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Peste, flagelo y muerte

Peste, flagelo y muerte

La historia nos ha enseñado que los virus no sólo atacan cuerpos: también infectan imaginarios, alimentan miedos y potencian odios. Se construye un sistema de representaciones que no es aislado y ni mucho menos inocente.

El libro recientemente publicado por el historiador Renzo Molini “Peste, flagelo y muerte: Narrativas del estigma sobre el VIH en la prensa argentina de 1985”, expone con crudeza cómo el VIH fue, desde sus primeros momentos, mucho más que una cuestión médica: fue una herramienta para segregar, señalar y condenar.

Molini indica que “el VIH fue una excusa para radicalizar los discursos de odio contra las poblaciones disidentes”, particularmente hacia las personas homosexuales, migrantes, mujeres (prostitutas) y usuarios de drogas. El recorrido que realiza a través de 200 artículos periodísticos, demuestra cómo los principales diarios argentinos de la época contribuyeron a asociar la enfermedad a la inmoralidad, reforzando prejuicios y discriminaciones históricas. Este estigma que vemos consolidarse a través de los titulares periodísticos, nos explica el autor, tiene dos dimensiones, es cultural y social.

El recorrido que realiza a través de 200 artículos periodísticos, demuestra cómo los principales diarios argentinos de la época contribuyeron a asociar la enfermedad a la inmoralidad, reforzando prejuicios y discriminaciones históricas.

CASTIGO DIVINO

En un contexto de recuperación democrática, la prensa hegemónica argentina —aun sin censura directa— no cuestionó esas narrativas. Por el contrario, las reprodujo y amplificó. Como explica Molini: “La enfermedad no era solo un hecho biológico: se construía como un castigo moral, como un juicio social sobre ciertos modos de vida”. Sostenido principalmente por los sectores conservadores, quienes veían en el VIH una especie de castigo divino

Este trabajo se estructura en cuatro capítulos, en los que analiza el rol del modelo médico hegemónico, el impacto del estigma sobre la comunidad gay, la violencia simbólica contra las personas trans —invisibilizadas o degradadas en los medios—, y la criminalización de las mujeres afectadas por el virus. “Ligeras, putas y drogadictas” eran algunas de las etiquetas con las que los diarios de 1985 intentaban explicar el avance de la enfermedad.

Hoy, casi 40 años después, estos análisis son más urgentes que nunca. Mientras ONUSIDA, en su campaña mundial “Let Communities Lead” (2024), insiste en que el fin de la epidemia sólo será posible si se derriban las barreras del estigma y la discriminación, en Argentina asistimos a un alarmante retroceso.

RECORTE INHUMANO

El gobierno de Javier Milei ha implementado recortes brutales en políticas de salud pública y programas de prevención del VIH. Según la Fundación Grupo Efectivo Positivo (FGEP) el recorte llega a un 54,31% para la políticas de respuesta la VIH, Hepatitis Virales, ITS y TB respecto al 2024, se han reducido partidas destinadas a la compra de medicamentos antirretrovirales, campañas de testeo y educación sexual integral.

Más grave aún, desde el poder se alientan narrativas de odio que apuntan a minorías sexuales, mujeres, personas migrantes y pobres. Se pretende reinstalar la idea de que ciertos cuerpos, ciertas identidades, ciertos modos de vida son prescindibles. Como advierte Molini: “Se está reconstruyendo un sentido común donde hay vidas que valen menos”.

Desde el poder se alientan narrativas de odio que apuntan a minorías sexuales, mujeres, personas migrantes y pobres. Se pretende reinstalar la idea de que ciertos cuerpos, ciertas identidades, ciertos modos de vida son prescindibles.

Hoy en día, en Argentina, la compra de los insumos necesarios recaen en las provincias, generando a nivel nacional inequidades a lo largo del territorio que afecta a quienes más los necesitan. El 65% de la personas con VIH se atienden en el sistema público, y 70.000 personas reciben tratamientos antirretrovirales según los datos publicados por Fundación Soberanía Sanitaria. La falta de acceso a medicación, atención médica o prevención adecuada representa un riesgo sanitario y una vulneración flagrante de los derechos humanos.

CAMBIO CULTURAL

Trabajar transversalmente el tema del VIH significa entender que no basta con repartir preservativos o fomentar el testeo: se trata de transformar la cultura, derribar prejuicios, garantizar el acceso igualitario a la salud, construir comunidades donde nadie quede atrás. Como señala ONUSIDA: “Las comunidades deben liderar la respuesta”, porque sólo desde un enfoque basado en derechos humanos podremos erradicar la epidemia.

Molini es claro en lo que expresa a través de su trabajo: “La salud no es un estado individual: es un proceso profundamente cultural y social”. No podemos permitir que los objetivos económicos actuales naturalice el abandono, ni que la crueldad se disfrace de meritocracia.

Hoy más que nunca, debemos defender los derechos conquistados: acceso universal a medicamentos, campañas de prevención inclusivas, educación sexual integral en las escuelas, y respeto irrestricto a todas las identidades y cuerpos. El ataque al derecho a la salud es parte de una embestida más amplia contra todos los derechos humanos.

Debemos defender los derechos conquistados: acceso universal a medicamentos, campañas de prevención inclusivas, educación sexual integral en las escuelas, y respeto irrestricto a todas las identidades y cuerpos. El ataque al derecho a la salud es parte de una embestida más amplia contra todos los derechos humanos.

Cada nota estigmatizante, cada silencio cómplice, cada recorte presupuestario, deja una herida que nos condena a repetir la historia. Recordar, estudiar, denunciar: son actos de resistencia. Porque el VIH no discrimina. Las sociedades sí. Y porque cada vida arrebatada por la exclusión es una derrota colectiva.

La memoria es necesaria para entender nuestra realidad y la desconstrucción del odio es una forma de resistencia. El acceso a los derechos debe ser el centro de cualquier proyecto de sociedad que quiera llamarse humana.

La larga expedición de E. F. Knight: entrevista con Ernesto Inouye

La larga expedición de E. F. Knight: entrevista con Ernesto Inouye

Tras más de un siglo de su publicación original en inglés, se tradujo al español el diario del viaje que el escritor E. F. Knight hizo por la región del Litoral. Ernesto Inouye, traductor y editor de la obra, nos comenta lo relevante de dar a conocer ese libro tan idiosincrático. 

E. F. Knight y algunas imágenes de su «La expedición del Falcon»

 

Ernesto Inouye (Rosario, 1984) es Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Entre sus trabajos, quisiera destacar su investigación y el prólogo para Facundo Marull. Poesía reunida (EMR, 2018). Publicó, además, en coautoría, 40 esquinas de Rosario (Pulpo Edita, 2014) y Archivo Mikielievich. Obras y colecciones (EMR, 2019). Realizó las investigaciones bibliográficas para las antologías Ciudades, campos, pueblos, islas (ES, 2016) y Los ojos nuevos, y el corazón (ES, 2018), y para La literatura de Santa Fe. Un análisis histórico (ES, 2018). Entre los años 2017 y 2019 formó parte del equipo de trabajo del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Actualmente es el editor del sello artesanal ōmachi. Se desempeña como docente de piano y acordeón, y es pianista y arreglador del dúo de tango Vito Sptunik.  Esta entrevista para Vanguardia Digital, pone el foco en la edición de La expedición del Falcon (EDUNER / Ediciones UNL, 2024), de Edward Frederick Knight, cuya traducción y prólogo estuvo a cargo de nuestro joven colega.

Ernesto, para comenzar, quisiera que nos cuentes en qué momento te conectás con la obra de E.F. Knight, particularmente con La expedición del Falcon, y qué es lo que de ella te resultó atractivo.

The Cruise of the Falcon –que es el nombre original en inglés de la obra– llegó a mí a través de un pasamanos. Lo descubrió el abogado Diego Torresi de Cañada de Gómez en esa extraordinaria página que es archive.org. Él se encontraba rastreando en Internet bibliografía sobre su ciudad y la región. Torresi le hizo llegar el PDF del libro a Gerardo Álvarez, un historiador de su localidad. Este último se lo pasó a Martín Perisset –un caracarañense muy interesado en las historias de la región– con el fin de encontrar alguien que traduzca los fragmentos del libro referidos a Cañada de Gómez y Carcarañá. Perisset, que es coterráneo y amigo mío, me los hizo llegar para que los traduzca. Durante ese breve encuentro con Knight pude darme cuenta del gran escritor que era. Seguí leyendo su libro e investigué un poco. Me encontré con que nunca había sido volcado al español. Así que me me dispuse a traducir dos capítulos completos, que publiqué en una plaqueta que elaboré artesanalmente y titulé Las pampas (2020), y luego otros dos capítulos bajo el título El ascenso del Paraná (2021). Estas plaquetas llegaron a los editores de EDUNER a través de Martín Prieto y me propusieron trabajar más extensivamente en el libro.

Me sorprendió, de entrada, que este libro de viaje sobre los ríos Paraná y Paraguay no haya sido traducido en el período de su edición y, más todavía que, después de mucho más de un siglo, saber que tu traducción es la primera. A tus ojos, ¿cuál es el motivo de esa demora?

Yo también me sorprendí. Creo que tiene que ver muchas veces con casualidades. Esta traducción que hice es en realidad producto de casualidades. Es decir, si no se hubiera dado una serie encadenada de hechos fortuitos la edición no se hubiera realizado y quizás le tocaba a Knight permanecer unos años o unas décadas más sin contar con una traducción al español.

Puede que existan algunos factores que hayan colaborado en que permanezca durante casi ciento cincuenta años en las sombras para el lector hispanoparlante. Su viaje, por ejemplo, no estuvo en el marco de ninguna misión estatal, empresarial o institucional. Nadie estaba esperando resultados de esa expedición, sino que fue una iniciativa excéntrica y personal. La obra en inglés estaba dirigida y circuló principalmente entre los aficionados del yachting. Knight, luego de ese viaje y de escribir su libro, se convirtió en un precursor de la navegación en pequeñas embarcaciones y fue un autor de referencia del rubro. Quizás el mundo del yachting no tenga muchos vasos comunicantes con los círculos académicos y de las letras, y eso a lo mejor pudo retardar la llegada de una traducción. Pero son hipótesis sin mucho fundamento que habría que investigar.

«Su viaje, por ejemplo, no estuvo en el marco de ninguna misión estatal, empresarial o institucional. Nadie estaba esperando resultados de esa expedición, sino que fue una iniciativa excéntrica y personal».

En la introducción del volumen te ocupás de describir y retratar al grupo de “aventureros” que realizan el viaje. ¿Podés contarnos por favor los datos más sobresalientes de ellos?

Como decía, lo particular de este viaje es que no se trata de una expedición con fines empresariales, militares o científicos, sino recreativos, algo inusual en aquella época. Es un viaje entre amigos. La palabra “aventureros” que usás creo que les calza muy bien: no tienen un objetivo preestablecido sino que van en busca de experiencias. El capitán y dueño de la embarcación es Edward Frederick Knight, un joven abogado de veintiocho años, que se encuentra disconforme con su trabajo y está en busca de nuevos horizontes. Lo acompaña su amigo Arthur Jerdein, un exoficial de la empresa de logística naval The Peninsular and Oriental Steam Navigation Company, y del Royal Mail, el servicio postal del Reino Unido. Se suman a la expedición Andrews y Arnaud, dos abogados sin clientela, conocidos de Knight. Y completa la tripulación Arthur Cotton, un muchacho de quince años, mal comido y melancólico, que vagaba por el puerto de Southampton ofreciéndose para hacer changas. Ese es el equipo que atraviesa el océano Atlántico hacia el Río de la Plata. Knight y Jerdein tenían cierta experiencia en náutica. El resto no tenía idea.

Vale aclarar que para ascender los ríos Paraná y Paraguay contratan en el barrio de La Boca, en Buenos Aires, a un práctico italiano, conocedor del laberíntico sistema de canales, islas, meandros y remansos, que se suma a la tripulación y los guía hasta Asunción.

Hay tres ideas que, tomando en cuenta el viaje de Knight, vos señalas como parte de lo que denominas “una nueva tradición” de viajeros. ¿Podés explicar esos tres aspectos novedosos que señalás?

Hoy en día la idea de tener una embarcación propia y aprender a navegarla uno mismo no es nada fuera de lo común. Los yacht club y las escuelas de timonel proliferan por costas y riberas. Pero esto no fue siempre así. La navegación estuvo históricamente reservada para marineros de oficio. No estaba dentro de las posibilidades que un médico, un abogado, un corredor de bolsa tripularan su propia embarcación. A la navegación recreativa accedía solamente la aristocracia, que era capaz de solventar una tripulación de marineros propia.

Knight formó parte de aquellos precursores que demostraron que cualquier ciudadano –incluso sin grandes recursos económicos– podía acceder a una embarcación y aprender a navegarla con suficiente pericia. Es ilustrativo señalar la multiplicación de los yacht club en Reino Unido en aquellos años: 32 en 1867; 75 en 1875; 108 en 1895; 152 en 1900; alrededor de 200 en 1914. Knight fue un promotor de la navegación en pequeñas embarcaciones. Escribió dos manuales náuticos para neófitos.

Las tres ideas a las que hago referencia en el prólogo en relación a esta nueva tradición de viajeros son los siguientes: la exploración de mares no es necesariamente una actividad exclusiva de marineros y puede ser aprendida por el común de la gente; se puede navegar en aguas abiertas con una tripulación reducida o en solitario; estas dos ideas socavaron una tercera que estaba muy establecida: la navegación es una empresa reservada a la aristocracia.

«La expedición del Falcon» de E. F. Knight y su traductor Ernesto Inouye.

 

¿Qué semejanzas y qué diferencias encontrás con otros relatos de viajeros del siglo XIX?

Creo que lo que principalmente diferencia el relato de Knight del de otros viajeros de la época es que su viaje, como mencionaba en la pregunta anterior, no era utilitario, es decir, no viajaba con un fin específico –comercial, militar, científico, etc.– sino por el simple hecho de viajar. Ese es el espíritu del yachting, es decir, de la navegación por placer. Esa falta de compromisos con nadie hace que a su viaje lo caracterice la espontaneidad, la improvisación, y así también a su relato.  Al llegar al Río de la Plata, por ejemplo, luego de la travesía transatlántica, la tripulación se dispone a ascender por el río Paraná. Pero los lugareños le recomiendan, por el calor y los mosquitos, realizar el ascenso  cuando pase el verano. Entonces Knight y sus amigos deciden realizar una cabalgata hasta Tucumán que les lleva seis meses. Recién al regreso retoman el plan de remontar el Paraná.

El tono de la prosa de Knight me hizo acordar desde un principio al de un libro que había leído varios años atrás: Viaje al Japón, de Rudyard Kipling. Combina humor e ingenio, y cierto tono burlón –que a veces llega al menosprecio– hacia las otras culturas. Puede que este rasgo de soberbia en uno y otro tenga su origen en la situación dominante en la que se encontraba por esos años el Imperio Británico.

Mientras trabajaba en la traducción leí otros títulos de la colección El país del sauce, donde salió publicado La expedición del Falcon, y otros títulos de EDUNER. Me pareció muy divertido contrastar los paisajes de Knight con, por ejemplo, los de Lina Beck-Bernard o el de Theodore Child, que viajaron más o menos por los mismos lugares y en la misma época. Y fue muy interesante también leer los relatos de Ulrico Schmidl o el de Roberto Arlt, que ascendieron por el Paraná, respectivamente, mucho más atrás y mucho más adelante en el tiempo. La colección El país del sauce nos facilita una visión caleidoscópica y diacrónica del río Paraná.

«Su prosa se caracteriza por privilegiar la construcción de escenas, el humor, el giro ingenioso, lo sorprendente. Se deja llevar por sus intereses y no tiene problema en irse por las ramas con algún asunto particular o en realizar grandes elipsis. Ese carácter le da un aire fresco y descontracturado a su escritura».

En un fragmento se puede leer “es peligroso darse un baño en el río Paraguay o en el alto Paraná a causa de unos diminutos peces que infestan algunos sectores de estos ríos”. La descripción sigue. Como lector, me imagino que pueden ser palometas. Me llama la atención que en el relato del viajero inglés hay zonas donde puede nombrar con precisión pescados, armados, patíes, dorados, y en otros, como en el que transcribí, los deja en una zona de misterio, donde ni siquiera utiliza la perspectiva comparativa al señalar algo similar de Inglaterra. ¿Qué motivos puede tener esta forma de narrar? ¿Es un recurso literario, de crear enigmas, o se puede asimilar a algunas de las figuras del “otro” descriptas por Todorov?

Knight utiliza muchos nombres de especies animales y vegetales a lo largo de su obra, pero muchas veces de forma imprecisa y a veces equivocada. Hace uso de nombres de especies europeas –sobre todo en las aves– para referirse a especies sudamericanas de aspecto similar a las que él conoce. Cuando elaboré aquella plaqueta El ascenso del Paraná, consulté a un grupo de investigadores de las aves del Litoral y me señalaron todas las imprecisiones y errores que cometía Knight. No existe en su relato un afán de exhaustividad, un plan sistemático, en cuanto a la clasificación de especies naturales, aunque es un gran observador y un escritor excelente. En todo caso, creo que la mención de tal o cual animal o planta responde a los fines anecdóticos de su relato. Su prosa se caracteriza por privilegiar la construcción de escenas, el humor, el giro ingenioso, lo sorprendente. Se deja llevar por sus intereses y no tiene problema en irse por las ramas con algún asunto particular o en realizar grandes elipsis. Ese carácter le da un aire fresco y descontracturado a su escritura. Sí creo, en relación a la pregunta, que hay un intento permanente por poner al lector ante maravillas y curiosidades, revelar misterios ocultos.

Hay una descripción muy interesante en un pasaje sobre una carrera de caballos. Lo que se cuenta necesita ubicar al lector con situaciones europeas, particularmente inglesas. Este tipo de escenas se repite a lo largo de su relato de viaje. ¿Cómo creés que piensa al lector de sus notas Knight? ¿A quién o a quiénes les habla?

Como decís, en muchas ocasiones Knight se refiere a costumbres, calles, construcciones, festejos, personalidades inglesas para describir, por similitud o contraste, asuntos sudamericanos. Creo que es un modo eficaz de transmitir una idea. Justamente por esta característica de su escritura es que la traducción que realicé viene acompañada por algunas notas que buscan sortear la distancia de bagaje cultural que podemos tener nosotros –argentinos del siglo XXI– con los lectores originales de esta obra –ingleses de finales del siglo XIX–. Sin dudas Knight se dirige de forma general a sus coterráneos y contemporáneos, y más puntualmente –de manera explícita– a los navegantes ingleses de yates, esos aventureros que por aquellos años, con más o menos recursos, empezaban a tripular en sus propias embarcaciones.

100 años de socialismo: homenaje a Alfredo Bravo

100 años de socialismo: homenaje a Alfredo Bravo

Este 30 de abril, Alfredo Bravo cumpliría un siglo de existencia. Su trayectoria militante y su compromiso político siguen siendo un mojón para todos los socialistas argentinos. Jorge Vilanova y Américo Schvartzman nos invitan a recorrer su vida y legado. 

Fundador de la CTERA (Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina) y de la APDH, (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), socialista hasta la médula, Alfredo Pedro Bravo, símbolo de la lucha por los derechos humanos y la justicia social, por la educación pública y la cultura popular, nació casi por casualidad en Concepción del Uruguay el 30 de abril de 1925. Pero siempre se manifestó orgulloso de esa cuna, y tuvo fuertes vínculos con la ciudad.

“Jamás en mi vida hice del odio una forma de vivir y proyectarme, ni aún contra los que me torturaron y destruyeron mi familia. Un hombre con odio no puede ser un maestro, no se puede inculcar el resentimiento a los chicos. Si uno se encasilla en el odio, este termina destruyéndolo a uno”. Así pensaba Alfredo Bravo.

El 26 de mayo de 2003 fallecía este docente tozudo, identificado históricamente con el socialismo, pero cuya figura trascendió ámbitos partidarios o sectoriales para convertirse –por trayectoria, personalidad o prestigio– en un símbolo del imaginario colectivo nacional, el “maestro Bravo”.

Ese mismo año, en abril, había visitado Concepción del Uruguay por última vez, como candidato a Presidente de la Nación. Llegó en un viejo Peugeot 504 sin aire acondicionado, con el que hizo miles de kilómetros en esa campaña.

Su compañero de fórmula narraba que “aún en los pueblitos más pequeños o alejados, la gente se acercaba a decirle: siga adelante con su lucha, profesor, con su honestidad”. El prestigio de Bravo trascendía el resultado de una elección, era el reconocimiento a una vida de lucha.

Socialista, “ateo no dogmático” (en sus palabras), tanguero, orgulloso maestro de escuela, gallina fanático, galán hasta en la vejez, apasionado por la libertad y la igualdad, defensor irreductible de los derechos humanos contra la dictadura que fuera, incluso las autodenominadas “de izquierda”, indisciplinado y tanto que se fue de su partido varias veces y, pese a eso, terminó siendo emblema de la reunificación del socialismo en la Argentina.

Alfredo fue un luchador inolvidable, de corazón puro y mente abierta, individualista (en el mejor sentido) como debe serlo quien de verdad tiene firmes convicciones igualitaristas, humanistas y democráticas. La única disciplina que admitía era la sujeción a sus ideales.

Alfredo fue un luchador inolvidable, de corazón puro y mente abierta, individualista (en el mejor sentido) como debe serlo quien de verdad tiene firmes convicciones igualitaristas, humanistas y democráticas. La única disciplina que admitía era la sujeción a sus ideales. En la biografía que le hizo Jaime Rosemberg, Alfredo cuenta: “Nací el 30 de abril, entre el Día del Animal y el Día del Trabajador. Y así soy: mitad animal, mitad trabajador”.

Aunque se lo llamaba “Profesor”, él siempre aclaraba: “Soy maestro, maestro de grado”. Y estaba orgulloso de serlo.

Pero Alfredo Bravo, además de maestro normal, fue dirigente sindical, subsecretario de Educación de la Nación, copresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, diputado nacional, presidente del Partido Socialista y senador elegido por los vecinos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cada sitio que ocupó fue parte de su pelea a favor de la vida y contra todas las formas que representaban la muerte.

Alfredo Pedro era el tercer hijo de Ángela Conte y de Francisco Bravo. Ella, ama de casa y él, empleado telefónico que adhería al anarquismo. Un traslado laboral del padre, casi por casualidad, determinó que Alfredo naciera en Concepción del Uruguay el 30 de abril de 1925. Pero, como tantas otras cosas en la vida de Alfredo, cubre este hecho algo de nebulosa leyenda: no existe documentación que lo asegure, tan solo el testimonio del propio Alfredo, quien siempre aseguró haber nacido en nuestra ciudad.

Alfredo Bravo repartiendo flores en un acto partidario.

La estancia en Entre Ríos fue breve: cuando Francisco y Ángela hicieron las valijas para volver a Buenos Aires se disolvió la posibilidad de que Alfredo creciera como un gurisito costero y se afianzó su destino de pibito porteño. En la capital, los Bravo Conte instalaron una panadería en el barrio de Villa Urquiza. El niño Alfredo estudiaba y jugaba al fútbol en Platense, y trabajaba en el emprendimiento familiar. A la vez, iba conociendo la bohemia de la noche porteña de los años ‘30 y ‘40.

A los 18 años se afilió al Partido Socialista. Admiraba el ideario y la conducta de Alfredo Palacios, “en el sentido de cambiar las cosas para el pueblo, para los trabajadores, enseñarles sus derechos y darles una vida mejor”. Eso no le impidió disentir con el viejo mosquetero y con toda la conducción socialista de la época por la cerrada posición de apoyo al golpe que derrocó al peronismo.

Bravo y treinta jóvenes del partido se rebelaron en contra de la participación de socialistas en el gobierno de facto, y fueron expulsados del PS en 1956. “No soy antiperonista, pero tampoco soy peronista. Le marco defectos, como la falta de respeto por las libertades públicas y la prensa independiente que hubo en sus gobiernos, y señalo también sus virtudes, como poner en práctica las leyes sociales por las que trabajaron Palacios y otros dirigentes en el parlamento”, diría muchos años más tarde a su biógrafo, el periodista Jaime Rosemberg.

Después de egresar en 1944 como maestro en el Normal de Avellaneda, su primer destino laboral fue el Chaco santafesino, donde vio “las ganas que tenía esa gente de aprender, a pesar de que le faltaba casi todo. Entendí que la educación es una mano solidaria que debe extenderse a quienes lo están necesitando”.

De esa experiencia recordaría mucho después: “Los hacheros me venían a defender cuando los patrones me querían sacar a patadas, porque yo les enseñaba matemáticas a los indios del Chaco para que no les robaran más”.

Se dedicó a la lucha gremial docente incorporándose a la Confederación de Maestros y Profesores y fue uno de los redactores del Estatuto del Docente que se aprobaría en 1958, en tiempos en que el país era presidido por el radical Arturo Frondizi. Ese Estatuto será el origen de los derechos y obligaciones de los trabajadores, que terminó con las designaciones arbitrarias en la carrera.

Poco después, bajo la dictadura del general Juan Carlos Onganía, que atacaba la escuela pública primaria y sarmientina, e intentaba derogar el Estatuto Docente, Alfredo contribuyó a unificar la lucha y los gremios educativos le doblaron el brazo al dictador. De esas movilizaciones salió el puntapié para la unidad docente, que daría sus frutos el 11 de septiembre de 1973 en Huerta Grande, Córdoba, al formarse la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina, la CTERA.

En esa acta de fundación, tan simbólica, la firma de Alfredo Bravo aparece junto a la de Bebe Fernández Canavessi, legendario gremialista docente de Concepción del Uruguay y amigo personal de Alfredo. Pero la celebración no fue completa. El primer comunicado de CTERA fue en solidaridad con el pueblo chileno que, ese mismo día, perdía su democracia y a su presidente Salvador Allende. La CTERA nacía asumiendo toda una posición frente a la vida.

Eran los prolegómenos de la peor época de la Argentina. Alfredo, que había rechazado toda violencia desde siempre, impulsó junto a Oscar Alende, Alicia Moreau de Justo, Raúl Alfonsín, Adolfo Pérez Esquivel y Jaime de Nevares –entre otros– la creación en 1975 de la Asociación Permanente por los Derechos Humanos (APDH). La violencia de las organizaciones armadas dio la excusa para la peor violencia imaginable: el terrorismo de Estado. A la convicción le puso el cuerpo, reclamando en comisarías, cuarteles y ministerios por hombres y mujeres que desaparecían a diario.

Cuando Alfredo recuperó la libertad, el cuerpo conservó las marcas profundas. “Recibí picana, crucifixión, submarino, cubo, picana colectiva (…) Cuando me sacaron del colegio donde daba clases pesaba 81 kilos. Cuando dejaron de torturarme pesaba 45. Era un viejo de 80 años pese a que tenía 52”, contaba en una entrevista. Estuvo trece días desaparecido, en un limbo entre la vida y la muerte, y luego nueve meses preso, y otros seis meses en prisión domiciliaria y libertad vigilada.

Hasta que el 8 de septiembre de 1977 él mismo pasó a ser uno de esos desaparecidos, y sufrió la tortura de los esbirros de un entrerriano infame: el general Ramón Camps. Bravo estaba dando clases en una escuela de Buenos Aires cuando varios hombres fuertemente armados irrumpieron en el aula y lo arrastraron hasta el automóvil donde comenzó al calvario. “Me vendaron los ojos, me esposaron las manos hacia adelante, comenzaron a golpearme y me hicieron bajar del coche. Cuando caí al suelo comenzaron a sonar tiros. Fue un simulacro de fusilamiento. Después se produjo una disputa entre mis secuestradores. Uno de ellos decía que no me podían matar allí porque no habían traído el combustible y los neumáticos necesarios para quemarme porque, decían, los subversivos dan mal olor”.

Su esposa interpuso al día siguiente de su detención un recurso de hábeas corpus y publicó una solicitada en el diario La Prensa solicitando se le diga dónde y cómo se encontraba. La APDH publicó un folleto reclamando su libertad, y el 20 de septiembre presentaron un Memorial manifestando preocupación con la firma de 60 personalidades, entre ellas el obispo Jaime de Nevares, Ricardo Balbín, Alicia Moreau de Justo, Arturo Umberto Illia, Raúl Alfonsín, Carlos Fayt, Gregorio Klimovsky, etc. El reclamo por su vida y su libertad tuvo un alcance internacional. La preocupación tenía sobrados motivos: la ola de desapariciones de la dictadura ya se había cobrado la vida de dirigentes de CTERA como Isauro Arancibia, Eduardo Requena y Marina Vilte. Bravo, dirigente de la APDH y de CTERA, era un objetivo estratégico de los militares represores.

El presidente estadounidense James Carter reclamó por Bravo y otros desaparecidos al dictador Jorge Rafael Videla cuando el 9 de septiembre de 1977 asistió a la Casa Blanca para firmar el tratado de Panamá.

Cuando Alfredo recuperó la libertad, el cuerpo conservó las marcas profundas. “Recibí picana, crucifixión, submarino, cubo, picana colectiva (…) Cuando me sacaron del colegio donde daba clases pesaba 81 kilos. Cuando dejaron de torturarme pesaba 45. Era un viejo de 80 años pese a que tenía 52”, contaba en una entrevista. Estuvo trece días desaparecido, en un limbo entre la vida y la muerte, y luego nueve meses preso, y otros seis meses en prisión domiciliaria y libertad vigilada. Sus padecimientos no terminaron allí. Con el tiempo pudo identificar la voz de uno de sus torturadores. Lo reconoció en el marco de los Juicios por la Verdad: era Miguel Etchecolatz, mano derecha de Camps, condenado a 23 años de prisión pero liberado gracias a la ley de Obediencia Debida, la misma por la cual Bravo renunció a ser parte del gobierno de Alfonsín.

El 28 de agosto de 1997 en el programa de televisión Hora Clave, de Mariano Grondona, a Bravo le tocó cruzarse con el represor suelto. El penoso episodio pretendía poner a la misma altura al represor y a su víctima, algo inadmisible para quien crea en la justicia. La APDH emitió un comunicado: “Bravo fue una víctima del terrorismo de Estado, y el otro, un victimario, no porque Bravo o nosotros así lo afirmemos, sino porque la Justicia así lo determinó y dictó condena, en juicios ejemplares y reconocidos mundialmente”.

Nora Cortiñas, Adolfo Pérez Esquivel y Alfredo Bravo.

Cesanteado por el gobierno militar de su cargo docente, Alfredo se convirtió en vendedor de libros para sobrevivir. Se cuenta que directoras y directores de escuelas, a sabiendas del riesgo que implicaba, le abrían las puertas para que el querido compañero pudiese ganarse la vida. Recuperada la democracia, en 1983, el presidente Raúl Alfonsín lo convocó a la Subsecretaría para la Actividad Docente, desde donde, entre otras cosas, facilitó la reincorporación de los maestros y profesores expulsados por la dictadura.

“Yo no fui funcionario de un gobierno radical, si no funcionario de la democracia, un régimen al que había que reconstruir después de muchos años de dictadura”, diría años después. Pero Alfredo, siempre coherente, renunció al cargo cuando Alfonsín impulsó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. “Me obligaron mi dignidad y mi conciencia” dijo públicamente. Volvió a la dirección de su escuela, renunciando a la jubilación de privilegio que le correspondía por ley.

A mediados de los 80 volvió a la militancia socialista, primero en la Confederación Socialista liderada por la enorme Alicia Moreau y luego en el Partido Socialista Democrático. En cierta medida fue su figura la que redimió a ese viejo partido, al desplazar a dirigentes antiguos, algunos de los cuales habían dado su apoyo a la dictadura. Acompañó a Guillermo Estévez Boero como candidato a vicepresidente en 1989 por la Unidad Socialista, primer esbozo de la reconstrucción del viejo Partido.

Fue elegido diputado en 1991 y junto al titular del Socialismo Popular y al fiscal Ricardo Molinas batallaron contra el menemismo desde el Congreso cuando el neoliberalismo significaba el inminente fin de la historia. En 1994 fue elegido Convencional Constituyente y participó de distintos intentos de reunir a las fuerzas progresistas, como el Frepaso y la Alianza, que lo consagraron como legislador.

Héctor Polino escribió que para Alfredo “la lucha por la libertad debía conjugarse con la justicia social. Trabajó por una sociedad democrática, laica, humanista, libertaria. Demostró que se puede pasar por la función pública, sea en cargos ejecutivos o legislativos, sin ensuciarse en el lodo de la corrupción”.

Héctor Polino escribió que para Alfredo “la lucha por la libertad debía conjugarse con la justicia social. Trabajó por una sociedad democrática, laica, humanista, libertaria. Demostró que se puede pasar por la función pública, sea en cargos ejecutivos o legislativos, sin ensuciarse en el lodo de la corrupción”.

En 1998 presentó un proyecto de ley para derogar las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, acompañado por Jorge Rivas, Adriana Puiggros, Marcela Bordenave entre otros legisladores para poder reabrir los juicios contra los represores.

Los radicales no podían creerlo, tampoco el líder del Frepaso, Chacho Álvarez que lo menos que quería era agitar las cosas.

“Inorgánico y poco apegado a las estructuras” como lo describió Rosemberg, no se detuvo a preguntarle a sus compañeros de la Alianza si lo acompañarían en esa lucha. El 25 de marzo ambas leyes fueron derogadas. Tampoco pidió permiso para cuestionar a funcionarios del gobierno de la Alianza, y en especial –si bien ya no integraba el bloque– cuando Domingo Felipe Cavallo fue designado en Economía.

Alfredo nada tenía que hacer allí, ante las políticas neoliberales del gobierno al que había apoyado. Por eso en abril de 2000 rompe con la Alianza y en octubre de 2001 es elegido senador nacional por el ARI, espacio que ayudó a crear. Lo secundaba en la boleta su amiga Susana Rinaldi. Nunca pudo ocupar el cargo, ya que, por un subterfugio judicial, la banca obtenida le fue entregada a Gustavo Béliz.

Poco después, en 2002, se reunifica el Partido Socialista que se había atomizado a partir de 1958. ¿Y quién mejor para simbolizar esa nueva esperanza? Alfredo Bravo fue elegido presidente del Partido. Como diría para despedirlo Rubén Giustiniani, su compañero de fórmula, quien lo acompañó en el viejo Peugeot 504, Alfredo “conjugó muchos verbos, y uno de ellos el de la unidad. Unió a los maestros argentinos, unió al socialismo después de 44 años de estériles divisiones. Demostró con su accionar que la unidad no se declama, se practica”.

Su última campaña en 2003 profundizó sus malestares físicos. Pero fueron otros los dolores. En una larga carta desnudó la soledad que sintió durante la campaña, “exhausto y enojado con propios y ajenos”, en “una despedida electoral que no merecía”, como afirma su biógrafo Rosemberg. La carta, cruda y directa, circuló entre toda la militancia, y mostraba todo su malestar.

En el final reflexionaba: “Desecho cualquier actitud indulgente porque creo que una derrota, como muchas que he tenido en mi vida, es un estímulo eficaz para producir una buena lectura de la Historia. Por eso no puedo bajar los brazos y retirarme de la actividad política, como pensé en algún momento. Soy socialista y rescato a todo aquel compañero que sinceramente lo sienta y lo manifieste. Rechazo a los oportunistas, que nunca faltan y a los que traicionan el ideario, los principios y valores que sustentan el socialismo”.

Alfredo nunca perdió el vínculo entrerriano: como secretario general de CTERA, como integrante de la APDH o como dirigente político, regresaba periódicamente a su ciudad natal. La Biblioteca Popular El Porvenir le abrió sus puertas para que en el final de la dictadura el viejo militante de los Derechos Humanos extendiera sus ideas al pueblo de Uruguay.

Bravo fue un uruguayense de nacimiento y porteño por adopción, casado con Marta Becerini, padre de dos hijos, fanático de River Plate, club del cual fue candidato a presidente en 1997, y también un poquito hincha de Platense.

Fue también autor de piezas teatrales y de las “Obras maestras del terror” que interpretadas por Narciso Ibáñez Menta, apasionaban a la Argentina de los años 60. Escribió libros como “El Congreso Pedagógico en el Congreso Nacional 1882”, “Historia y presente de la pena de muerte” y otro que nunca terminó de corregir: “Otario que andás penando”. Amante de las azaleas que cultivaba y regaba con pasión para que florezcan cuatro veces al año, también lo fue del tango y de la voz de Josephine Baker.

Sus valores: la libertad, la igualdad y la solidaridad; su actitud, coherente y honesta, su compromiso con los más débiles; su humanismo, lo colocan en la memoria de un pueblo que lo respetó y admiró, por sobre diferencias políticas.

Sus valores: la libertad, la igualdad y la solidaridad; su actitud, coherente y honesta, su compromiso con los más débiles; su humanismo, lo colocan en la memoria de un pueblo que lo respetó y admiró, por sobre diferencias políticas.

Un aspecto menos conocido es el de su condición de masón, en la que tuvo el grado intermedio de “compañero”. Fue iniciado en la Logia “El Fénix” del Gran Oriente Federal Argentino. Con la habitual discreción masónica, muchas personas descubrieron su pertenencia cuando tras su fallecimiento se publicó un aviso fúnebre donde la Masonería Argentina participaba “el fallecimiento de su querido hermano y distinguido ciudadano”.

Como legislador, las preocupaciones de Alfredo fueron las mismas de toda su vida: presentó el proyecto de Ley General de Educación, confrontando con la menemista Ley Federal de Educación; propuso un régimen de Planificación Familiar en torno a la procreación responsable; quiso preservar el Banco Hipotecario como entidad destinada a financiar la construcción de viviendas populares; propuso una ley sobre habeas data (libre acceso a la información existente en los archivos públicos), entre otros. Bravo tenía en claro que “todo hay que hacerlo con el pueblo. Sin el pueblo, nada camina, y para eso hay que hacer docencia”. Y sostenía con firmeza que “en una sociedad solidaria es el Estado quien garantiza la igualdad de oportunidades y posibilidades educativas”. En 1988 la Unesco (la Organización de las Naciones Unidas para la Cultura y la Educación) le otorgó su Premio Anual.

Alfredo ha tenido diversos reconocimientos al transcurrir el tiempo. El Partido Socialista de Concepción del Uruguay, el 20 de agosto de 2010 inauguró una Biblioteca Popular con su nombre. El 30 de mayo de 2013, en el Concejo Deliberante de su ciudad se presentó un proyecto para designar con su nombre una calle en el barrio docente “Congreso de Oriente”. Varias escuelas en el país llevan el nombre de Alfredo. En Godoy Cruz (Mendoza), en Santa Fe, en Río Ceballos (Córdoba). La estación Callao de la Línea B del subte porteño se llama «Maestro Alfredo Bravo». Agrupaciones gremiales docentes llevan también su nombre como emblema.

Quizás a él no le hubieran gustado tantos homenajes, pero seguramente lo hubiera emocionado la despedida con la que lo honró Laura Bonaparte, Madre de Plaza de Mayo (Línea Fundadora), entrerriana como Alfredo, un poema en homenaje, en donde entre  otras cosas dice: “Compañero Maestro de la educación laica y gratuita. / No te doblegó la tortura / Tampoco el fraude / Y la ausencia de justicia te dio fuerzas para hacerla existir / Enemigo de las mafias políticas y religiosas / Maestro de las y los diferentes / Maestro de marginadas y marginados / Te despedimos con mucho dolor / Las compañeras de compañeros / Las religiosas y las laicas / Las políticas amigas / Las que aramos la tierra / Las que hacemos música / Las que cantamos / Las mujeres comunes / Las luchadoras / Las que buscamos a nuestros hijos / Las que curamos heridas / Las que estamos en la casa / Las que caminamos las calles / Las que hablamos en las aulas / O en las calles, paradas desde la tribuna / Te despedimos con mucho dolor…”.

Otra vez sopa

Otra vez sopa

En febrero, cuando aún duraba la euforia por las vacaciones baratas, advertimos sobre las consecuencias que el nuevo ciclo de apreciación financiera y atraso cambiario iba a tener sobre la estabilidad económica. En esos meses, Milei tildaba estas advertencias como críticas de “mandriles” y reiteraba su latiguillo de “no la ven”.

El viernes pasado el “master plan gubernamental”, probó su límite y los argentinos amanecimos nuevamente endeudados con el FMI y otros organismos internacionales por 42 mil millones de dólares y con un nuevo régimen de flotación cambiaria.

Pese a la puesta en escena triunfalista del gobierno nacional, hay motivos reales para estar preocupados. Los argumentos se pueden ordenar en torno a tres puntos que dialogan con los principales mensajes que circularon en la opinión pública: en primer lugar la idea de que el gobierno devalúa es engañosa y fundamentalmente incompleta, porque no devalúa para todos, para algunos aprecia. La clave y el aspecto más importante de una política como la anunciada es la deuda pública en moneda extranjera tomada por el gobierno nacional y finalmente, no pretenden corregir los problemas previos (que el propio gobierno admite), sino comprar tiempo político con un altísimo costo social y productivo.

DEVALUACIÓN PARA UNOS, APRECIACIÓN PARA OTROS.

El viernes pasado el gobierno abandonó el esquema monetario en donde convivían múltiples tipos de cambio, pero al que podemos simplificar en dos grandes referencias: el tipo de cambio oficial o comercial, y el tipo de cambio paralelo, libre o financiero, que determinaban, lo que se denominaba, “la brecha”, es decir, la diferencia entre ambos.

La denominada “fase 3” del plan económico implica un tipo de cambio que fluctúa dentro de una banda móvil, con un piso de $1.000 y un techo de $1.400, cuyos límites se irán ajustando mes a mes a una tasa fija. Cada vez que el dólar pase esos límites el Banco Central de la República Argentina (BCRA) se compromete a intervenir para que la cotización no supere esos montos.

Hasta hace una semana, el dólar comercial estaba cotizando en torno a los 1.100 pesos y el financiero llegó a los 1.350 pesos aproximadamente. Con la nueva fluctuación, el gobierno eligió poner el piso cercano al dólar comercial y el techo cercano al financiero, es decir que, para el comercial, se habilitó una depreciación y para el dólar financiero una probable re-apreciación. Entonces ¿Se puede hablar lisa y llanamente de una devaluación?

Con la nueva fluctuación, el gobierno eligió poner el piso cercano al dólar comercial y el techo cercano al financiero, es decir que, para el comercial, se habilitó una depreciación y para el dólar financiero una probable re-apreciación. Entonces ¿Se puede hablar lisa y llanamente de una devaluación?

Para el dólar comercial, que afecta el costo de vida, el salario real y la actividad económica sí, pero para el dólar financiero, no. Los títulos en pesos que hasta la semana pasada llegaron a cotizar a 1.350 por dólar y estaban desarmándose para pasarse a posiciones dolarizadas, consumiendo reservas del BCRA, esta semana se revalorizaron con un nuevo tipo de cambio más bajo.

Sea donde sea que se ubique el dólar finalmente, supondrá cierta devaluación comercial y cierta apreciación financiera.

SIEMPRE FUE LA DEUDA

La opinión pública pasó por alto en los últimos días el enorme volumen de deuda externa anunciada por el gobierno. Si se suman todas las deudas anunciadas se llegaría a un total de 42 mil millones de dólares, el equivalente a la mitad de las exportaciones de la Argentina en un año ¿Para qué se toman estos niveles de deuda, sobre todo si se considera como dijo el presidente, que “todo marcha acorde al plan”?

Hasta el momento, el gobierno nacional apostó a una estabilización nominal y cambiaria sobre la base de una masiva transferencia al sector financiero, inflando el valor de la deuda pública por casi 100.000 millones de dólares. Sin embargo, en pocos meses entró en déficit la cuenta corriente, con salidas por importaciones de bienes y servicios, autos y turismo, y quedó en evidencia que estos dólares no están, y, por lo tanto, que la promesa financiera no puede sostenerse.

La fase inaugurada el viernes pasado, tiene por objetivo restaurar la confianza de los especuladores, anunciándoles que los dólares sí están, que los pondrá el FMI, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el gobierno Chino, los bancos privados, etc. Se trata, por lo tanto, de una deuda orientada a sostener un programa económico basado en el dólar barato y la especulación financiera sin un horizonte favorable apoyado en el crecimiento de la productividad y la capacidad de exportación.

La fase inaugurada el viernes pasado, tiene por objetivo restaurar la confianza de los especuladores, anunciándoles que los dólares sí están, que los pondrá el FMI, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el gobierno Chino, los bancos privados, etc. Se trata, por lo tanto, de una deuda orientada a sostener un programa económico basado en el dólar barato y la especulación financiera sin un horizonte favorable apoyado en el crecimiento de la productividad y la capacidad de exportación.

Esta deuda, agrega más inestabilidad futura, pues requerirá esfuerzos adicionales, para toda la población argentina, con menor nivel de vida, actividad económica y creación de riqueza, para poder destinar los excedentes de exportación al pago de estos compromisos. O, alternativamente, a desconocerlos, con las enormes implicancias que ello tiene.

LLEGAR A OCTUBRE, TAN SIMPLE COMO ESO

Como dijimos, dos grandes dificultades se acumularon en este año de gobierno, intrínsecas al modelo económico de Milei-Caputo, que fueron el incremento notable de la deuda pública evaluada en dólares y el acelerado atraso cambiario. El nuevo esquema, ¿puede corregir estos problemas?

En el caso del primero, todo lo contrario, pues en la medida en que el gobierno introduce un seguro de cambio e incluso perspectivas de apreciación cambiaria, está incitando a un nuevo ciclo de valorización financiera. Ello acrecentará el valor en dólares de la deuda pública, lo que supone una nueva promesa de mayor cantidad de dólares en el futuro, esta vez apelando al respaldo en los dólares prestados por los organismos internacionales mencionados.

Si bien el FMI le pidió al gobierno comprar reservas y, por lo tanto, le permite intervenir pudiendo evitar su apreciación dentro de las bandas de 1.000 a 1.400, el límite superior ya es un seguro de cambio muy cercano al valor previo del dólar financiero (que llegó a 1.350). El mensaje es claro: de mínima no habrá más pérdidas por devaluación para los tenedores de deuda en pesos, de máxima permitiremos una apreciación.

En el caso del atraso cambiario, es posible que la caída de la actividad ante un dólar comercial más caro reduzca el nivel de importaciones, sin embargo, en un contexto de aceleración inflacionaria, e incluso en el límite de la banda, es cuestión de tiempo para volver a tener una cuenta negativa. La historia demuestra que, el dólar barato, lleva siempre a una cuenta corriente negativa, salvo que se produzca una total destrucción de la trama productiva y de las condiciones de vida de las clases medias argentinas, el aspecto distintivo que separa a nuestro país de sus vecinos y lo aleja, al menos por ahora, de las formas típicas del subdesarrollo, con pocos muy ricos y muchos muy pobres.

En definitiva, con la finalidad de llegar a las elecciones con estabilidad cambiaria y dólar barato (al menos para algunos), el gobierno compró tiempo a un costo altísimo, haciendo recaer el peso del endeudamiento sobre los que producen y trabajan.

En definitiva, con la finalidad de llegar a las elecciones con estabilidad cambiaria y dólar barato (al menos para algunos), el gobierno compró tiempo a un costo altísimo, haciendo recaer el peso del endeudamiento sobre los que producen y trabajan.

Ya sean los exportadores que seguirán recibiendo precios bajos por su producción, ya sea el consumo interno que permanecerá con ingresos deprimidos. Sea cual sea la situación cambiaria es probable que eso no cambie estructuralmente e incluso empeore si se observa cierta apreciación.

¿ESTA VEZ ES DISTINTO?

Finalmente, es importante mencionar que el gobierno utilizó el gasto público como una de las variables de ajuste más directas frente a los desequilibrios: redujo drásticamente el ingreso de las jubilaciones, suspendió la obra pública y desfinanció a las provincias que son las que crean realmente las riquezas, rompiendo de este modo con pactos constitutivos del Estado Argentino.

La evidencia de este último año y medio (ver informes La Macro En La Mira, del Centro de Estudios Demos) demuestra que esto no es, ni será, suficiente para compensar las inconsistencias financieras, monetarias y cambiarias ya señaladas. Sin embargo, el gobierno, con la anuencia del FMI y al igual que ocurrió en el gobierno de Macri con el mismo equipo económico, insistirá por este camino, probablemente descargando un golpe aún mayor a este eslabón ya fuertemente debilitado.

No importa cuánto empeore la situación de los jubilados, cuando se degraden las rutas y caminos, o se descompongan los servicios públicos de salud, educación, justicia, seguridad y defensa, los problemas anteriores van a persistir con consecuencias enormes en materia de calidad de vida de toda la población.

Todas las estrategias basadas en el atraso cambiario y la especulación financiera han insistido en el gasto público como único factor de éxito, esta vez no es distinto. En todos los casos hicieron recaer sobre los jubilados y los servicios públicos el peso de un ajuste extraordinario, lograron superávits primarios y finalmente fracasaron con mega devaluaciones y salidas de capitales que decidían tomar las ganancias prometidas. Esta película ya la vimos y sabemos cómo va a terminar.

Todas las estrategias basadas en el atraso cambiario y la especulación financiera han insistido en el gasto público como único factor de éxito, esta vez no es distinto. En todos los casos hicieron recaer sobre los jubilados y los servicios públicos el peso de un ajuste extraordinario, lograron superávits primarios y finalmente fracasaron con mega devaluaciones y salidas de capitales que decidían tomar las ganancias prometidas. Esta película ya la vimos y sabemos cómo va a terminar.

Como hemos señalado en otras oportunidades, son estos ciclos de atraso cambiario y valorización financiera, con sus crisis inherentes los que generan inestabilidad en la economía argentina y no a la inversa. Por eso estamos convencidos que existe otra salida posible, que todavía no se ha intentado: hacer que nuestra economía sea realmente federal. Para eso, necesitamos cambiar las instituciones que deciden la política monetaria, cambiaria y tributaria, reconociendo e integrando a todas las regiones y sectores productivos del país.

Reconvertir la economía argentina, de perspectiva ambacéntrica, hacia una economía verdaderamente federal debería ser una prioridad para reconstruir el país. Tal vez sea la única forma de evitar que en los próximos días haya fiesta financiera, optimismo mediático, sobreactuación de funcionarios nacionales, revalorización de activos y se inicie un nuevo ciclo de especulación que unos pocos sabrán aprovechar y muchos tendremos que pagar en un futuro no tan lejano.

24 de marzo: en torno al número de víctimas de la dictadura y los desafíos actuales de la democracia

24 de marzo: en torno al número de víctimas de la dictadura y los desafíos actuales de la democracia

A casi medio siglo de distancia, la polémica en torno al número de víctimas de la dictadura se repite una vez más. El historiador Roy Hora propone trascender esta discusión para ponderar la gravedad del autoritarismo y considerar con más amplitud los desafíos de una sociedad democrática. 

Imágenes de los desaparecidos por la última dictadura militar.

Cada 24 de marzo, en torno a la conmemoración del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, se reabre el debate sobre cuántas víctimas dejó la dictadura militar de 1976-1983. La discusión se origina en el hecho de que la naturaleza esencialmente ilegal y clandestina del programa represivo desplegado por el Proceso de Reorganización Nacional nos priva de un registro exhaustivo de la cantidad de vidas tronchadas por el terrorismo estatal. De allí que toda reconstrucción sobre la cantidad de “desaparecidos” sea estimativa. En una sociedad cuya vida pública se despliega en un clima agonal, esto también significa que esa estimación, junto con su trasfondo, están sujetos a opinión y polémica.

“30.000 desaparecidos”: la cifra y la idea nacieron en el otoño de la dictadura. Como parte de la lucha contra ese régimen opresivo, varios organismos de derechos humanos proclamaron que ése era el número de personas asesinadas por los hombres de armas tras el desembarco de la Junta Militar en la Casa Rosada. “Treinta mil desaparecidos” no resultó de una reconstrucción exhaustiva, imposible en ese contexto, todavía marcado por la presencia amenazante de un Estado que actuaba al margen de la ley. Hay varias historias sobre cómo nació ese número, pero lo importante es recordar que se impuso como una consigna política y un lugar de memoria, dirigido a llamar la atención sobre la excepcional envergadura del proyecto represivo del régimen militar más sanguinario de América del Sur. Sirvió, en esos tiempos difíciles, para ponerle nombre al horror. Y frente al silencio culposo de la dictadura, como emblema de un reclamo de reparación y justicia. Más que a cualquier cómputo preciso de muertos o desaparecidos, su verdad más profunda estuvo asociada a esa demanda.

A pocos días de asumir la presidencia, el 15 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Tras los nueve meses de trabajo que llevó la elaboración del Nunca Más, la CONADEP ofreció otra cifra: la violencia de la dictadura había dejado 8.961 muertos y desaparecidos. Elaborado sobre la base de denuncias y testimonios de familiares y sobrevivientes, el Nunca Más por primera vez incluyó también los nombres y apellidos de las personas cuyas vidas fueron segadas por la violencia estatal. Es importante recordar que, al presentar su informe, la CONADEP advirtió que se trataba de una lista abierta, sujeta a ampliaciones y correcciones. Sin embargo, investigaciones posteriores no produjeron ningún cambio de fondo respecto del recuento de la CONADEP. La prueba es que en 2007, cuando se inauguró en el Parque de la Memoria un monumento que recuerda a las víctimas del terrorismo de Estado, el listado no había sufrido grandes modificaciones.

Este baldón de nuestra cultura cívica sugiere que ha llegado el momento de apartarnos de la ya estéril polémica en torno al número para ampliar la mirada y tomar conciencia más plena de que la cruel suerte de los asesinados por el gobierno militar es sólo un aspecto, dramático pero parcial, del enorme daño que el régimen del terror le infringió a nuestra sociedad.

No obstante, cada 24 de marzo se abre un nuevo capítulo de la disputa por el número. En las últimas dos décadas, las inevitables diferencias de opinión sobre el tema se vieron amplificadas por el ambiente beligerante que imperó en nuestra vida pública. Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, la idea de “30.000 desaparecidos” volvió a ganar relieve de la mano de la alianza de los principales organismos de derechos humanos con la Casa Rosada. Fue la contracara de la política de reconciliación a través de indultos que empujó la anterior administración peronista, la de Carlos Menem. El retorno de la idea de “30.000 desaparecidos” se dio en el marco de una revalorización de la movilización política de la primera mitad de la década de 1970 y se acompañó de la reivindicación de los grupos juveniles que fueron sus principales protagonistas.

Esta recuperación pasó por alto toda discusión sobre aspectos más problemáticos de la etapa previa al golpe de 1976, entre las que se destaca la apelación a la violencia, una práctica ejercida por distintos actores incluso durante los años de vigencia del orden constitucional de 1973-1976. En esta manera de encuadrar esa etapa tuvo primacía la reconstrucción militante por sobre el esfuerzo por comprender las razones del descenso hacia la violencia y el horror, y la memoria y las demandas asociadas a las víctimas se impusieron sobre la reflexión histórica. Y ello al punto de que, asociada a la idea de que no había habido errores sino simplemente una derrota, por momentos terminó idealizándose la lucha armada, y celebrándose sus banderas. Por otro lado, la estatalización de una parte del movimiento de derechos humanos produjo sucesivas fracturas en su seno (que se vieron reflejadas, por ejemplo, en las marchas conmemorativas) y otro tipo de problemas como el resonante caso de corrupción que involucró al proyecto «Sueños compartidos».

Este alineamiento partisano suscitó, desde otras trincheras políticas, respuestas igualmente partisanas. De este modo quedó opacada la magnitud de la tragedia, cuyo recuerdo quedó subordinado a distintas apropiaciones, muchas veces al servicio de disputas políticas menores. No extraña que, en el vasto arco de expresiones políticas que va del centro a la derecha, donde la condena del terrorismo estatal nunca había sido asimilada completamente como un drama de todos, los discursos que relativizaban o negaban gravedad a los hechos del pasado ganaran mayor legitimidad pública. Al punto de que, unos años más tarde, desde las cumbres del Estado se vilipendió la idea de “30.000 desaparecidos” y se habló con ligereza de los “curros” asociados a la política de derechos humanos. En el gobierno actual, sobre todo en torno a la figura de la vicepresidenta Victoria Villarruel, asistimos a la legitimación de un igualmente condenable reclamo de “memoria completa” que reproduce, de manera invertida, los vicios que viene a criticar y exige el reconocimiento de una guerra que en realidad nunca ocurrió.

En este contexto, los ideales asociados a la consigna “30.000 desaparecidos” se fueron opacando. Lo que en el otoño de la dictadura fue emblema de una valiente demanda de reparación y justicia se tornó instrumento de lucha partisana, en el que confluyen figuras de antecedentes intachables con otras problemáticas (por caso, el general César Milani, promovido a jefe del ejército en 2013, y que en su momento fue él mismo protagonista de la represión que más tarde dijo condenar). Del otro lado, la constatación fáctica de que no había habido treinta mil desaparecidos sirvió de argumento para relativizar y disculpar los delitos cometidos por el Proceso, y en algunos casos incluso reivindicar su «guerra contra la subversión». Hace tiempo que la discusión sobre la cifra está atrapada entre algunos sectores de la dirigencia política que la emplean para otorgar legitimidad a sus posiciones y reclamos y otros que la impugnan para denegar legitimidad a las demandas de sus rivales.

«Son 30.000» es un lema recurrente en la conmemoración de cada 24 de marzo.

A casi medio siglo de los trágicos eventos que tiñeron de luto a nuestra nación, ha sido esta manipulación, más que el desgaste producido por el mero paso del tiempo o el avance de los juicios a militares acusados de delitos de lesa humanidad, el factor que más ha dañado la capacidad de este símbolo de la lucha contra el Estado terrorista de evocar nuestra mayor recaída en la barbarie. El resultado es que, en el país que, gracias al Juicio a las Juntas, se convirtió en un referente global por su tratamiento de las violaciones a los derechos humanos en el marco del Estado de derecho, una parte considerable de la ciudadanía de convicciones democráticas ha dejado de sentirse representado por la consigna “30.000 desaparecidos”. Es preciso ir más allá.

Este baldón de nuestra cultura cívica sugiere que ha llegado el momento de apartarnos de la ya estéril polémica en torno al número para ampliar la mirada y tomar conciencia más plena de que la cruel suerte de los asesinados por el gobierno militar es sólo un aspecto, dramático pero parcial, del enorme daño que el régimen del terror le infringió a nuestra sociedad. Y, sobre todo, para tomar distancia de una visión empobrecida de la problemática de la violación de los derechos humanos durante la dictadura que, centrada en la suerte de los activistas que la enfrentaron o en las personas que fueron sus víctimas más directas, ya sea para celebrarlos o para condenarlos, presta poca atención a las muchas otras violencias que en esos años golpearon a nuestro país.

Todo balance sobre el daño que causó la dictadura debe ampliar el foco para contemplar a todos los que vieron su vida degradada por la acción de ese régimen. Pues esa dictadura que hizo del terror uno de sus instrumentos políticos privilegiados no sólo asesinó a varios miles sino que oprimió los cuerpos y las mentes de los vivos, cercenando los derechos y las libertades de los que fueron obligados a reprimir su sexualidad, esconder sus preferencias estéticas o políticas, silenciar sus opiniones y acallar sus deseos. Humilló a todos los que tuvieron que agachar la cabeza por temor a ser señalados o castigados, y dejó su marca en muchos otros que tuvieron miedo de que sus seres queridos no regresaran del trabajo, la escuela o la universidad. Y, tras doblegar a la prensa, también trabajó para anular el libre debate de ideas y crear una realidad paralela, con capítulos ominosos como la idea de que las violaciones a los derechos humanos eran un invento de los enemigos del país.

Visto desde este ángulo, las víctimas de la dictadura no fueron ni 8.961 ni 30.000, ni ningún otro número de cuatro o cinco cifras. Fueron muchos millones los que, aún sin percibirlo del todo, vieron su existencia cotidiana y sus sueños dañados y empobrecidos por el espíritu reaccionario y represivo de un gobierno que quiso convertir al país en una combinación de cuartel y prisión con jardín de infantes.

Visto desde este ángulo, las víctimas de la dictadura no fueron ni 8.961 ni 30.000, ni ningún otro número de cuatro o cinco cifras. Fueron muchos millones los que, aún sin percibirlo del todo, vieron su existencia cotidiana y sus sueños dañados y empobrecidos por el espíritu reaccionario y represivo de un gobierno que quiso convertir al país en una combinación de cuartel y prisión con jardín de infantes. Aceptar este razonamiento invita a formular una observación adicional, que algunos quizás encuentren polémica. La visión imperante sobre el problema de los derechos humanos, moldeada de manera decisiva por las organizaciones que se movilizaron desde los años de la dictadura para buscar respuestas a la candente cuestión de los desaparecidos, no es lo suficientemente comprensiva como para captar adecuadamente este panorama más complejo. Fijada en el pasado, no es, tampoco, la mejor guía para pensar los dilemas del presente y, en particular, de qué manera pensar el concepto de derechos humanos como vara rectora y horizonte ideal de una sociedad democrática en nuestros días.

A medio siglo de distancia, muchos protagonistas de los dolorosos conflictos de los años del Proceso ya nos han abandonado. A la vez, el recuerdo de la dictadura pierde nitidez entre los más jóvenes, y otras preocupaciones ganan espacio en nuestras mentes. La historia no se repite, afirma, con toda razón, un viejo adagio. Sin embargo, la reflexión sobre la experiencia pasada también enseña. De allí que, cuando el horizonte de la democracia se puebla de nubes oscuras que ponen en entredicho el ideal de una sociedad abierta, solidaria y tolerante, es bueno tener presente que un gobierno autoritario que se cree dueño de la verdad no sólo se ensaña con sus contradictores más abiertos. También daña y empobrece la vida de toda la comunidad, incluyendo la de aquellas personas que, aun prestándole voluntaria obediencia, a veces no son capaces de advertir cuánto les quita. Esta es una de las razones por las cuales conviene recordar un hito tan triste y tan lúgubre como el 24 de marzo de 1976 no sólo como una pesadilla que hemos dejado atrás sino también como una invitación a trabajar para que nunca más asistamos a un retroceso de la democracia y la libertad en nuestro país.

Debajo del radar: la discusión sobre el derecho a la educación

Debajo del radar: la discusión sobre el derecho a la educación

Propone una agenda educativa nacional en la Argentina, que define la educación como derecho constitucional frente a embates neoliberales. Aboga por políticas progresistas que prioricen inclusión, calidad y equidad, superando debates provinciales para garantizar reformas sistémicas y proteger la educación pública.

Pasan tantas cosas en el país, la agenda cobra un vértigo inaudito incluso para tiempos acelerados como los de la contemporaneidad o para quienes estamos habituados a la incertidumbre en la que acostumbra vivir un país de crisis en crisis como gusta pensarse -o quizás lo sea- el nuestro. Tenemos el inicio de clases a la vuelta de la esquina. Este año muy posiblemente los conflictos, tensiones y acuerdos propios de cada comienzo del ciclo lectivo ocurren más a nivel provincial que como parte de un debate de alcance nacional.

En este texto buscamos ir contra este clima de época e insistir en la necesidad de presentar ideas que permitan reponer el debate sobre una agenda de la política educativa a nivel nacional. Si bien en un país federal como el nuestro la educación es responsabilidad de cada provincia, sostenemos la necesidad de contar con proyectos que planteen ejes comunes, respetando las idiosincrasias y necesidades de las localidades y contextos, pero sin que esto signifique dejarles ni a su voluntad ni a la deriva.

El debate educativo es aquello que actualmente pasa debajo del radar. Las declaraciones del Presidente Milei el 23 de enero en Davos despertaron la consecuente respuesta de parte de organizaciones del colectivo LGBTQ+ y la sociedad civil en múltiples lugares del país. Asimismo, lejos de reconocer demandas de un sector importante de la sociedad, el gobierno insistió con su cruzada de “batalla cultural”. Debajo del radar pasó otra parte de la alocución de Milei en Davos, precisamente esas frases en las que puso en cuestión ni más ni menos que otro pilar fundamental de los estados modernos en el mundo occidental: el derecho a la educación. Un derecho que está enraizado con los textos constitucionales de los países latinoamericanos post independencia y que fueron incorporados en las sucesivas reformas de nuestra Constitución. En la Argentina en particular este andamiaje se tradujo en la Ley 1420, construyéndose un Estado pedagógico en donde lo educativo se hizo ley.   la posterior Ley Lainez en 1905, que diseminó un proyecto educativo a la par del desarrollo del Estado moderno. Un Estado liberal, en lo económico y en lo social. Un Estado preocupado por impulsar el proceso formativo de una sociedad que en la complejidad de sus mezclas constituyó una identidad novedosa.

En tiempos de tensiones y trabajosos equilibrios en la distribución de responsabilidades entre las provincias y el naciente Estado nacional este cumplió un rol central motorizando el acceso a la experiencia educativa. pocas dudas caben que la distribución de escuelas en distintos rincones del país, y la posterior expansión del sistema dicha interrelación Estado-sociedad contribuyó a construir una narrativa que hizo de la educación una esfera que concentró propiedades positivas en tanto garante del ascenso social, a la vez que configuró un relato que combinaba el mérito, el esfuerzo y el igualitarismo. Un camino que otorgaba previsibilidad en la construcción de un horizonte de futuro. Esos elementos, tal como mencionamos, no eran inocuos, establecieron, al igual que en cualquier otra gramática escolar de cualquier latitud, la validación de ciertos saberes por sobre otros en la organización curricular, la organización de aulas, rituales y un sentido de la identidad nacional. Una disciplina escolar de formas rígidas basada en la centralidad del adulto. Una construcción de la igualdad a través de de la homogeneidad de la que dio cuenta Inés Dussel en referencia a los guardapolvos como un elemento más del régimen de apariencias que estableció límites entre quiénes estaban dentro y fuera de la escuela. A la vez, la escuela contó con una tradición particular, que pasó de generación en generación, sensación de pertenecer y de hacer algo significativo para ellos y el país (Dussel, Brito y Nuñez, 2007)[1]. Una autoridad que aún en tiempos de mayor incertidumbre relata con maestría Celina Murga en Escuela Normal hilvanando imágenes de la escuela normal de Paraná, Entre Ríos.

DERIVA

La expansión del sistema tuvo desde entonces sus dimes y diretes, un crecimiento amorfo, oleadas de expansión, derivas y una reconfiguración a partir de inicios de la década del noventa con la Ley Federal de Educación y la Ley de Transferencia que estructuró sus bases actuales: el traspaso de la gestión educativa a cada provincia y el corrimiento, a veces más marcado que en otras, junto con su masificación y posterior sanción de la obligatoriedad. Efectivamente la expansión del sistema ya daba frutos en dicha década (la obligatoriedad social previa a la legal a la que refieren varias colegas). Contornos que dibujaron tanto las nuevas universidades del Plan Taquini como años después la Ley Federal de Educación. Para cerrar este somero resumen la Ley de Educación del año 2006, como ya sabemos, estableció derechos, amplió la obligatoriedad al nivel secundario dinámicas de participación, reconocimiento de instancias de diálogo. Años después se extendió la cantidad de años de escolarización a garantizar con la ampliación a sala de 4 años. Un derecho a garantizar por parte del Estado, no ya como responsabilidad de las familias.

Pero volvamos al punto. Esta iba a ser una típica nota más sobre los desafíos de la política educativa al inicio del calendario escolar. Sin embargo, el escenario nos coloca ante nuevos embates contra las universidades y la educación superior en general, hacia la ESI, contra la participación estudiantil, a cuestionar el mismo derecho a la educación. A días del momento de izar las banderas, volver a los olores que trae la escuela, a los nervios del cambio de nivel, a la previsa de planchar el guardapolvo y revisar que estén todos los útiles, creemos necesario volver a insistir en los elementos que garantizan el derecho a la educación.

El debate educativo es aquello que actualmente pasa debajo del radar. […] el gobierno insistió con su cruzada de ‘batalla cultural’ […] puso en cuestión […] el derecho a la educación.

Uno de esos elementos es la discusión salarial que seguramente ocurrirá en cada provincia y afectará el inicio del ciclo escolar. Una discusión salarial, necesaria, pero que pareciera ser que es la única oportunidad de debate de la política educativa. Y cuando no se debate educación anidan los discursos de la batalla cultural que detrás de la denuncia del supuesto adoctrinamiento siembran la semilla del cuestionamiento de ese derecho a la educación que desde la generación del 80 se yergue como un mantra que anuda tradiciones políticas de las más diversas.

Hasta hoy.

En el pasaje de límites el mileismo ha corrido uno más y colocó al derecho a la educación en el centro de la discusión. Por supuesto que esto no es culpa del progresismo, otro de los tópicos habituales de la discusión política -como si el problema hubiera sido otorgar derechos como el matrimonio igualitario, el cupo trans, la ESI, el derecho al voto desde los 16 años o la expansión  y obligatoriedad del nivel secundario- Dicho esto, a la vez creemos necesario que desde los sectores y una educación progresista  se abra la discusión sobre qué de todo eso realmente implicó la consagración de derechos efectivos y sobre la necesidad de reorientar la política educativa. El momento de reconocer avances, pero también los límites que se construyeron.

Si tiempo atrás la idea de una época dorada de la educación restringía la posibilidad de pensar por fuera de la antigua creencia de que “todo tiempo pasado fue mejor” o frases como “en mi tiempo no pasaba” resulta factible señalar que algo similar ocurrió con la cristalización de una década de inclusión que casi no registra posibles críticas. Ambos discursos se asemejan al diálogo que Vivian Gornick narra en Apegos feroces[2], el libro donde cuenta la relación que la autora tuvo con su madre, esa figura anclada en otro tiempo. Una persona que “lo único que odia es el presente; en cuanto el presente se hace pasado, comienza a amarlo inmediatamente”. En este texto queremos impulsar una discusión que rompa con la idea de un pasado como mantra de lo mejor lo que implica debatir, desnaturalizar, formar parte de la conversación actual antes que privilegiar la mirada inquisidora que anhela con nostalgia, casi como la del lamento de un tango, un tiempo que ya no volverá. Ni el de mediados del Siglo XX ni el de la década pasada.

El texto tiene dos objetivos: en primera instancia aportar al diseño de una agenda pública educativa a nivel nacional y, en segundo lugar, el abordaje de la política educativa desde una impronta progresista que repara en conceptos claves como son los de inclusión, evaluación y calidad sin relegar -o precisamente a fin de dar otra impronta a los términos- el sentido político de la educación.

REPENSAR LA INCLUSIÓN EDUCATIVA

La educación desde una perspectiva progresista se define como política y  se inscribe en postulados que abarcan varias dimensiones, especialmente qué se entiende por cultura y cómo se transmite en la sociedad. Antes de comenzar cabe señalar algunas cuestiones contextuales. Este documento fue elaborado en un tiempo de ajuste, recorte y la precarización de los y las trabajadores/as de la ciencia y los y las docentes, del sector científico y tecnológico; deslegitimando la labor de las instituciones educativas. Se trata, también, de una época en la que el gobierno nacional ha elegido confrontar con el sentido público de la educación para polarizar posiciones en el marco de la remanida batalla cultural.

El diseño y la ejecución de políticas educativas tiene efectos significativos y de magnitud en la población de estudiantes en sus diferentes niveles del sistema. Las trayectorias estudiantiles, contenidos escolares, formas de distribución y organización de la matrícula -y los posibles o no cruces entre diferentes sectores sociales, cada vez más difíciles en un sistema entre fragmentado y diversificado-, los programas específicos, la cantidad de horas y días de clase (tiempo), pero también el tiempo concreto, la experiencia cotidiana relacionada con la intensidad de aprendizajes logrados y vínculos construidos se juega en una extensa concatenación de acciones que van desde el diseño e implementación de una política pública hasta su concreción en cada territorio, aula, práctica docente.

Desde hace años las discusiones educativas han quedado atrapadas en la vorágine de una noticia detrás de otra y posiciones enfrentadas que reflejan una polarización incluso mayor que ante otras temáticas. Las voces suelen oscilar entre un apoyo pleno y el rechazo total, sin lograr hallar puntos de contacto, negociaciones y posibilidades de articulación. A su vez, existe cierto consenso en la literatura y varias experiencias de gestión educativa sobre cómo pensar un sistema atento a los dilemas contemporáneos y qué tipo de propuestas de modificación, aunque muchas veces las políticas oscilan entre los cambios orientados al apoyo de las trayectorias hasta otros de mayor alteración del dispositivo institucional.

En primer lugar, creemos que es necesario repensar desde nuevas coordenadas el concepto de inclusión que comprende significados que hoy se han  ampliado y que proponemos pensar como capas o niveles. En una primera capa se aspira a la escolarización plena de toda la población en los niveles definidos como obligatorios por la legislación nacional. Asimismo, se pretende garantizar condiciones mínimas para niños y niñas que asisten a la escuela: edificios, equipos docentes, recursos pedagógicos curriculares, tiempo de clase. Es fundamental que en un contexto de incertidumbre el sistema funcione de manera plena, se reconstruya la autoridad docente, los establecimientos cuenten con recursos didácticos y materiales y los planteles docentes se sientan respaldados. En tal sentido, se parte de la premisa de la educación como derecho social, político y práctica que potencia la igualdad desde los inicios de lo humano. La educación excede el territorio de lo escolar, se instituye como lugar propio y específico de actividades de transmisión en sociedades a lo largo del tiempo: inscribiendo, construyendo identidad, pertenencia, creando lazos, transmitiendo ritos, participando de la cultura y una cosmovisión del mundo, tejiendo vínculos con el conocimiento, con los otros y con el mundo. Es tiempo de una segunda instancia de expansión del derecho a la educación que anude acceso con experiencias de aprendizaje y sociabilidad intensas.

En una segunda capa de inclusión, se advierte que el acceso a la escuela no promueve aprendizajes para todos/as, y por ende la inclusión se complejiza y se anuda con las desigualdades y la segmentación. Los tiempos de aprendizajes y en que tienen lugar las experiencias son distintos, heterogéneos e implican en la práctica trayectorias diversas. Si bien la Ley de Educación Nacional significó avances en materia de democratización de acceso al sistema, el derecho social a la educación se encuentra aún lejos de estar plenamente garantizado.

Hablar de inclusión es delinear una política del resto, de quienes forman parte del mundo común – incluidos- y de los otros y las otras -excluidos- que quedan fuera.

En una tercera capa, decimos que si bien la función social de la escuela es una formación común y compartida, las diferencias propias de lo singular de lo humano no deben ser motivo de desigualdades. De este modo, el concepto de  inclusión se amplía porque debe vincularse tal formación común -sea el origen diverso- con la cultura de lo propio, lo antropológico y lo  local de niños y niñas, adolescentes y  adultos que asisten a la escuela. En los orígenes de la escuela moderna se arrasa con la cultura, los rituales, lo distinto de quienes asisten. Desde una educación progresista creemos que la escuela democrática y justa no deja fuera de sus muros lo propio de las culturas donde se encuentre, no clasifica ni jerarquiza saberes, promueve una formación común en donde las experiencias son prioridad, transitan saberes en plural, se retoman intereses de los otrxs como parte de lo que la escuela disponga.  Dicho esto entonces, hablar de inclusión es delinear una política del resto, de quienes forman parte del mundo común – incluidos-  y de los otros y las otras -excluidos-que  quedan fuera.

Finalmente, en tercer lugar, hablar de educación inclusiva exige garantizar el derecho a la educación de todas las personas (niñas, niños y distintas maneras de nombrar infancias y adolescencias y adultos) identificando y atendiendo a las diversas necesidades.

CALIDAD EDUCATIVA: ¿CÓMO MEDIR?

El segundo punto que quisiéramos resaltar refiere a poner en discusión la cuestión de la calidad educativa, que suele organizarse a partir de una falsa antinomia versus la inclusión. Se podría decir que, en la actualidad, el sistema educativo incluye mucho más que en otras décadas, pero esa constatación se ve afectada por el ratio cantidad estudiantes/egresados/as y los aprendizajes que adquieren al finalizar los distintos ciclos educativos. Asimismo, esta noción desde la década de los 90 se anuda con otros: “equidad”, “eficacia” y “eficiencia” con una concepción tecnocrática de la educación.

En este documento tomamos otro camino a fin de reponer una perspectiva desde miradas progresistas que tengan en cuenta los contextos y problemáticas. Retomando la historia del término resulta plausible observar su articulación con la noción de evaluación y se potencia en ciertos niveles -como el Superior-: en acreditación.  Se sabe que la educación en sus diferentes ámbitos configura la calidad educativa,  que a su vez responde a las necesidades de la sociedad contemporánea.  La calidad educativa, en parte, se relaciona con las preguntas “qué y para qué se enseña”, contemplando así el terreno curricular.  Es necesario recuperar estos sentidos para dar centralidad a los procesos plurales de enseñanza y de aprendizaje, en donde la praxis educativa plantea un interjuego de tiempo, espacios, currículum, evaluación y vínculos.  En este punto, se trata de colocar a los niños y niñas, y adolescentes como protagonistas de su propia historia, como seres contextuados con capacidad crítica y transformadora. Un/a estudiante que desarrolla aprendizajes múltiples cuenta con herramientas para su vida y elegir entre diversas maneras de ser en el mundo.

Pensar en términos de calidad implica también complejizar algunas lecturas e ideas instaladas en el debate público. Por esto, aunque suene impopular, cabe destacar que más días de clase no es mejor calidad educativa. En esta cuestión predominan dos tendencias. Muchas veces la discusión pública demanda más días de clase, en una suerte de carrera contra el tiempo a ver qué jurisdicción garantiza más mientras que la contracara de esta supuesta preocupación es otra. Ni más ni menos que poder garantizar la organización de la cotidianeidad. En este documento abogamos por sostener un sentido que enfatiza en la mejora de la calidad pedagógica y didáctica, en la organización de tiempos de clases que potencien aprendizajes y promuevan propuestas de enseñanza con corrimiento del  tiempo administrativo o de la burocracia escolar.

Por ello, es preciso reconocer ambas tensiones, queremos/necesitamos certezas y organización, que las escuelas funcionen la mayor cantidad del tiempo y también que ese tiempo sea más gratificante. Tiempo y espacios que mejoren la enseñanza y los aprendizajes de estudiantes.

Entendemos a la educación como un derecho que se reconfigura y precisa de nuevos mecanismos para su garantía. En este último tiempo se suceden discursos de la política educativa nacional que plantean la necesidad de declarar a la educación como servicio esencial, cuestión que se corre del principio que organiza la intervención estatal en derredor de políticas, programas y proyectos que generen acciones para sostener precisamente ese derecho. Un aspecto que precisa problematizarse en varias aristas. Por empezar afecta el derecho a huelga y podría implicar el desconocimiento por parte del país de tratados internacionales y de regulaciones de la OIT.

En este texto planteamos una mirada diferente, se precisa disminuir la conflictividad con la docencia, garantizar mejores condiciones de trabajo, condiciones salariales, que los y las docentes usen más su tiempo para clases y menos para actividades administrativas, revalorizar su tarea esencial (la de enseñar y aprender como procesos y prácticas vinculantes). Una agenda educativa progresista debe enfocarse en dar tiempo de calidad en donde se discuta en las escuelas: qué contenidos priorizar, qué cultura, qué queremos lograr, qué no debe faltarle a nadie, cómo logramos impulsar la educación como política de disminución de desigualdades desde los orígenes.

Finalmente, en lo que refiere a evaluación partimos de reconocer que para la toma de decisiones en la política pública es clave contar con información. Esa información, en el caso de la educación, debe estar provista por agencias que cuentan con estadísticas rigurosas, equipos sólidos, con recursos, que puedan construir informes y un sistema de indicadores robusto, similar a experiencias en otros países. La información no es únicamente evaluación, no significa que no se deba evaluar, pero abogamos por discutir el sentido de la evaluación para la toma de decisiones que son educativas. En este punto, se la define como práctica. La planteamos, haciendo uso de la metáfora de un caleidoscopio: es social, situada, humana, histórica. El caleidoscopio mirado frente a la luz, enuncia formas, colores, figuras, bocetos, líneas difusas y dinámicas a la vez, sale a la luz, y propone una acción como la acción de evaluar: mirar, valorar y construir el objeto que será investigado.  El concepto evaluación, remite a valorar, juzgar, se vincula con acciones de enseñanza(s) y prácticas de aprendizaje(s), con programas de análisis y diagnóstico institucionales, de niveles, de ciclos de los sistemas educativos. Como en el calidoscopio, la evaluación se anuda a los contenidos que se enseñan, a las maneras de proponer clases, a inicios de proceso de enseñanza o a cierres, o ahí: en el entre algo se va enseñando y -tal vez- otro poco aprendiendo.  Por lo tanto pertenece a macropolíticas del planeamiento educativo, como también, a las micropolíticas de instituciones y aulas (didáctica y pedagogía).

Sin dejar de dar vuelta este calidoscopio que a modo de juego  ayuda a pensar acerca de este objeto complejo y de construcción permanente queremos enunciar la relación que tiene la acción de evaluar con la comunicación.  La evaluación enuncia, informa, comunica, da cuenta de procesos, publica informes, explícita vacancias, informa sobre aprendizajes. Por ello nos preguntamos: ¿desde dónde miramos la evaluación? ¿Cómo “enunciamos” a la evaluación? ¿Qué posicionamientos teóricos, epistemológicos sostenemos al mirar? ¿Qué intereses se tienen a la hora de evaluar? ¿Quiénes evalúan? ¿Qué formatos conocemos y cuáles otros existen y podrían diseñarse?

El sistema educativo con sus claroscuros hoy garantiza aquello que otras instituciones han perdido: es el lugar de la obligatoriedad de la interacción y epicentro de la diversidad de la sociedad.

Desde estos sentidos, existe la posibilidad de ir hacia un modelo de evaluación que amplíe y mejore lo que ya sabemos. Esto implicaría aprovechar no sólo los operativos de evaluaciones estandarizadas sino, fundamentalmente, el conjunto de instituciones y personas que estudian, investigan y transitan el sistema educativo. Finalmente, y en sintonía con el punto anterior, para evaluar primero tenemos que tener claridad y retomar las preguntas de inicio, acerca de los sentidos de la práctica de evaluación, sobre cuáles son los saberes que consideramos indispensables, qué queremos que ocurra en las escuelas, qué aprendizajes nos parecen necesarios para el mundo contemporáneo y la vida en común.

La voluntad política es clave para lograr llevar adelante las propuestas de políticas educativas progresistas. Esa voluntad no siempre es sencilla en el nuevo clima de época puesto que hoy, a diferencia de lo que ocurría en la década del noventa donde los debates parecían organizarse más en torno a cuánto estado y cuánto mercado, está impregnado por estertores de la batalla cultural que busca desmontar sentidos de lo público, los derechos y el rol del Estado. En la actualidad las sensaciones son mucho más complejas y pareciera privilegiarse el posible éxito vía el emprendedorismo en una suerte de una confianza exacerbada en el crecimiento individual sin necesidad de un otro, de un colectivo, de una comunidad.

Desde un marco progresista de la educación creemos imprescindible recuperar la capacidad de estadidad que implica un Estado fuerte, ni grande ni mínimo sino orientado a la construcción de la igualdad y con gestión eficiente y transparente de los recursos; efectivo en la acción de garantizar derechos y el bienestar de las personas. No dejarnos llevar por el aquí y el ahora, tarea difícil en tiempos de incertidumbres y de reconfiguración de los sentidos de la libertad y la igualdad. La construcción con otros otorga a la escucha como el principal punto de partida para elaborar una propuesta educativa progresista:  inventar sería la acción siguiente.

COLOFÓN

El sistema educativo con sus claroscuros hoy garantiza aquello que otras instituciones han perdido: es el lugar de la obligatoriedad de la interacción y epicentro de la diversidad de la sociedad. Una doble condición que le otorga un carácter especial. Y que le atribuye, aún con las críticas a la gestión -generalmente a las escuelas estatales-, a la docencia y a una escuela donde supuestamente no se entiende lo que se lee- porque continúa asociada a la posible resignificación de la construcción de un horizonte de igualdad, de saberes y conocimientos, de las formas de ser, ejercer y padecer la ciudadanía.

Asimismo, en un esfuerzo desigualmente distribuido recaen sobre el sistema educativo múltiples demandas desde qué y cómo enseñar, cómo vincularse con el mercado del trabajo y la vida contemporánea, temáticas específicas a tratar, cómo lidiar con temores e incertidumbres. Pocas veces se valora lo que se hace en instituciones que conviven con un mundo en constante transformación, en el que los soportes institucionales que ya no cuentan con el mismo peso y que permitían a las personas generar comunidad, integración y sostenerse entre tembladales. A pesar de semejantes esfuerzos, y posiblemente más como consecuencia de las transformaciones en otras instancias de integración social que en el mismo sistema educativo, aún no se ha logrado conformar una narrativa identitaria con la capacidad de edificar significativamente el encuentro que se produce en esta instancia de socialización.

La reciente discusión y la marcha del 1F dan cuenta de la importancia que tiene la ESI en el sistema educativo. La importancia de “poder hablar” lo que a cada quien le pasa, bridando aprendizajes y espacios allí donde quizás en otros ámbitos no se pueden expresar. También sabemos de los límites de la inclusión si no es factible plantear que efectivamente ocurra allí algo distinto, se pueda acceder a saberes.

No se trata de autoflagerse pero tampoco de pensar con indulgencia. Se trata más bien de construir una nueva narrativa que de un lugar re anude derechos-calidad-igualdad-mérito. la escuela, tal como nos incentivaron a pensar Simons y Masschelein[3] implica una forma de vida común, que tiene sentido en sí misma dado que el riesgo del encuentro vale en tanto habilita una vida de aventuras a través del aprendizaje escolar. Una escuela secundaria que dialogue con el mundo contemporáneo, que (co)partícipe de sus tiempos, desasosiegos y esperanzas. Una institución que permita descubrir, conocer, para salir, como narra Damián González Bertolino precisamente en El origen de las palabras[4], de “el relativo letargo de mis (sus) horas de secundaria”.

En muchas ocasiones “los “especialistas”, la gente que opina en las redes sociales, el funcionariado o desde ciertas organizaciones tendemos a pedirle a docentes y estudiantes “más de lo que pueden hacer”. Sin voluntad política no se pueden implementar políticas, tampoco sin contar con la voluntad de quienes transitan cotidianamente las escuelas. Y esto implica intentar “hacer las cosas de manera simple”. No es dejar el status quo que sabemos que debemos modificar si no acompañar, brindar pautas claras, contar con una hoja de ruta, acompañar lo que se hace, evaluar en un sentido amplio, proponer y mejorar la formación de docentes. Es, también, aprender de la canción de Cazuza y evitar que el futuro repita el pasado y, por el contrario, abra nuevos caminos de garantía del derecho a la educación.

El texto presenta algunos de los puntos planteados en el Documento «Inclusión, calidad y evaluación en la Argentina. Una mirada progresista para la educación», con aportes de quienes integran la Comisión Educación del CEMUPRO y, especialmente de Sofía Cattáneo, Virigina Cofre, Germán Falo, Florencia Galván Darrichón, Daiana Gallo Ambrosi, Rodrigo Martínez, Viviana Muga, Diego Piedrabuena y Gustavo Trungelliti.

[1] Más allá de la crisis. Visión de alumnos y profesores de la escuela secundaria argentina, de Inés Dussel, Andrea Brito y Pedro Núñez (Buenos Aires: Santillana, 2007).

[2] Apegos feroces, de Vivian Gornick (Madrid: Sexto Piso, 2017).

[3] https://www.flacso.org.ar/conversatorio-dialogos-sobre-la-escuela-como-cuestion-publica/

[4] El origen de la palabras. de Damián González Bertolino (Montevideo: Estuario Editora, 2021).