tampoco aceptó sumarse a la transversalidad que en algún momento impulsó el kirchnerismo, no negoció los valores de su partido político ni quiso llegar de cualquier modo. Lo cortés no quitó lo valiente.

En el medio del ruido de la grieta, de las identidades “anti”, de las antinomias, de las crispaciones y los fanáticos, el tono sereno y el discurso moderado de Hermes Binner pasó bastante desapercibido para el gran público, sobre todo en la escena nacional.

En 2011 consiguió un segundo lugar en las elecciones presidenciales, pero la atomización electoral de esa elección y los rumbos que tomaron muchos actores políticos de cara a 2015 demostraron que el socialismo no pudo conseguir socios de peso para generar una tercera alternativa de gobierno con chances electorales. Por todas estas cosas, creo, nos perdimos de tener “más Binner”.

A la pintura de este hombre es necesario completarla diciendo que era un hombre culto, pero accesible, cálido. Su pasar austero y su conducta intachable hicieron que Binner culmine sus días en la sencillez y la privacidad de un entorno cotidiano, como podría haber en cualquier familia.

Silbando bajito pasó y se fue, dejando atrás una intensa vida. Fue el eco de su obra el que hizo que su nombre llegue hasta acá. Estoy seguro que el tiempo nos traerá la convicción de que detrás de ese silbar bajito, de su corrección y amabilidad, de la formalidad de su traje y su corbata, hubo un hombre que hizo una revolución. La revolución de construir y ejercer poder dignificando la política y utilizándolo para transformar para bien la realidad.

Hermes Binner fue rostro y nombre de una esperanza, de una esperanza que fue posible en Rosario y en Santa Fe. Hermes Binner hoy ya es rostro y nombre de un ejemplo. Un ejemplo que no nos permitirá la comodidad de decir “no se puede”, “son todos iguales”, un ejemplo que nos hará preguntarnos: ¿no será cuestión de “creer para ver”?