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Entre el culto al macho y la new age: la salud mental en cuestión

Entre el culto al macho y la new age: la salud mental en cuestión

La salud mental es un tema difícil y todavía más en el mundo del deporte profesional, repleto de imposturas y mandatos implícitos. La conmoción que provocan las muertes jóvenes es proporcional a la oclusión de un debate y una problemática tan urgente como importante.

El último año con vida de Diego Maradona se especuló mucho con “cierto cuadro depresivo”. Su entorno, siempre listo para mantener una narrativa inmaculada, declaraba con ligereza “está medio bajón, algo depre, extraña a sus viejos, la cancha, tiene que descansar”. Ese daño recurrente de acomodar en una misma fila diferentes emociones con la depresión no puede tapar el ninguneo mayor, no hay tal cosa como “algo depre”. La depresión no es tristeza, no es cansancio, no es extrañar, no es estar “bajón”. La diferencia entre una y otras no solo que no son sutiles, sino que también pueden (y deberían) funcionar como llamadas de atención.

Diego, que siempre se caracterizó por una honestidad emocional arrasadora, dejó muy en claro desde que sus padres murieron que se le hacía insoportable vivir: “solo quiero volver a ver a mis viejos”, “quiero ir a donde estén mis viejos”, “doy la vida por abrazar a mis viejos”. Las declaraciones de Diego se cruzaban constantemente con la ausencia de Don Diego y Doña Tota y se coronaban con un detalle no menor: “lo único que me hace feliz es el fútbol”, “tienen que entender que solo soy feliz cuando estoy con una pelota”, “el fútbol nos da vida”, “el fútbol me mantiene vivo”. La fórmula no parece difícil de configurarse como una alarma si ese entramado comienza a convivir con un escenario pandémico de aislamiento y suspensión de la vida tal como se la conoció hasta ese momento, algo que tiene que hacer mayor ruido si el paciente tiene antecedentes, ¿o hace falta todavía subrayar que las adicciones son un tema de salud también?

A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Justamente, al Diego deprimido se lo quiso hacer pasar por un adicto a las pastillas y al alcohol, cuadro-excusa que calzaba justo para un entorno amante de desligarse de responsabilidades, pero también con una sociedad y cultura que utiliza el cuerpo maradoniano como un gran depósito para tirar en él todas las malas y no inocentes lecturas —ignorantes, morales, estigmatizantes, criminalizadoras, etcétera— sobre las adicciones. Al Diego deprimido se lo quiso culpabilizar diciendo que su carácter era bravo, prácticamente imposible. Pero también se lo revictimizó queriéndolo abrazar con el paternalismo habitual con el que se lo adoraba, un paternalismo que funciona como leña al fuego y al que le fue imposible incorporar la idea de un Maradona deprimido, de un Maradona con problemas de salud mental no abordados, no atendidos, ni siquiera posibles de pensar porque ahí la trampa del endiosamiento, del hombre que deviene en mito, del hombre al que se lo piensa siempre estampita. A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Él mismo lo decía, de manera literal y desgarradora, echándolo en cara al mundo, y también eso mismo nos decía cuando nos recordaba a cada rato la falta de sus padres: la necesidad de volver a ser hijo, de reencontrarse él mismo con su cuerpo territorial. Porque nada nos marca más nuestra humanidad que el cuerpo, es nuestra frontera con el mundo y desde donde asimilamos el anclaje social, político y cultural. Por eso portarlo no es cosa fácil, por eso dominarlo es imposible: digamos que nosotros somos del cuerpo, no a la inversa. Si el odio es otra forma de desear, el endiosamiento no es más que otra forma de dominación, porque es una manera de configurar demandas frente a lo que nos trasciende, lo que nos resulta humanamente imposible y ese otro endiosado, en cambio, puede hacerlo posible para nosotros. Ergo, ¿cómo iba a estar deprimido el que siempre todo lo pudo?

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Mirko Saric tenía 21 años cuando su madre lo encontró ahorcado en su pieza. Jugaba en San Lorenzo. Mientras se veía envuelto en un ida y vuelta con el Real Madrid, las lesiones, los tires y aflojes con el DT, los imprevistos habituales de la vida cotidiana y una situación sentimental-familiar dramática compusieron un clima muy complicado a su alrededor. Cualquiera que haya estado mucho tiempo en el club por esos años y haya conversado con él a lo largo de ese tiempo podía notarlo diferente en sus últimos meses. Mirko realmente manejaba un nivel de amorosidad, de registro del otro que era un placer encontrarlo y conversar aunque más no sea al paso. La distancia entre ese Mirko habitual y el otro, el cabizbajo, era notoria aún para los que no éramos íntimos. Pero, aun si no fuera notoria, pareciera que la sucesión de acontecimientos golpeando duro no alcanzan para elaborar nuevas condiciones de contención más allá de las exigencias deportivas. ¿Cómo se les pide a los hinchas que vean a los jugadores como personas si ni los clubes los ven así, si no hay ningún actor en el mundo del fútbol que no esté alimentando esa constante separación del jugador de la persona?

Cuando se conoció el suicidio de Mirko las conversaciones en el club se llenaron de asombro y, a la vez, no fueron pocos los involucrados institucionales o con responsabilidades deportivas que tomaban distancia rápidamente: “imposible saber lo que pasa por dentro de la cabeza de todos”, “son temas personales, no te podés meter”. Casi dos décadas después, Ruggeri, quien era el DT de San Lorenzo en aquel momento, goza hoy del trono superficial de lo que se percibe como cultura viril, aún a riesgo de terminar siendo una caricatura de aquello masculino que se busca evocar, y puede torcer su sonrisa y con un tono ahogado de cancherismo ningunear la salud mental en unos de los principales programas deportivos. Ningunearla y rozar la homofobia, y cuanta fobia ande suelta por el aire, asociándola a un signo de lo que su mediocridad entiende como debilidad, como tontera, como algo que no es cosa de hombres. ¿Es culpable Ruggeri del suicidio de Mirko? No, solo es uno de los tantos estúpidos responsables por ser parte activa de un problema mayor, el que alimentan, banalizan, acosan, arrasan y, principalmente, del que viven. En palabras de la madre de Mirko, “si ni la psiquiatra se dio cuenta de cómo estaba mi hijo, menos puedo pedirle a un técnico, pero sí tengo pendientes con él, porque nunca se comunicó, aunque haya dicho que lo hizo”.

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Hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades.

Entre Mirko y Diego pasaron más de veinte años, por supuesto que las historias no son parecidas. Pero las relecturas y el trasfondo son tan iguales que la triste noticia del suicidio del Morro García nos deja de nuevo frente a la misma película, las mismas reacciones, poses y excusas. “Conmoción en el fútbol argentino”, nos dicen con la frivolidad a flor de piel. ¿Cuánto más se va a conmocionar el fútbol argentino? ¿Cuántas veces más le va a explotar en la cara el mundo real al fútbol argentino y todo lo que esconde laboriosamente bajo su alfombra? No te puede conmocionar algo que, más allá de las señales, se construye cotidianamente desde los cimientos, algo que sostenés como tu columna vertebral. 

Hablar de conmoción es negar no solo el maltrato que el jugador recibió los últimos tiempos de parte de dirigentes que hoy se lavan las manos, es también negar las declaraciones del propio jugador hablando de depresión, de diferentes dificultades anímicas, de las exigencias deportivas y sus responsabilidades, es elegir deliberadamente ignorar lo que el Morro puso sobre la mesa. Con la tragedia entre nosotros, además de los homenajes que solo mantienen el statu quo, aparecen los chantajes emocionales. Un desfile interminable de artículos que, tan pretenciosos como burdos, buscan la señal, el anticipo, como si se tratara de una obra cuyo final ya estaba preanunciado. Pero no hay anticipo ni predicción. Hay un abanico de posibilidades que se abre entre las tantas formas de configurar llamadas de atención y el pedido de ayuda, que no siempre es explícito, que no siempre tiene que decir necesariamente “ayuda”, pero, principalmente, también hay una cuestión de tiempos, del tiempo que lleva poder llegar a esa pronunciación, un tiempo que viene después de entender que sí necesitamos a otros, que no podemos solos.

Ese tiempo no es un tiempo fácil porque posiblemente presentimos lo que luego confirmamos: no hay otros ahí para nosotros en un mundo que anula la otredad y goza de una exaltación yoica, moviendo siempre las agujas de lo privado y lo íntimo hacia lo público, con una noción de lo público espectacularizada. La agonía de la conversación se encuentra en que cuando uno cuenta –o intenta contar algo– el otro responde con una experiencia propia, la agonía se funda en que eso se comprenda como empatía, y que la empatía se comprenda como una solución. Pero, incluso cuando sí hay otros con nosotros dispuestos a acompañarnos sin invadir nuestro espacio de situación, ese es solo el comienzo de un recorrido largo y hostil, intermitente, de curvas y pozos, que va a contramano de la inmediatez y el resultadismo que rigen nuestro tiempo.

Es cierto que hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades. Por eso mismo, tampoco es un tema para que se convierta en las masitas de carroña con la que se alimenta el panelismo y sus protagonistas. Un panelismo que ya no es solo un formato televisivo, es una manera de (no) leer, opinar y de relacionarse con el mundo, los otros y los hechos. Pero, también, porque se configuran conceptos errados. Alguien se suicida y se busca enseguida una normativa. Más allá de este caso puntual, porque el Morro sí habló de depresión, la asociación inmediata entre suicidio y depresión es peligrosa: no todo suicidio implica depresión ni viceversa, por supuesto.

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De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo. Es importante quebrar estas comprensiones reduccionistas, efectistas, demagógicas y profundamente mercantiles porque son las que facilitan la expansión de una filosofía que en nombre de la espiritualidad y un falso don de renacimiento nos individualiza hasta la deshumanización y mantiene la maquinaria andando. Atrás del “lavate la cara, vestite, salí al sol, disfrutá el día, todo es una oportunidad”, entre otros tantos slogans motivacionales, está el mandato de la producción, está la idea de una vida humana que vale ser vivida de acuerdo con su utilidad, de acuerdo a su relación capital con su uso del tiempo y su manera de ocupar un espacio.

Pero también hay otras narrativas que aportan aún más banalidad, daño y, sobre todo, estigma. Narrativas que los últimos tiempos cobraron vuelo, como la utilización del término psiquiátrico frente a todo aquello que nos resulta extraordinario, extravagante, ridículo. Frente a lo que se nos manifiesta como algo desconocido, como si la manifestación de nuevas expresiones no fuera el signo más importante de la vida en un planeta, que no significan algo necesariamente novedoso, pero que sí exigen lecturas por fuera de la caja habitual y, por lo general, cada vez más agudas. Si no viviéramos en un constante presente emocional lo recordaríamos bien, la historia vital funciona así.

De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo.

Utilizar psiquiátrico como adjetivo, además de revelar la incapacidad frente al acontecimiento y frente a lo que implica en sí lo psiquiátrico, hace fácil la tarea para todo aquello que se quiere combatir. Esta operación termina tarde o temprano desplazando de la discusión todo lo propiamente político de la querella. Se habla de psiquiátricos para hablar de neofascismos, conspiraciones, discursos nefastos y delirantes, pero también para descalificar ideologías opuestas a las propias o deslegitimar oposiciones. En vez de desarticularlas, en vez de generar el conflicto y dar la batalla, optamos por salidas fáciles, recursos triviales y un pretendido humorismo que poco tiene de tal.

“Más que una marcha fue un aluvión psiquiátrico”, dijo Axel Kicillof en una entrevista con Víctor Hugo hace unos meses atrás, como si fuera un tuitero más. Difícil ejercer demandas reales sobre salud mental con estados que no la toman como prioridad y los políticos que adoptan ciertos términos estigmatizantes como chicana. A ningún “psiquiátrico” se le ocurría pedirles a ciertos sectores que respeten medidas sanitarias en el medio de una pandemia caricaturizando otra pata fundamental de la salud pública, una que justamente va a quedar aún más vulnerable —y manipulada— por la pandemia. Por otro lado, desayúnense, parafraseando a Chris Kraus, los problemas de adicciones y salud mental también pueden derivar de una profunda lucidez, de una noción demasiado en carne viva del mundo, de lo ajeno, del contexto, es decir, de lo político. El paciente psiquiátrico no tiene una incapacidad de lectura, su salud mental puede manifestarse también como un gesto de intolerancia frente a la comprensión de lo que lee, vive, padece.

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“No importa todo lo indestructible que nos veamos, al final del día todos somos humanos, todos tenemos sentimientos”, dijo DeMar DeRozan en una de sus conversaciones sobre su lucha, así lo llama él, contra la depresión y la ansiedad. Esa expresión quedó como bandera del tratamiento que viene dándose dentro de la NBA sobre salud mental. El actual 10 de los Spurs revolucionó una madrugada de febrero cuando tuiteó “esta depresión saca lo mejor de mí”. Ese fin de semana, All Star 2018, estaba todo preparado para ser una fiesta, sin embargo, él decidió no disfrazar lo que estaba viviendo. La inmediatez de la red social le devolvió un apoyo monumental. Pero ninguna reacción se hizo esperar demasiado y, lejos de retrotraerse, a partir de ahí, DeMar dio un paso al frente empujando un cambio histórico y apreciado por sus compañeros, colegas y diferentes actores sociales. 

“Quiero hacer mi parte. Me quiero asegurar de que no haya vergüenza ni estigma a la hora de hablar de salud mental. Hay mucho trabajo por hacer para que la salud mental sea prioridad”, explicó frente a varios estudiantes en una escuela de San Antonio sobre la decisión de hacerlo público siendo él tan reservado. Y acá lo más interesante y, quizás, una de las razones por las cuáles ese impacto inmediato no se esfumó, no fue utilizado con morbo y hoy es tomado de ejemplo por deportistas y organizaciones de diferentes disciplinas: DeRozan parte de su experiencia, pero su posición pública no es vivencial y la convierte fácilmente en una demanda política, cultural y social, según corresponda, según quién esté enfrente de él escuchándolo.

La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos.

Incluso, si quisiéramos arriesgar de acuerdo con escenarios que son conocidos de su vida personal, él empuja la conversación hacia otro lado, hace de su yo una voz de muchos. Así, habla de las experiencias traumáticas atravesadas principalmente por el racismo, las pone en diálogo permanente con las dificultades de clase y, en consecuencia, con las dificultades de acceso a tratamientos de salud. Opuesto a ese culto al macho invencible, habla de vulnerabilidad y fuerza como dos caras de una misma moneda que se necesitan mutuamente para poder soportar el ritmo, tanto el atlético como el de la vida. “Siempre lidié con esto, desde muy chico. A algunos nos tocan vidas en las que constantemente estamos empezando desde atrás y podemos revertirlo, podemos una y otra vez pasar al frente. Bueno, a algunos no nos queda otra opción, en realidad. Pero eso te está afectando, es cierto que te hace cada vez más fuerte y te vas preparando para todo lo que venga, pero también te aísla más y te golpea duro. Un día miré a los ojos a mis hijas y me di cuenta de que no tenía que empujarlas a ellas a lidiar con eso. Ahí me di cuenta de que iba a necesitar ayuda. Y cuando pude pedirla sentí que perdía el peso de toda una vida”.

Pocas semanas después del tuit de DeMar, y luego de que ampliara su testimonio con un medio de Toronto, habló Kevin Love. “No había escuchado nunca a un atleta profesional hablar de salud mental y no quería ser el primero. No quería parecer débil”, confesó. El jugador narró con detalles cómo fue sufrir un ataque de pánico durante un partido, lo que lo obligó a abandonar el juego y primordialmente su propia actitud reacia frente a eso que él percibía como débil. “No sabía que podía existir algo así, no lo creía posible, pero ahí estaba sin poder respirar y temblando”, confesó.

Love hoy dedica su tiempo a trabajar en que la salud mental dentro de la formación temprana sea prioridad. Tiene una fundación, visita escuelas, organiza programas y sus publicaciones siempre son una invitación que resuena como un volver a los básicos vinculares. Love plantea la importancia de la escucha como elemento principal, desde el escucharse uno a escuchar al otro. Hay una pauta para este punto en su propia experiencia: “Escucharlo a DeMar fue para mí el primer paso para pedir ayuda. Tuve que agradecérselo de manera personal, porque lo escuché y cada palabra me fue sacando de mi propia idea sobre mí. Fue liberador. Ese hombre se paró ahí y se abrió de una manera que realmente sentí que me estaba hablando a mí, aunque estaba hablando para todos. ¿Cuántos de nosotros necesitábamos algo así y no lo sabíamos?”.

DeRozan y Love no se quedaron hablando solos. La rueda empezó a girar y a marcar el camino. Jugadores y ex jugadores unieron sus experiencias, expectativas, visualizan las faltas, reconocen el avance y proyectan cuánto más por hacer. Paul Pierce, Kelly Oubre, Blake Griffin, Justise Winslow, Jay Williams, Royce White, Markelle Fultz, Metta World Peace, Kenyon Dooling, entre otros tantos, fueron aportando lo suyo. Esto ocurre mientras se consolida una tendencia realmente enriquecedora, la de los protagonistas iniciando la comunicación con la gente. Podcasts, publicaciones con sus firmas, transmisiones en las que se entrevistan unos con otros, conversaciones que nos dejan ver otra forma de la complicidad, del lenguaje compañero, hermano, del código entre colegas, lo que permite otro tipo de declaraciones. O simplemente apretando el botón correspondiente en una red social para hablarle en cualquier momento y de manera directa a ese público que lo sigue. Tanto más favorable es esta tendencia con Stephen Jackson, el entrañable Captain Jack, a la cabeza y The Players’ Tribune redefiniendo todo concepto sobre portales y conversación pública, rompiendo todo puente convencional y mano a mano con la prensa para llegar a seguidores y a quienes quieran oírlos. Por fuera, obviamente, de las obligaciones que la NBA impone, estas iniciativas acompañan con potencia, sin amarillismo y con honestidad emocional un cambio de paradigma tan urgente como importante. 

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Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras.

Luego de que DeRozan agitara las aguas, el veterano ex jugador y entrenador John Lucas dijo para una serie de entrevistas de ESPN que el 40% de los jugadores de la liga había sufrido o estaba sufriendo algún problema de salud mental. Menos del 5% había pedido ayuda. La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos. Organizados, despiertos, a disposición de las demandas sociales, la NBA ya se vio obligada a hacer, deshacer y rehacer más de una vez sus estructuras, algunas que parecían intocables, gracias a un trabajo sólido y colectivo de los jugadores, siempre respaldados de manera contundente por el gremio que preside Chris Paul.

A pocos días de cumplirse tres años de aquel tuit de DeRozan, la salud mental no solo se convirtió en una conversación pública obligada, sino que se volvió estructural en cada negociación, habiendo superado su prueba de fuego en la Burbuja de Orlando, ese “experimento” de aislamiento total que la NBA sacó de la galera para retomar la temporada a mitad del año pasado. Con DeMar afuera, Jamal Murray y Paul George, por nombrar solo algunos, mantuvieron la voz en alto sobre estos temas hasta el final. Y el comienzo de la nueva temporada partió desde ahí: “cada paso que damos buscamos que no sea solo para cubrirnos, estamos tratando de elevar los pisos de cada negociación, no podemos permitirnos volver atrás ni que todo lo que venimos haciendo se caiga sin nosotros y quede en el olvido. Nuestras luchas están más allá de nosotros y esto es algo que todos estos jugadores tenemos en claro, ese es nuestro principal objetivo en términos de legado y estamos hermanados en esto”. Esta declaración de Chris Paul, que llegaba entre el balance por la experiencia en la Burbuja y cómo se posicionarían frente a lo que en ese momento parecía lejano de suceder, el pronto comienzo de esta nueva temporada, podría ser prácticamente de cualquier jugador activo hoy en la liga, una liga que acontece bajo el pulso de “más grande que el básquet”, consigna en sintonía con diversos movimientos sociales que, de no tenerlos entre los integrantes de las mesas chicas fundacionales, los tienen de protagonistas.

Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras. Una memoria que tiene demasiados nombres y situaciones que, aunque no tengan trágico final, tuvieron un duro mientras tanto, endurecido más aún por los tratamientos que cayeron sobre ellos.

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Nuestro fútbol está muy lejos de lo que se vienen dando en la NBA, entendiendo lo tedioso de las comparaciones, pero la actualidad no solo invita a hacerlo por el caso del Morro. Los que definen el destino del fútbol se la pasan mirando a la NBA, le mal copian varias de sus iniciativas e innovaciones, siempre pensando en el negocio. En este caso puntual, el punto valioso que propicia la comparación sería desde una perspectiva social y desde lo que siempre se destaca de nuestras asociaciones deportivas: si este cambio, y otros tantos, fueron posibles en franquicias privadas, ¿cómo no se va a poder mejorar las condiciones de clubes sin fines de lucro?

Responder esa pregunta es enfrentarnos con la realidad más cruel, una realidad atravesada por varios motivos que son tanto extra-futbolísticos como futbolísticos. Tal vez empezando por la falta de un sindicato a la altura y de una organización entre los jugadores nula (otro enorme contraste con la NBA). Pero hay más. Porque partiendo de una sobrerrepresentación social, que es negada, también podríamos comenzar a plantear demandas para construir clubes como espacios seguros para los adolescentes y jóvenes. Sin embargo, el fútbol y los clubes como elementos fundacionales y fundamentales de nuestra cultural fueron llevados puestos por las políticas neoliberales y las utilizaciones especulativas, tanto de sus instalaciones como de sus cuerpos institucionales y los alcances sociales. Tenemos un fútbol que tiene más de tabúes y vampiros que de fútbol. Un fútbol totalmente desculturizado en su condición social, pero también en su condición deportiva, porque los clubes están destinados a operar como búnkeres, nicho de corruptos e inescrupulosos.

La indiferencia organizada a la sobrerrepresentación social que hay en nuestro fútbol, definida principalmente por el trazado racial, de clase y el tipo de fluir migratorio que sostiene, nos está contando varias historias a la vez. En términos de salud mental, pero también frente a las diferentes violencias dirigenciales e institucionales, el impacto de esa indiferencia suma peso a lo que cargan sobre las espaldas los protagonistas, lo que se pretende de ellos, lo que no resuelven por el hecho de ser futbolistas y, de la noche a la mañana, volverse figuritas y millonarios, mucho menos el precio que pagan por ese “volverse figuritas y millonarios”. Esto se exalta cuando “el mundo real” se mete en la agenda, desde las sucesivas denuncias por violencias de género o abusos a los entornos del futbolista hasta las situaciones de violencias y atentados a su integridad por “la cultura del aguante”.

El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas —como abrir una comisión de género, sacar comunicados de repudio, promover castigos y multas, etcétera— genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait. Cada acontecimiento que viene a mostrarnos algo mucho más grande que la noticia en sí, se vive como un caso aislado y se lo condena rápidamente al olvido, solo vuelve a escena cuando el morbo paga la invitación, entonces, diferentes nombres y duelos son agrupados bajo el titular “los suicidios más famosos”. El jugador no es persona ni siquiera estando muerto.

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El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait.

Los protagonistas del fútbol argentino, principalmente de primera e internacionales, no parecen estar incorporados a ninguna realidad social, no parecen tener vinculación alguna con sus lugares de nacimiento, con sus barrios, parecen no tener historia. Parecen nacidos futbolistas y también quedan atados a la lógica del presente permanente, porque ni siquiera parecen tener historia con los clubes donde se forman, ni con sus compañeros de formación ni con sus colegas a lo largo de su trayectoria ni de otras disciplinasEl jugador de fútbol es un ente aislado y reducido a lo que hace o no hace con la pelota, completamente arrancado de todo cuerpo social, cultural y político. Un cuerpo al que, tarde o temprano, van a volver, con más dolores y penas que el éxito de otrora permitía aventurar.

Lo preocupante es que el jugador de fútbol argentino se acomoda ahí, quizás porque sabe lo que puede perder si no lo hace. Esto no es culparlo, es, de nuevo, una invitación obligada a pensar el fútbol desde la sobrerrepresentación social y la estructura problemática que se levanta en su negación, la que deviene en el peor aislamiento posible, el que no se percibe como tal, y configura a un jugador estrella. Como si el estrellato no fuera una intermitencia, como si el estrellato, a su vez, no fuera otra cara de una inminente caída.

Porque cuando la matriz falla y alguno expone gestos sociales, es decir, humanos, de la índole que sea, el linchamiento y el descarte son la respuesta. Dirigencias y periodismos sacan y ponen a los futbolistas de las cajitas de cristal según lo que el mercado y el pulso político indique. Cuando los sacan de esas cajitas de cristal son tirados a las barras como alimento a los leones, a los hinchas que todo el día consumen discursos jugosamente arreglados que no piensan más allá del jugador como portador de una pelota. Por eso, cuando algo rompe la matriz, algo que sucede todos los días, todo el tiempo, en total silencio, algo que delicadamente se invisibiliza y se trabaja en esa invisibilización con un esfuerzo criminal, se conmocionan.

Pero la pose, como la conmoción, no se puede sostener para siempre. Es más, ni siquiera funciona por repetición. Cuánto tiempo más hay que esperar para que finalmente no perdamos de vista el hueso: lo que los conmociona no es el suicidio, no es que finalmente el jugador se humaniza, incluso en un gesto definitivo y fatídico, lo que los conmociona es que el jugador se les escapó del relato y los expone a todos tal cual son. Individualistas, carroñeros, mercenarios. Responsables, que no es lo mismo, por supuesto, que ser culpables.

Hugo Gola a tres voces

Hugo Gola a tres voces

El nombre de Hugo Gola remite de forma indefectible a la poesía. Su nombre se asocia al de otros grandes, como Saer y Juan L. Ortiz. Fallecido en 2015, su nombre reverbera todavía en quienes lo conocieron y, sobre todo, en su obra.

El nombre de Hugo Gola está ligado a la vida y obra de otros, quizá más célebres, como Juan L. Ortiz y de Juan José Saer. Escuchar en estos días las presentaciones maratónicas sobre la nueva edición de las Obras completas de Ortiz nos remiten una y otra vez referencias, anécdotas, comentarios sobre Hugo. Ocurre algo parecido cuando uno vuelve sobre videos de las entrevistas o intervenciones de Saer.

Mi vínculo con Hugo fue en la década de 1980 cuando volvió a Santa Fe. Asistí a su taller, pero también a las variadas actividades que organizaba. Posteriormente lo vi en alguna ocasión cuando volvía a Santa Fe, o bien tenía noticias de primera mano en las conversaciones que tenía con su amigo José Carlos Chiaramonte. Era común, incluso hoy, que José Carlos me cuente anécdotas con Hugo de sus tiempos en Paraná y Rosario, pero también las ultimas novedades de su vida en México. Ir a la casa de Chiaramonte y de Susana, significaba, ente otras muchas cosas, hablar de Hugo mientras me mostraba la última correspondencia donde siempre iba acompañada de un libro o una revista. Entreviste a tres poetas que están vinculados a Hugo. A su último editor, Javier Cófreces, a su hija Patricia y a una de sus últimas colaboradoras y discípula en México, Tania Favela. Tres intervenciones a modo de homenaje, tres voces para recordar a Hugo Gola.

Tania Favela Bustillo (México, 1970) Cursó el Doctorado en Literatura Latinoamericana en la UNAM. Del 2000 al 2010 formó parte del Consejo Editorial de la revista El poeta y su trabajo dirigida por el poeta Hugo Gola. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Un ejercicio cotidiano, selección de prosas de Hugo Gola (Toé, 2016), El lugar es el poema: aproximaciones a la poesía de José Watanabe (APJ, 2018), el libro de poemas La marcha hacia ninguna parte (Komorebi, 2018) y Remar a contracorriente. Cinco poéticas: Hugo Gola, Miguel Casado, Olvido García Valdés, Roger Santiváñez, Gloria Gervitz (Libros de la resistencia, 2019). Actualmente es Académica de Tiempo Completo de la Universidad Iberoamericana .

Tania, hace un tiempo me comentaste que Hugo fue uno de tus maestros. ¿Qué podés contarnos al respecto? ¿Cómo lo conociste?

Conocí a Hugo Gola en la Universidad Iberoamericana al inicio de mi Licenciatura en Literatura Latinoamericana en 1989, yo tenía en ese entonces diecinueve años. Tengo un recuerdo nítido de esa primera clase y del impacto que tuvo de inmediato en mí: habló de la importancia de la poesía y de su relación con la vida, leyó con tono fuerte y ritmo pausado varios poemas y nos preguntó sobre nuestras lecturas e intereses. Al salir de clase tuve la sensación de haber estado frente a un verdadero maestro y percibí que algo se había modificado en mi interior. Puede parecer exagerado, pero no lo es. Hugo tenía un efecto inmediato en aquellos que lo escuchaban con atención. A partir de ese momento intenté estar cerca de él, no sólo en sus clases, sino fuera de ellas, en su cubículo, en los pasillos o en los jardines de la universidad en los que solía recostarse para leer o para conversar con los alumnos que se le acercaban. Como yo era muy tímida, esperaba siempre a algún amigo para que me acompañara y así poder participar (casi siempre como escucha) de la conversación. Hugo hablaba de todo, la poesía era siempre el eje, pero la conversación podía girar hacia sus recuerdos de juventud o a su relación con Juan L. Ortiz y Juan José Saer, o nos contaba de alguna lectura reciente que lo había emocionado o de algún músico que había escuchado. A veces nos aconsejaba sobre problemas particulares o comentaba cierta noticia que había leído, o hablaba de alguna exposición de pintura y nos recomendaba ir a verla. Mi vida extrañamente comenzó a girar en torno a Hugo y a la poesía, y mi manera de pensar y de vivir dieron un vuelco total.

«Hugo tenía un efecto inmediato en aquellos que lo escuchaban con atención. A partir de ese momento intenté estar cerca de él, no sólo en sus clases, sino fuera de ellas, en su cubículo, en los pasillos o en los jardines de la universidad en los que solía recostarse para leer o para conversar con los alumnos que se le acercaban» (Tania Favela).

¿Qué otras cosas podés contarnos sobre ese primer acercamiento?

Tuve la fortuna de poder tomar cuatro clases con él, además de las dos materias de poesía que estaban en los primeros semestres, Hugo impartía “Lectura crítica” y “Ensayo Latinoamericano” en los semestres posteriores, así que estuvo presente a lo largo de toda mi carrera. Fue también mi director de tesis, yo había elegido precisamente la poesía de Juan L. Ortiz y Hugo, aunque primero intentó disuadirme por lo complejo de los poemas, luego aceptó gustoso dirigirme porque, por lo que me dijo, mi proyecto le había interesado. Otro golpe de suerte para mí fue el haber presenciado el inicio de la revista Poesía y poética, de la que me hice inmediatamente lectora. En 1994 salí de la carrera, pero no de la universidad, me ofrecieron una clase de redacción y la acepté con gusto, entre otras cosas porque quería seguir cerca de sus enseñanzas. Daba mis clases y, si lograba coincidir en horarios, me metía a sus materias, que yo ya había tomado, pero como Hugo fue un maestro singular, sus cursos eran siempre distintos y siempre veía o leía algo nuevo para mí. Así que, hasta su vuelta a la Argentina en el 2011, estuve cerca de él, ya fuera en su taller de poesía o en las reuniones entorno a El poeta y su trabajo,o en los deliciosos asados que hacía en la casita de Huitzilac, a los que de tanto en tanto nos invitaba y en los que de manera relajada y siempre con un buen vino seguíamos la conversación del taller o de algún nuevo interés que Hugo ponía en la discusión del momento.

Cuando conocí a Hugo en Santa Fe también fui a su taller literario, y, casi de inmediato, lo consideré íntimamente como un maestro. La primera reunión se hizo en la facultad, todas las posteriores fueron en la casa de Marta Bianchini, otra tallerista. Su explicación básica fue que no se podía hacer un taller sin un ámbito más familiar y, sobre todo, con un vaso de vino en la mano. Me sorprenden estas coincidencias con respecto a lo que señalas. Podrías, por favor, ampliar un poco más tu idea de Hugo como tu maestro.

Me alegran esas coincidencias, y bueno, es importante decir que Hugo fue un maestro en todo el sentido de esa palabra, no sólo se interesaba en nuestra formación “intelectual”, por llamarla de alguna manera, sino también y sobre todo en el curso de nuestras vidas. Fue gracias a él que decidí independizarme y vivir sola, él hablaba siempre de la importancia de tener un espacio y el silencio necesario para poder leer y estudiar, así que con mi primer sueldo alquilé un pequeño cuarto y me fui de casa. Me acuerdo todavía lo mucho que Hugo festejó esa decisión. Fue también gracias a él que me metí al doctorado, incluso me sugirió trabajar a Watanabe, que acababa de morir y era un poeta prácticamente desconocido en México. Y también podría decirse que gracias a él tengo ahora un tiempo completo en la IBERO, esto porque en el 2012 fuimos a Buenos Aires, Luis Verdejo, Bruno Madrazo y yo a visitarlo, y lo primero que hizo fue preguntarme si ya tenía una plaza en la universidad: le dije que no, que no tenía ganas de concursar por la plaza, porque al no tener un tiempo completo, tenía mucho tiempo libre; de inmediato me regañó y me dijo que era momento de pensar en el futuro, que yo ya no era tan joven y que no podía seguir viviendo al día. Como siempre tuvo razón, y al poco tiempo concursé y gané felizmente la plaza.

Me gustaría que nos cuentes sobre la tesis que escribiste sobre la obra de Hugo. ¿En qué consiste? ¿Qué te dejó esa experiencia de investigación?

En la tesis me centré sobre todo en Filtraciones, que salió en 1996 y que fue el primer libro que Hugo publicó en México. Yo había leído ya sus libros anteriores, que me encantaban, pero me decidí por Filtraciones, quizá por ser justamente su libro más reciente. Aunque también trabajé uno de sus “Siete poemas”, libro anterior que se encuentra en Jugar con fuego. Trabajar la obra de Hugo teniéndolo tan cerca fue complejo, en principio porque intentó varias veces disuadirme, pero como vio que yo no pensaba cambiar de poeta se resignó y no volvimos a hablar del tema. Es decir, nunca me preguntó cómo iba mi trabajo de tesis y yo procuraba no hablar de ese tema con él. Así que me olvidé de Hugo y me centré sólo en los poemas, que es, finalmente, lo que uno debe hacer cuando trabaja una obra poética.

Mi director de tesis fue William Rowe, y eso, debo decirlo, fue maravilloso para mí, disfruté de su conversación y aprendí mucho con su lectura y sus sugerencias. Siempre lo he considerado también mi maestro, le debo mucho de mi forma de leer y abordar la poesía.

Mi tesis giró en torno a la forma de los poemas de Filtraciones. La titulé precisamente Hacia la forma (aproximaciones a la poética de Hugo Gola) y la dividí en tres partes: “El ejercicio poético”, “Fantasía inteligente” y “El acto crítico”. No voy a ahondar en todo lo que trabajé ahí, pero te puedo señalar los rasgos de su obra que en ese entonces me impresionaron: primero, el tejido sonoro que articula sus poemas, al que llamé “lógica fónica” y del que intenté dar cuenta desde el movimiento de la sílaba del que habla Charles Olson en su ensayo “El verso proyectivo”. En mi tesis no hice la relación con Girondo, pero ahora veo lazos importantes entre la obra de Gola y En la masmédula, una relación que daría para un lindo ensayo. La articulación sonora me llevó a adentrarme en la dinámica de la construcción de algunos de sus poemas largos y en la transmutación constante de las palabras. Otro punto que llamó mi atención fue la constante negación que se articula en algunos poemas. La negación no sólo como principio destructor sino como constructor: negar para depurar, para filtrar, para desbrozar un terreno y trazar un territorio nuevo. Me centré también en la austeridad de su lenguaje, en esa economía verbal que lo caracteriza y en el acto crítico que todo poema supone. En fin, habría otras cosas, pero sería difícil resumirlas. Lo que sí te puedo decir es que esa tesis me ayudó a sentar bases importantes para seguir trabajando la poesía, en particular, claro, la poética de Hugo. El último trabajo que publiqué sobre su obra es “El rumor de lo real en Resonancias renuentes” que salió en mi libro de ensayos Remar a contracorriente. Cinco poéticas, publicado en la editorial, libros de la resistencia, de Madrid.

Cuando terminé la tesis lo primero que hice fue dársela a Hugo, después de una semana me llamó y me dijo: “¡Buen trabajo!”, ese fue mi mejor regalo de titulación, saber que le había gustado.

«Las reuniones en casa de Hugo eran muy estimulantes, las ideas, la conversación, el sentido del humor de Hugo, siempre agudo y sutil, nos llenaba, a los que participábamos cada viernes, de energía y de ganas de hacer cosas: de leer, de escribir, de pintar, o de hacer algo, cualquier cosa, Hugo sabía contagiar esa vitalidad, algo realmente maravilloso y creo, poco común» (Tania Favela).

Formaste parte, como ya contaste, del consejo editorial de la prestigiosa revista El Poeta y su trabajo que dirigía Hugo. ¿Qué podés decirnos con relación a esta experiencia? ¿Cómo pensaban los números, cómo eran las reuniones de trabajo, qué discutían?

Fue una experiencia muy interesante, en principio porque cada viernes por diez años, del 2000 al 2010, nos reunimos en el departamento de Hugo, no sólo los que participamos en el consejo, también otros alumnos y alumnas. Hugo comenzó en ese entonces un taller de poesía y fue ahí donde surgió la idea de emprender la nueva revista El poeta y su trabajo. El ciclo Poesía y poética (1990-1999) se había cerrado a consecuencia de una pésima y lamentable decisión de la entonces directora del Departamento de Letras de la UIA, así que el taller y la revista se convirtieron en un nuevo eje de conversación y aprendizaje. En el taller leíamos y comentábamos nuestros poemas, cada sesión alguien leía y si no había material del grupo, Hugo leía y comentaba poemas de algún poeta o trozos de prosa que le hubieran interesado; también gustaba de poner música y la escuchábamos con detenimiento para después comentarla, o incluso llegamos a ver y comentar alguna película o alguna escena en particular. Cuando la nueva revista arrancó, el taller dio también un giro y sobre todo nos reuníamos para ver el material que le había llegado a Hugo o que había seleccionado para el nuevo número. Nos leía cartas, entrevistas, ensayos y traducciones, y conversábamos sobre ese material. En realidad, el que elegía los materiales era Hugo y era él también el que nos los presentaba. Estaba, eso sí, siempre abierto a las sugerencias y nos animaba a traducir poemas, ensayos o entrevistas para publicarlos en la revista. Yo, debo decirlo, no tenía muchas sugerencias; otros, mucho más activos, traían materiales para ver si Hugo se interesaba. Una vez formado el nuevo número, el trabajo era el de transcribir los textos, corregir las pruebas e incluso mandar las revistas al correo, en todo ese trabajo participé de manera muy activa y siempre contenta de hacerlo.

Las reuniones en casa de Hugo eran muy estimulantes, las ideas, la conversación, el sentido del humor de Hugo, siempre agudo y sutil, nos llenaba, a los que participábamos cada viernes, de energía y de ganas de hacer cosas: de leer, de escribir, de pintar, o de hacer algo, cualquier cosa, Hugo sabía contagiar esa vitalidad, algo realmente maravilloso y creo, poco común. Cuando por la noche uno salía de su departamento, la vida parecía más rica, más densa, más compleja, más bella, mucho más interesante de ser vivida.

Entre los que nos reuníamos estaban siempre Martha Block, Juan Alcántara, José Luis Bobadilla, Guadalupe Alemán, Ricardo Cázares, Jessica Díaz, Iván García, a veces también llegaban Juan Carlos Cano, Tatiana Lipkes, Luis Verdejo, Jesús Coss, Nadia Mondragón, Rogelio Castillo, Germán Martínez, etc.

Lo que he leído de tu poesía, creo, tiene ciertos ecos de la poesía de Hugo. Te lo he escrito alguna vez. En tu opinión, ¿su poesía tiene algún impacto en tu propia obra?

Pienso que sí, que en todo lo que he escrito está de una u otra forma Hugo. No necesariamente de manera directa, mis poemas, creo, son muy distintos a los suyos, sobre todo los últimos, porque en los primeros, en Materia del camino, por ejemplo, la voz de Hugo es más evidente y también la influencia de cierta poesía norteamericana que a él le interesaba mucho; pienso sobre todo en el primer o último William Carlos Williams, o en la poesía china y japonesa que también leímos mucho con él. En Pequeños resquicios hay otras influencias, la de Watanabe, por ejemplo (a quién también leí gracias a Poesía y poética). En La marcha hacia ninguna parte, suceden otras cosas, la escritura vuelve a cambiar, pero por lo visto Hugo siempre está en el centro, en el título y en ciertas frases o versos suyos que fui intercalando.

Su insistencia en el “habla”, que está tanto en sus poemas como en sus reflexiones (Prosas o entrevistas), es algo que me parece puede percibirse en mi escritura, eso en definitiva se lo debo a Hugo. También su mirada crítica y su atención a las vanguardias fueron alimento constante, y quisiera pensar que son marcas también de mi escritura. Pero quizá el eco más importante de Hugo en mi poesía y en mi vida tiene que ver con su manera de entender la poesía, con su manera de vivir, que en líneas generales y hasta donde me fue posible, traté de seguir: el rigor, la fidelidad a la poesía, la necesidad de crearse un espacio interior y exterior, el no acomodarse, el no transigir por cuestiones de conveniencia, en fin, toda una enseñanza que me acompaña día a día.

Patricia Gola nació en Santa Fe, Argentina, en 1959. Vive en México desde 1976, tras salir exiliada con su familia. Estudió literatura en la UNAM y escribió una tesis sobre Oliverio Girondo y otra sobre Emilio Adolfo Westphalen. Es poeta y traductora del inglés y el alemán. Ha traducido libros de: Paul Celan, Denise Levertov, Robert Creeley, Wallace Stevens. Publicó el poemario Las lenguas del sol en México (El ala del tigre, 1992) y en Argentina, en versión ampliada (Alción, 2010). Fue editora y directora de la revista Luna Córnea y trabajó como editora de libros de fotografía en el Centro de la Imagen. Actualmente prepara la publicación de otro poemario, Secreta matriz, y tres libros de traducciones: Plegarias, de Christine Lavant (AUIEO Ediciones), De Mandelstam a Celan: Envíos (Alción) y una edición ampliada de su antología de Paul Celan.

En las reuniones de Taller con Hugo, en la Santa Fe de los años 80, recuerdo que nombraba a sus hijas. No tanto como hijas sino como colegas. “Lean esto, decía, que tradujo Patricia Gola”. Sonaba realmente muy encantador el lugar que les daba. ¿Qué podés contarnos sobre la relación que tenías con tu padre como poeta?

Lo primero que se me vino a la mente después de leer esta pregunta es que mi padre “establecía un contacto”, desde donde fuera que se encontrara. Era un guiño de ojos, un hilo invisible, ¡pero qué resistente! Mi padre tuvo una gravitación muy grande en mi vida. Sin duda, la manera en que concibo al mundo, y a los hombres y mujeres que lo conforman, está pasada por el fino matiz que él les imprimía a las cosas. Una personalidad muy fuerte mi padre, fuerte pero no impositiva. Recuerdo que él solía entrar en esos estados donde la sensibilidad se exacerba al máximo y uno está presto a recibir. A veces, él caía en esos estados simplemente leyéndome algún poema, era una especie de arrebato. Yo era una niña de escasos seis o siete años y sólo entendía el espíritu de todo eso. Las explicaciones venían sobrando. Ahí estaba la experiencia. Él, quizás sin proponérselo, me inoculó ese veneno de la poesía, que es a la vez un antídoto, que permite hacer la vida un poco más vivible.

A menudo compartíamos lecturas, hallazgos azarosos, y más terrenalmente, la comida y el vino (que son otras de las maneras de la poesía). Y todo eso fue forjando en mí una mirada que, a menudo, compartíamos sobre las cosas. Mi padre no fue un ser ejemplar, aunque trató ciertamente de ajustar su vida a una ética personal. Un ser altamente contemplativo; muchas veces, sin embargo, sufría de ansiedades. También lo atormentaba la finitud de la vida y el misterio insondable de la muerte. Pero fue un hombre profundamente comprometido con esas palabras calientes. A ese riesgo, a esa “intemperie sin fin” que es la poesía, y a tratar de descifrar su naturaleza siempre indómita, le dedicó toda su vida.

Hugo se destacó por la creación de revistas de poesía, donde vos tuviste una participación. Me gustaría que nos cuentes cómo eran esas empresas de difusión poética.

Esa empresa venía siempre acompañada del entusiasmo. Encontraba un material de interés, y en torno suyo se le iban sumando otros hasta conformar poco a poco un número de la revista. A veces intervenía el azar, pero también, como sucede con aquellas personas que se sienten atraídas por una “línea” de trabajo, convocaba, pienso, esos materiales. Cuando se está atento a la poesía, ella suele hacer su aparición, algo así le sucedía a mi padre. Los amigos, muchos de ellos poetas, o bien algunos desconocidos pero que se entusiasmaban con su labor editorial, solían enviarle materiales diversos desde distintas partes del orbe. Otras veces él mismo llegaba rastreando a poemas, ensayos, y a textos más o menos inclasificables. Así, sus revistas estuvieron dedicadas a la poesía y a la poética, pero también incorporaron la pintura, la fotografía, la escultura, la música, como parte sustancial de ese núcleo vivo. Tuvo también la lucidez de darle mucha importancia a la traducción, como una forma de la transcreación poética, e insistía siempre en incluir el original en su lengua y paralelamente las versiones. Solía decir que hay tantas traducciones de un poema, como traductores posibles, porque cada versión da cuenta de la propia experiencia de la poesía y de la vida misma. Yo participé, sí, en algunos números, pero siempre a una respetuosa distancia.

«Sus revistas estuvieron dedicadas a la poesía y a la poética, pero también incorporaron la pintura, la fotografía, la escultura, la música, como parte sustancial de ese núcleo vivo. Tuvo también la lucidez de darle mucha importancia a la traducción, como una forma de la transcreación poética, e insistía siempre en incluir el original en su lengua y paralelamente las versiones» (Patricia Gola).

¿Cuáles son tus recuerdos de Hugo con relación a su trabajo como poeta? ¿Cómo era el proceso de creación de sus poemas? ¿Tomaba notas, corregía mucho?

Ocasionalmente mi padre sufría de una suerte de arrebato. En esos momentos que podían darse en cualquier tiempo o lugar, sentía la imperiosa necesidad de la escritura. Un pedazo de papel, una servilleta, el borde de un papel de diario, o una papeleta en el correo (como le sucedió una vez) podían perfectamente servir a los fines de la poesía. También es cierto que pasaba largos períodos de aridez, en los que no podía escribir. Era un tiempo doloroso. No que él pregonara esa “sequía”, pero uno podía sentirla, casi palparla.  También anotaba en pequeños cuadernos o libretas, como una manera de prepararse siempre para la poesía. Así surgieron, supongo, sus Prosas. La traducción era otra de las maneras de ese ejercicio para ese arte mayor.

Algunas veces los poemas surgían, por así decirlo, de un golpe. Otras veces corregía implacablemente lo escrito, hasta dejar casi nada. Hay páginas suyas donde el poema desaparece ante las infinitas enmiendas. El poema deviene casi una tachadura. La poesía de mi padre es ante todo una respiración y un ritmo. Y es también un dibujo en la página.

En tu opinión, ¿qué es lo que más te gusta de la poesía de Hugo? ¿Tenes algún libro preferido?

Es una pregunta muy difícil. Seguramente por encontrarme demasiado cerca de su poesía. Hay muchos poemas suyos que me tocan profundamente, incluso de sus primeros libros:

“¿Ves esa niebla que anda como desprendiéndose del río, la ves ahora, casi rozando el suelo, acariciante y huidiza sobre los pajonales secos,   amarilleados por la escarcha de un otoño desmedido? Son nubes, nubes que han bajado, cansadas de tanto movimiento puro, sin apoyo, deseosas de sentir la solidez tozuda de la tierra, su beso opaco.”

Quizás con Siete poemas su poesía alcanzó una gran altura. Sin embargo, hay también en Filtraciones poemas de una gran carga poética. Resonancias renuentes es un libro que quiero mucho. Es un regreso a su vida pasada. Como lo es también Las vueltas del río: Juan L. Ortiz y Juan José Saer. En unos meses va a aparecer en Chile un libro inédito suyo, Diario de amor de Anahí, que mi padre escribió en su vejez y que me conmueve por esa centralidad que le otorga al sentimiento amoroso. Creo también que su labor como editor es una con su obra poética. Él mismo lo entendía, pienso, como una unidad. Nunca consideró la poesía como un trabajo. Paul Celan diría “todo menos un trabajo”, un don, sí, eso fue la poesía para mi padre.

Javier Cófreces nació en Buenos Aires en 1957. En 1977 fundó el grupo Onofrio de Poesía Descarnada, junto a Jonio González y Miguel Gaya. En 1981 fundó la revista de poesía La Danza del Ratón, junto a Jonio González, publicación que dirigió hasta su último número, aparecido en 2001.  Ese año fundó la editorial Ediciones en Danza, que dirige actualmente. Bajo este sello publicó, entre otros libros, Venecia Negra (con Alberto Muñoz, 2003), Canción de amor vegetal (con Alberto Muñoz, 2006), Tránsito (2008), Tigre (con Alberto Muñoz, 2010), Los frutos del apetito (con Eduardo Mileo), 2011, Humos de mi padre (2013), Titanes (con Eduardo Mileo y Alberto Muñoz, 2014).

Javier, ¿cuál es tu acercamiento a Hugo Gola? ¿Lo conocés primero como lector de poesía o fue de otra manera?

Conocí a Hugo Gola como lector, tras la lectura de su obra Jugar con fuego. Desde luego, me pareció un poeta muy valioso y su obra me impactó personalmente. Mi gesto de gratitud procuró resolverse a través de la publicación de un nuevo libro de Gola en Ediciones en danza. En consecuencia, tomé contacto personal con el poeta para ofrecerle la edición de un trabajo y me ofreció editar Resonancias renuentes. Una obra deslumbrante, y a pedido del autor, con ilustraciones de Hugo Padeletti.

«Su voz, su palabra y el contenido de sus observaciones me resultaron precisas, necesarias y fundamentalmente luminosas. No hay duda de que Hugo Gola es uno de los grandes nombres de la literatura argentina» (Javier Cófreces).

¿Podés contarnos por favor como fue la edición de Resonancias renuentes, el último libro de Hugo?

Cuando comenzamos a trabajar en la publicación del libro no nos conocíamos personalmente con Hugo. Para resolver la edición, hablamos varias veces por teléfono y Patricia, hija de Gola, colaboró en algunas cuestiones prácticas para la ida y vuelta de archivos. Promediando la publicación, allá por 2011, nos vimos por única vez en Rosario. Gola tuvo el inmenso gesto de acercarse a la presentación de Poesía reunida de Jorge Leonidas Escudero, en el Festival de Poesía de esa ciudad. Charlamos un buen rato y tuve la sensación de estar hablando con un autor sabio y de nobleza extrema. Me impresionó su gesto fraternal y su sencillez, tanto como su mirada profunda. Ya no estaba bien de salud y se lo veía frágil. De todos modos, en ese encuentro me transmitió una sensación de acercamiento impropio de un contacto eventual. Al menos, conservo ese recuerdo muy potente.

¿Cuál es tu opinión con relación a su poesía y a sus distintos emprendimientos en revistas de poesía? De algún modo, ¿tuvo algún impacto en tu propia obra?

Además de su poesía, siempre me impresionaron las reflexiones de Gola acerca de la poesía, publicadas en distintos medios. Siempre estuve atento a conocer sus puntos de vista acerca del trabajo del escritor. Su voz, su palabra y el contenido de sus observaciones me resultaron precisas, necesarias y fundamentalmente luminosas. No hay duda de que Hugo Gola es uno de los grandes nombres de la literatura argentina.

Clics, precarización y resistencia en el periodismo

Clics, precarización y resistencia en el periodismo

«Clics, precarización y resistencia en el periodismo» de Luciano Sáliche y Andrés Correa es el segundo título que lanza la editorial Síncopa. Sobre la actualidad de los medios y su historia reciente, la labor periodística, entre otras cuestiones. Aquí presentamos un adelanto.

UN HALO DE LUZ

La alarma rompe el silencio de la mañana. El tono del despertador es una canción sin letra. La mano de un trabajador con mucho sueño se estira hasta la mesita de luz y agarra el teléfono. Lo desbloquea y antes de levantarse de la cama ingresa a Facebook o Twitter. Ve las notificaciones, ojea perfiles, se empapa en las reglas que la plataforma ofrece. Scrollea. Saltea anuncios extraños, likea memes graciosos o comprometidos y lee la publicación de un medio masivo que, de repente, propone algo novedoso, algo que llama la atención, que interesa, que gusta o que indigna, que escandaliza, y la forma de presentarlo es incompleta o, mejor, misteriosa. El clic hacia ese link, esa página, esa noticia, ese relato, ese contenido, es inevitable: entra. Luego están las expectativas que, una vez adentro, al descubrir lo que había tras el velo del post, pueden completarse con satisfacción o decepción, pero es lo de menos, ya está adentro. ¿Cómo se generó esta secuencia cotidiana que tanto se ha naturalizado? ¿Por qué tanto misterio, tanto posteo edulcorado? ¿Por qué tanto interés para ingresar a esa página, esa noticia, ese relato? En definitiva, ¿por qué se mendiga ese clic?

Eso también es periodismo: una nueva forma —y una nueva tensión— del viejo sintagma autor-lector, la de las redes sociales, que le patearon el tablero a la costumbre de comprar el diario y sentarse a leerlo bajo la sombra en eso que Hegel llamó, hace dos siglos atrás, la misa matinal del hombre moderno. Para que el periodismo continúe siendo un negocio rentable se buscó un modelo que lo posibilite. Los grandes medios, migrados al sitio web, encontraron en la publicidad su principal fuente de ingresos y en el clickbait —el clic como carnada— un recurso para pescar lectores desde los buscadores y las redes sociales. Por su parte, los usuarios cedieron una serie de datos personales a la red social o buscador en donde ocurre este momento —el del clic—, y esos datos son, a fin de cuentas, el oro digital por el que cotizan las publicidades en los medios. 

Internet, esa red que parece estar presente en todo momento de nuestras vidas —conteniéndonos y vigilándonos— simulando funcionar “mágicamente”, sin ninguna materialización que la haga visible, como un halo de luz omnipresente que nos cubre, se ha convertido, como dice Natalia Zuazo, en la primera religión común de la humanidad. En ese sentido, siguiendo a la escritora especializada en tecnología, es necesario sacarle esa mayúscula inicial a internet para analizarla más allá del manto idealizador que se le ha otorgado y ubicarla dentro del devenir de dispositivos tecnológicos entre los que se pueden incluir a la radio y a la televisión, por ejemplo. El avance en la vida cotidiana significó, por un lado, un sinfín de oportunidades para el periodismo, pero también obligó a las empresas periodísticas a competir con otros actores dentro de esta gran disputa por la atención de los ciudadanos, hoy ya consumidores, homogeneizados y a la vez segmentados en esa Pangea llamada audiencia.

Cuando no existen reglas claras de cuál es la tarea de un trabajador, se convive con la incertidumbre, entonces su empleador puede agregarle funciones y trabajos extras con total impunidad bajo pretextos tan falsos como el del avance tecnológico. Lo que está en juego no es solo la mencionada precarización sino también la calidad del producto periodístico.

Ni atrás ni abajo, sobre este ajedrez, donde las corporaciones tecnológicas y los grupos mediáticos se reparten la audiencia, hay periodistas. Cuando Marx hablaba del fetichismo de la mercancía se refería a cómo el capitalismo crea la ilusión de que las mercancías son objetos independientes de “carácter misterioso”, borrando así las condiciones de producción, como si no hubiera trabajadores que las produjeran bajo una relación de explotación. En ese sentido, el periodismo es un trabajo y los que lo ejercen, los que narran y analizan las noticias, son los periodistas. Sin ellos no hay noticias, no hay medios, no hay periodismo. Aunque, más que periodistas, deberíamos llamarlos trabajadores de prensa para englobar al sector completo, con las distintas tareas que se hacen en diferentes áreas y especialidades, pese a que en muchos casos recaigan en una sola persona. Es que hoy en día las dinámicas avasallantes del mercado hicieron del periodista un hombre orquesta. Ya no solo se encarga de escribir la noticia, sino también de filmar, editar fotos y videos o postear en las redes sociales. De esta manera, el trabajador de prensa queda determinado por el apuro de las empresas de comunicación por conseguir más visitas y clics y que las notas salgan más rápido para destacarse en el breaking news frente a la competencia, que no es otra cosa que otras empresas de comunicación con otros trabajadores de prensa, todas subidas a la carrera loca de la inmediatez y la sobreproducción de contenido para atender la insaciable demanda de información de la nueva era.

Mientras los tecnofílicos y meritócratas ponen el acento en la voluntad individual y en la modernización de la industria, en el fondo se trata de la desregulación del mercado de trabajo y la precarización laboral como su efecto inmediato. Cuando no existen reglas claras de cuál es la tarea de un trabajador, se convive con la incertidumbre, entonces su empleador puede agregarle funciones y trabajos extras con total impunidad bajo pretextos tan falsos como el del avance tecnológico. Lo que está en juego no es solo la mencionada precarización sino también la calidad del producto periodístico. ¿Qué tan buena puede ser la nota de un periodista que debe, además de escribir, retocar fotos y grabar un video? ¿O acaso los estudios de un profesional de la comunicación —ya sea redactor, social media, fotógrafo, editor de video— no cuentan para que las empresas, desconociendo la protección de los estatutos y convenios, lo obliguen a realizar otras tareas para las que no fue contratado? Este avance sobre los derechos de los trabajadores ocurre no solo en un contexto de revolución tecnológica que permite el maniqueísmo, sino también en el marco de una retirada del Estado.

POSTALES DE UNA POLARIZACIÓN

Vayamos más atrás. El mismo día que Mauricio Macri asumió como presidente, el 10 de diciembre de 2015, creó por decreto el Ministerio de Comunicaciones y puso al mando a Oscar Aguad, un político cordobés de línea radical cuya experiencia en el área fue haber integrado durante nueve años el directorio de La Voz del Interior, perteneciente al Grupo Clarín, y haber sido un ferviente opositor a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, más conocida como ley de medios. El nuevo ministerio tenía la potestad de “ejercer las funciones de Autoridad de Aplicación de las leyes que regulan el ejercicio de las actividades de su competencia”, es decir, la ley de medios y la Ley Argentina Digital. Aquello fue solo el primer indicio que marcaría la política del macrismo en materia de comunicación. Un mes después, mediante un DNU, el gobierno disolvió el AFSCA y la AFTIC —los organismos encargados de aplicar ambas leyes—, así como el Consejo Federal de Comunicación Audiovisual y el Consejo Federal de Tecnologías de las Telecomunicaciones, y creó, en su lugar, el Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM). Ese decreto fue directo contra el espíritu antimonopólico de la ley de medios dejando sin efecto varios artículos clave y desechando la oportunidad de repartir equitativamente el espectro comunicacional. La fusión de Cablevisión y Telecom, el discrecional reparto de pauta oficial en favor de los grandes grupos y el vaciamiento de medios públicos como Télam son apenas algunos ejemplos de la hiperconcentración de la industria.

Pero vayamos aún más atrás. “Vengo a proponerles un sueño”, dijo Néstor Kirchner ante la Asamblea Legislativa, tras asumir como presidente, el 25 de mayo de 2003. Trece años después, y luego de tres gobiernos kirchneristas consecutivos, el nuevo mandatario Mauricio Macri, ante la misma Asamblea Legislativa, utilizó una frase llamativa: “Vengo a proponerles una hoja de ruta”. ¿Qué sucedió en los casi trece años que pasaron bajo el puente? La metáfora se debe a lo que tanto el nuevo gobierno como los grandes medios denominaron la pesada herencia.

Cambiemos propuso empezar de cero y romper con lo que consideraba un despilfarro. Entonces, propuso dos cosas: achicar el Estado, que se tradujo en una retirada frente al avance del mercado, y desideologizar el discurso público, aunque es evidente que definirse sin ideología es una forma de manifestarla. En 2008, la sociedad argentina se polarizó rotundamente con la llamada Resolución 125 que establecía un sistema móvil para las retenciones impositivas, no solo al trigo y al maíz, sino también al oro verde de la época: la soja. La respuesta del sector agropecuario fue lo que se conoce como lock out o paro patronal. Los cuatro jinetes de la producción agroganadera argentina (la Sociedad Rural Argentina, las Confederaciones Rurales Argentinas, el Coninagro y la Federación Agraria Argentina) arremetieron fuerte en la disputa contra el gobierno. Los grandes medios de prensa gráfica, particularmente Clarín y La Nación, se posicionaron en contra de la medida estatal durante los 128 días que duró el conflicto. Un dato de color: ambos medios, desde 2006, son los propietarios de Expoagro, la muestra agropecuaria a campo abierto más grande del mundo. Así fue el clima de época y a partir de esa puja es que se entiende mejor todo lo que vino después.

Y si bien los usuarios consumen con voracidad, han dejado de leer con la convicción de que aquello que dice el medio es verdad. En algún punto, podría pensarse como algo positivo, sin embargo, ocurre todo lo contrario: al descreer del medio debido a que posiblemente lo que informe esté cargado de una perspectiva editorial distorsiva, se cae en un relativismo absoluto.

Si el 2008 había sido tumultuoso en términos de polarización, al año siguiente llegó el debate por la radiodifusión. Basada en una propuesta que había sido presentada por la Coalición por una Radiodifusión Democrática, la ley de medios fue discutida durante todo el 2009 en 24 foros de todo el país. El objetivo era distribuir equitativamente las licencias en el espectro audiovisual, que por entonces se encontraba muy concentrado. La ley tuvo que esperar y el 10 de octubre de 2011 fue promulgada en reemplazo de la Ley de Radiodifusión 22.285 de 1980 sancionada por la dictadura cívico-militar. La disputa entre el Estado y el Grupo Clarín —el más grande y el más influyente del país— volvió a tajear la sociedad. En ese contexto, la discusión por la objetividad periodística y la tensión entre Estado y mercado en términos de comunicación salió de las universidades y los espacios especializados para debatirse en toda la sociedad civil. Entre los puntos conceptuales que la ley planteaba estaba la partición del espectro en tres sectores: el público, el privado y un tercero que tenía que ver con las organizaciones sin fines de lucro, los medios alternativos, los comunitarios, los ajenos a la bajada de línea empresarial y a los caprichos del gobierno de turno, un sector fundamental para escaparse, al menos un poco, del callejón sin salida de la polarización. Este sector fue ninguneado y parte de ese ninguneo explica la poca aplicabilidad de la ley. Tampoco tuvieron suerte en el financiamiento estatal. Si durante el kirchnerismo el 9 % de estos medios accedió a la pauta oficial de la nación —así lo señala un informe de la Red Investigación en Comunicación Comunitaria, Alternativa y Participativa de noviembre de 2019—, Cambiemos disminuyó el número a 2,1 %.

El debate por la comunicación continuó durante el gobierno de Cristina Kirchner y la política de medios tuvo al Estado como un actor presente, apoyando con pauta a empresas informativas privadas afines y creando contenido propio desde las alas públicas. Cuando Mauricio Macri llegó al poder cortó con esa política y, sumado al vaciamiento de los empresarios dueños de estos medios —el caso paradigmático es el del Grupo Veintitrés—, un centenar de trabajadores de prensa quedaron en la calle. Así se produjo una reducción notable de puestos de trabajo dentro del periodismo. En su afán por barrer con todo ese tinte oficialista que caracterizó a muchos medios durante el kirchnerismo, Cambiemos eliminó toda discusión posible en torno a la comunicación. Los grandes medios, agradecidos, lo blindaron hasta que el desastre económico fue insostenible. El ajuste durante el gobierno de Mauricio Macri se explica en un contexto que excede a la comunicación: el mercado laboral se reconvirtió y produjo nuevas ofertas como el auge de las plataformas —Rappi, PedidosYa, Glovo, Uber y Cabify, entre otras— que proponen independencia laboral, por un lado, y legislación mínima, por el otro. En el periodismo esta tendencia tiene lugar en lo que se llama trabajo freelance: trabajadores externos o “colaboradores” que aumentan a medida que las redacciones se achican. Son monotributistas que trabajan desde sus casas enviando sumarios y escribiendo notas sin siquiera pisar la redacción. Un informe del Sindicato de Prensa de Buenos Aires (SIPREBA) del 30 de septiembre de 2019 confirmaba que el 94 % de los trabajadores freelance cobraba por debajo de la línea de pobreza. De pronto, vivir del periodismo se convirtió en un “privilegio” y el Ministerio de Trabajo, donde se discutían las disputas gremiales, pasó a ser una secretaría mediante una gran reorganización ministerial. Mientras los funcionarios prometían “modernizar” la comunicación y garantizar la seguridad jurídica para dar lugar a las inversiones extranjeras, el periodismo tambaleaba en medio de las políticas de ajuste.

Para muchos, los peores años para el periodismo desde la vuelta a la democracia fueron los de Macri. Lo dijo Fernando “Tato” Dondero, secretario general del SIPREBA, en el acto de cierre de año, diciembre de 2019. Lo dicen también los trabajadores de Télam, la agencia de noticias y publicidad del Estado que en julio de 2018 recibió una reducción histórica de su planta: Hernán Lombardi, titular del Sistema de Medios y Contenidos Públicos, despidió a 357 empleados, el 40 % de la totalidad de la planta. El pretexto del desguace estuvo en la línea del discurso gubernamental: achicar el Estado y romper todo lo que tenga que ver con el kirchnerismo. Aquella embestida fue el gran mascarón de proa de Cambiemos frente a los trabajadores de prensa. Así se vivió desde la organización sindical. Los dos edificios donde funciona Télam fueron tomados por sus trabajadores y las movilizaciones de todo el gremio proliferaron en búsqueda de una respuesta. Esa respuesta llegó, o al menos empezó a llegar, en julio de 2019, cuando la Justicia avaló un dictamen que ordenó la reincorporación de la totalidad de los despedidos, así como también el proceso de investigación sobre el directorio.

Durante la gestión Cambiemos, el Grupo Clarín despidió 380 trabajadores de su planta impresora AGR —con toma, desalojo y represión de la Policía Federal incluidos—, cerró su histórica agencia de noticias DyN, así como también desvinculó a varios periodistas de su redacción central y del diario Olé. No parece alcanzar con la protección legal del Convenio de Prensa Escrita y Oral, el Estatuto del Periodista Profesional ni la Ley de Contrato de Trabajo. La precarización se aplicó igual. Lo paradójico está en algo que marcó Tomás Eliaschev en No nos callan nunca más: existe un cerrojo que impide que se sepa lo que sucede dentro de los medios. El hermetismo empresarial se potencia cuando los conflictos ocurren dentro de las empresas que se encargan de informar. Los años de Cambiemos también serán recordados por la actitud pasiva, casi cómplice, de las centrales obreras. El galope sostenido de la inflación no encontró resistencia en la negociación paritaria, siempre firmada a la baja, sobre todo cuando muchos sindicatos terminaron funcionando como una burocracia. Es el caso de la UTPBA (Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires), que tiene la personería jurídica para negociar con las cámaras empresariales y el Estado los aumentos anuales. De enero de 2016 a diciembre de 2019, los trabajadores de prensa perdieron un 35,6 % del salario. A veces, solo los números pueden reflejar la magnitud de un proceso. Según la consultora Radar, durante la presidencia de Mauricio Macri cerraron 149.131 empresas, una cifra que recuerda a la crisis del 2001.

¿Qué lugar ocupó el periodismo en los últimos años? El descreimiento en los medios de comunicación no es algo nuevo. Es un proceso que se da a nivel mundial y que se explica a partir de varios factores. El principal, internet. No solo porque habilita una sobredosis visual indiferenciada, como dice Esteban Ierardo en La sociedad de la excitación, donde el consumo de noticias deja de ser “el cultivo de una actitud más inquisitiva, analítica y crítica”, sino también porque los medios, sobre todos los que respetan minuciosamente las reglas que imponen las mismas redes, se suben al tren de la polarización. El resultado, sin dudas, es efectivo: visitas. Los mecanismos como la constante editorialización de cualquier acontecimiento relevante lo demuestran. Y si bien los usuarios consumen con voracidad, han dejado de leer con la convicción de que aquello que dice el medio es verdad. En algún punto, podría pensarse como algo positivo, sin embargo, ocurre todo lo contrario: al descreer del medio debido a que posiblemente lo que informe esté cargado de una perspectiva editorial distorsiva, se cae en un relativismo absoluto. De pronto, un debate fundamental como podría ser una reforma judicial termina quedando tapado por una serie de chicanas, descalificaciones ad hominem y mensajes para la tribuna que clausuran todo intercambio inteligente. 

¿Qué lugar ocupó el periodismo en los últimos años? El descreimiento en los medios de comunicación no es algo nuevo. Es un proceso que se da a nivel mundial y que se explica a partir de varios factores.

Sin embargo, el panorama también ha contado con retazos de una resistencia interesante a ese ruido de época, como, por nombrar solo dos, los medios comunitarios que trabajan sobre el territorio y por fuera del sentido común —Marx decía que el sentido común de una época es el sentido común de su clase dominante— y el fotoperiodismo que ha logrado capturar, con la fuerza de la imagen, postales icónicas de la era Macri. Una de ellas fue durante la represión de diciembre de 2017, cuando una enorme multitud organizada se manifestó frente al Congreso para exigir que no se apruebe la reforma previsional. Un señor mayor levanta las manos mientras varios policías en moto le apuntan con sus armas en la vereda del Museo Parlamentario del Senado de la Nación, sobre la calle Hipólito Yrigoyen, frente a la Plaza del Congreso. La foto, grisácea por el gas lacrimógeno de esa tarde brutal, es de Germán Romeo Pena. Durante esa misma jornada, el 14 de diciembre de 2017, el fotógrafo Pablo Piovano recibió trece balas de goma en el cuerpo. Las imágenes lo muestran con una camisa blanca, rota y llena de sangre. Junto con el achique del Estado y la desideologización del debate público, la tercera pata del gobierno de Cambiemos fue, sin dudas, la represión, algo que tampoco faltó durante el kirchnerismo aunque en este caso se trató de una política mucho más explícita del Estado.

La mediatización de la política no es solamente la presencia casi vitalicia de muchos dirigentes en los medios y su construcción de poder a partir de la visibilización a través de las pantallas, también se trata de cómo el periodismo espectaculariza los debates públicos. No es algo nuevo, pero con internet el proceso se ha acelerado y se ha inclinado a saciar eso que Ierardo llama consumo inmóvil. Si hay una sobreoferta de imágenes que pasan y pasan, casi todas iguales, o al menos así se las percibe, frente a los ojos del usuario de redes sociales, ¿cómo sobresalir? Es ahí donde aparece renovada la vieja estrategia de provocación que engorda el negocio de la polarización. Una performance sobreactuada que reduce el mundo a dos posturas en apariencia radicalmente contrapuestas. El arte de la política, el arte de la comunicación, encontrar acuerdos, construir consensos, incluso articular argumentaciones inteligentes, se ve imposibilitado y por momentos se deshace en el aire. Pero, ¿la polarización es producto de la lógica que imponen las redes sociales o, por el contrario, la atmósfera que se respira en las redes y el modo en que se comportan los usuarios están determinados por los tiempos de la política y los medios de comunicación tradicionales? No hay dudas de que existe una retroalimentación, sin embargo, es necesario quitarle el manto de la objetividad a internet, como si se tratara de una cosa inerte. No lo es en absoluto y los resultados están a la vista. 

EL BAILE SIN FIN

Con la asunción de Alberto Fernández en diciembre de 2019 se sembró la posibilidad de empezar a revertir las condiciones laborales en los medios. Hasta que llegó la pandemia. La historia es global, con lo cual nadie fue ajeno a la parálisis de la economía debido a las medidas restrictivas para evitar que se propague el contagio del coronavirus. Y si bien el periodismo fue declarado actividad esencial, los salarios siguieron congelados y la producción no bajó en absoluto, por el contrario, con la ciudadanía encerrada en su casa, se generaron récords de audiencia en los medios digitales que acentuaron las exigencias a sus empleados. Otra encuesta del SIPREBA de junio de 2020 afirmaba que dos de cada tres trabajadores de prensa tenían un sueldo por debajo de la Canasta Total que determina el INDEC.

Sin paritarias a la vista, los primeros aumentos salariales recibidos durante el año 2020 se dieron a partir de dos decretos presidenciales para todas las actividades, no solo las periodísticas. Además, parte de los salarios que los grandes medios de prensa escrita pagaron a sus empleados fueron otorgados por el mismo Estado a partir del programa ATP (Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción), que le facilitó a muchísimas empresas que aseguraban no poder solventar los gastos, y cumplían con los requisitos requeridos, obtener un subsidio. Aunque vale aclarar que algunos de los medios que accedieron al subsidio terminaron abonando los salarios en cuotas. Y si bien el Estado intervino con otro decreto que prohibía los despidos, los hubo, incluso algunos medios terminaron cerrando. “Así como no nos hacen socios en las ganancias, no nos parece que nos hagan socios en las pérdidas”, dijo Francisco Rabini, delegado sindical en Clarín. Una de las grandes preguntas en la pandemia fue la misma que surge durante las reiteradas crisis del capitalismo: ¿por qué los trabajadores son los que terminan pagándola? El proyecto del impuesto a las grandes fortunas presentado por el oficialismo en términos de “aporte solidario” y por única vez, una especie de respuesta al mencionado interrogante, tuvo el tinte polarizador que se esperaba y que primó durante toda la pandemia. 

Aunque esa polarización no siempre se mantuvo encorsetada en el bipartidismo de los dos grandes espacios de la política argentina —el Frente de Todos y Juntos por el Cambio— sino que en ciertas instancias, cuando los debates tuvieron una profundidad más estructural, se cristalizaron en un bosquejo de lucha de clases. Un buen ejemplo es la toma de tierras. Ante el aumento de la pobreza producto de la parálisis económica, miles de familias organizadas ocuparon terrenos ociosos. La visibilización del fenómeno puso sobre la mesa el grave problema habitacional que tiene la Argentina. Frente a este asunto, el oficialismo, que suele representar en la polarización con Juntos por el Cambio y gran parte de los medios hegemónicos el casillero de progresista, presentó fracciones internas donde algunos referentes pedían políticas públicas para resolver el problema de fondo mientras que muchos otros insistían en la mirada punitivista frente al delito de la usurpación.

La contracara del aislamiento en medio de la pandemia fue el notable incremento del consumo digital al que muchas de las actividades tuvieron que adaptarse. Esta situación sacó a la luz la brecha digital existente y la implicancia de esa desigualdad cultural en ámbitos clave como la educación.

La contracara del aislamiento en medio de la pandemia fue el notable incremento del consumo digital al que muchas de las actividades tuvieron que adaptarse. Esta situación sacó a la luz la brecha digital existente y la implicancia de esa desigualdad cultural en ámbitos clave como la educación. En paralelo, el gobierno declaró como servicios públicos esenciales a internet, la televisión por cable y la telefonía fija y móvil, y congeló los precios hasta fin de año, dando lugar a un nuevo capítulo de la guerra contra el Grupo Clarín.

El periodismo es un actor clave en ese caudal informativo que pasa por la red, pero el aumento de la audiencia no se transformó en mejoras laborales. El proceso de reducción de puestos de trabajo y precarización laboral de los últimos años se dio en un contexto de estabilización en la migración de los medios tradicionales al universo digital y de popularización del consumo de redes sociales. Hubo quienes diagnosticaron que internet, al abrir el abanico de quienes pueden expresarse, pondría un fin al poder de los grandes medios para influir en la agenda pública. Sin embargo, nada de eso pasó y la relación entre medios e internet no ha modificado esa incidencia en la coyuntura política y el enorme poder del lobby. Esto, sumado al avance de las corporaciones de extracción de datos, la poca regulación del Estado en materia digital y la precarización laboral creciente le dieron vía libre a la lógica de la inmediatez y la hiperconexión para que domine no solo el negocio periodístico, sino también la cotidianeidad de los ciudadanos, los internautas, los navegantes, los lectores. Así, la sobreinformación empezó a formar parte de la vida de cualquier trabajador que, tras escuchar el sonido de la alarma rompiendo el silencio de la mañana, estira la mano, agarra el teléfono y se pone a bailar al compás del clic. Un baile que no parece tener final.

Guillermo Estévez Boero: el legado de un socialista

Guillermo Estévez Boero: el legado de un socialista

Los 90 años del nacimiento de Guillermo Estévez Boero son una buena oportunidad para hacer un homenaje y, en cierto modo, un balance. De todos sus legados, quizá el Partido Socialista, con sus logros y desafíos, sea el más durable de ellos.

La historia del socialismo en la Argentina hubiera sido otra sin Guillermo Estévez Boero, de eso no cabe duda. Su fuerte liderazgo, dentro y desde el PSP, y su lectura heterodoxa de lo que implicaba ser socialista en la Argentina, insuflaron de nueva vida a una tradición que languidecía entre luchas intestinas e incomprensiones varias desde hacía décadas. El camino fue largo, todavía lo es, y no estuvo exento de dificultades ni obstáculos. Pero, como él mismo decía, «se marcha, pero no se llega».

Se cumplen 90 años de nacimiento de una de las más destacadas personalidades del socialismo argentino en la segunda mitad del siglo XX: Guillermo Estévez Boero. Pilar fundamental del Partido Socialista Popular, base y semillero del actual PS, fue un líder político, un constructor de organización y el formador de varias generaciones de dirigentes. Su impronta personal dio forma a un socialismo que en la Argentina había vivido un prolongado proceso de divisionismo durante décadas, veía diluirse su capacidad de convocatoria y prácticamente estaba desapareciendo como referencia social. El PS parecía una antigualla y sus herederos una miríada de nostálgicos y resentidos.

Las iniciativas pluripartidistas, algunas más exitosas que otras, intentaban deponer mezquindades y ofrecer alternativas ante el avance de un neoliberalismo amorfo y transversal, a veces peronista y a veces radical.

Guillermo Estévez Boero fraguó su liderazgo en la política universitaria, desde la presidencia de la FUA y, luego, con la fundación del Movimiento Nacional Reformista. Su reformismo, como el de 1918, hacía política en los claustros, pero siempre con la mirada más allá. La universidad pública y de masas solo era posible en un país independiente, justo y, sobre todo, profundamente democrático. Las luchas estudiantiles de entonces bregaban por la liberación nacional en tiempos de «bastones largos». Y, si bien Estévez Boero se pensaba a sí mismo como socialista, antiimperialista y latinoamericanista, siempre lo hizo desde la democracia, lejos de los cantos de sirena de la lucha armada o las salidas autoritarias.

Sobre la base del MNR, se constituyó el Movimiento de Acción Popular Argentina (MAPA), primer experimento con vocación partidaria liderado por Estévez Boero. Las banderas eran más o menos las mismas: socialismo, nacionalismo y reformismo. Una izquierda nacional como las muchas que cundían en esos días, pero con una impronta propia, en gran medida definida y orientada por su líder. Un socialismo poco afecto a las ortodoxias, pensado desde un nacionalismo democrático y de masas, y siempre reformista y democrático.

Esas ideas llevaron al MAPA a sumarse junto al Partido Socialista Argentino, al Grupo Evolución y a Militancia Popular a un nuevo intento de rearticular algunas de las piezas desmembradas en la diáspora. Bajo el nombre de Partido Socialista Popular se inauguraba una nueva etapa, o eso esperaban. El objetivo era tan ambicioso como improbable: volver a reunir a la familia socialista y que esta vuelva a tener una referencia clara y, en el mediano plazo, competitiva. El punto de partida era el de una profunda autocrítica, el futuro era tan abierto como incierto en un Argentina que deambulaba entre proscripciones y autoritarismos.

La primera década de vida del PSP fue atribulada, la convivencia entre los distintos grupos que le dieron forma fue tan efímera como conflictiva. El saldo de esa breve experiencia fue la supervivencia de la sigla partidaria (que fue querellada judicialmente) y la consolidación del liderazgo de Guillermo Estévez Boero. Las asignaturas pendientes eran todavía muchas: el PSP no se había medido electoralmente todavía y era difícil medir la realidad organizacional tras el descalabro interno. Durante la última dictadura militar, con la política en suspenso y el terrorismo de estado acechando, el socialismo popular intentó fortalecerse desde las catacumbas. «Participación en las sombras» parecía ser la consigna. Preservar la organización era también, y sobre todo, cuidar a los militantes.

El retorno democrático no hizo más que ratificar el temor de Estévez Boero: si el socialismo no lograba revertir su fragmentación corría riesgo cierto de desaparecer en la Argentina. Con ese norte, y mediado también por esa preocupación, Guillermo Estévez Boero buscó desde muy temprano la confluencia de los diferentes sectores socialistas en un proyecto común. La vocación de unidad, huelga decirlo, era también espíritu de conquista: el PSP quería dar al socialismo su propia impronta, ideológica y militante.

La unidad socialista era pensada, sin embargo, solo como un capítulo más en la construcción frentista. Los frentes populares de los setenta, que el PSP había defendido a capa y espada como su propuesta, habían mutado en coaliciones partidarias multicolor al calor de los nuevos tiempos democráticos, pero el espíritu era el mismo: construir desde la diversidad, acordar desde la diferencia. Las iniciativas pluripartidistas, algunas más exitosas que otras, intentaban deponer mezquindades y ofrecer alternativas ante el avance de un neoliberalismo amorfo y transversal, a veces peronista y a veces radical. De todos, el experimento más exitoso fue el que se desarrolló en Rosario, primero, y, luego, en la provincia de Santa Fe: una propuesta progresista, amplia, diversa y con vocación de gobierno.

Pero Estévez Boero fue un organizador más que un pensador, un líder político más que un intelectual, un hombre de la teoría siempre al servicio de la práctica.

El legado de Guillermo Estévez Boero sigue vivo en múltiples formas, su figura ha asumido para los socialistas estatura de prócer. Se realzan sus atributos como orador y sus dotes intelectuales: sus frases son repetidas como mantras y sus escritos, por cierto no muy abundantes, todavía visitados. Pero Estévez Boero fue un organizador más que un pensador, un líder político más que un intelectual, un hombre de la teoría siempre al servicio de la práctica. Aunque, por supuesto, una cosa no va en desmedro de la otra.

Su legado más durable no son sus documentos ni sus discursos, sino su partido y sus militantes. Un partido que, como nunca antes el socialismo en la Argentina, pudo aspirar a gobernar una provincia. Un partido que ha subsistido a alianzas infructuosas y derrotas abultadas, un partido que no siempre ha sabido lidiar con las diferencias internas, pero uno que, en fin, sobrevive a pesar de todo. Sobrevivir parece un logro módico, pero no lo es en una era crítica para las organizaciones políticas y más aún en la Argentina, un país cuyo cementerio de experiencias partidarias está colmado.

Se marchó, sí, pero también se llegó. Incluso en tiempos de derrota y desahucio, de desesperanza e incertidumbre, el Partido Socialista puede mirar con orgullo su presente. Ese, más que ningún otro, es el legado de Estévez Boero.

Licencia social para salvar al ambiente

Licencia social para salvar al ambiente

La Ley General del Ambiente, en casi dos décadas de vigencia, no ha sido útil para frenar los desastres ambientales en la Argentina. En esta columna se sostiene que la causa es que no establece como vinculante la consulta a la ciudadanía (“licencia social”), por eso mismo es necesario que ese mecanismo se plasme en una ley.

Todo parece indicar que la decisión del oficialismo es que la Ley de Humedales no se tratará en lo poco que queda del año legislativo. A pesar de que existe un texto consensuado, a pesar de que tuvo dictamen inicial tras cotejar y limar diferencias entre quince proyectos, a pesar del protagonismo de las organizaciones de la comunidad, que fue central para ese consenso. Y ese texto consensuado, de aprobarse, sería un gran avance en muchos sentidos.

Sin embargo, aunque el Congreso la aprobara en extraordinarias, aunque a los legisladores actuales les diera un repentino ataque de conciencia ambiental, esa ley no frenaría los desastres ambientales presentes ni futuros. Como no ha logrado frenarlos, en casi dos décadas de vigencia, La Ley General del Ambiente, que no ha sido útil para impedir la mayor parte de los conflictos socioambientales en la Argentina.

Ese es el aspecto en el que me quiero enfocar en esta columna y que es, a mi juicio, un déficit presente desde hace años en cada discusión sobre temáticas ambientales. Se trata de la forma en que la legislación sigue considerando la participación social en estos asuntos. En otras palabras, el rol que juega la comunidad en la autorización (o no) de cualquier proyecto que potencialmente afecte lo ambiental. Y aquí debo hacer un rodeo pequeño: esta cuestión se vincula con nuestra definición de democracia.

En las luchas ambientales, esa idea de democracia profunda se ha expresado en una consigna: el derecho a la “licencia social”. La idea de que la formulación de políticas que regulen la gestión de los bienes comunes debe garantizar procedimentalmente la participación ciudadana en instancias deliberativas basadas sobre información completa y relevante.

LA DECISIÓN SOBRE LO QUE ES DE TODOS

Hay distintas nociones de qué debemos entender por democracia. Para algunas personas, entre quienes me cuento, la idea profunda de democracia se define sencillamente: significa que el destino común debe ser resuelto en común. Es decir, que nadie puede decidir por nosotros sin nuestro consentimiento. Que nadie puede tomar medidas que afectarán nuestros intereses sin que participemos de esa decisión. Los mecanismos para lograrlo implican un amplio debate, pero creo que el principio está bastante claro.

De hecho, desde el derecho romano, ese principio estaba incorporado en el Código de Justiniano (1.500 años atrás) en la siguiente versión: “Quod omnes tangit ab omnibus tractare et approbari debet” (literalmente «lo que a todos toca, todos deben tratarlo y aprobarlo»). Claro que ese “todos” se refería sólo a quienes eran considerados ciudadanos en el imperio romano. Y eran muy pocos, por supuesto. Uno de nuestros avances desde esa época es que hemos expandido enormemente la noción de ciudadanía: hoy la abrumadora mayoría de las personas están incluidas en esa categoría. Al menos en el concepto legal.

Nuestro país es firmante de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992, cuyo Principio 10 dice lo siguiente: “El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda”. Como se puede apreciar, es la misma idea.

En las luchas ambientales, esa idea de democracia profunda se ha expresado en una consigna que se comenzó a escuchar hace algunos años en Gualeguaychú  y que se replica en cada reclamo contra la megaminería: el derecho a la “licencia social”. La idea de que la formulación de políticas que regulen la gestión de los bienes comunes debe garantizar procedimentalmente la participación ciudadana en instancias deliberativas basadas sobre información completa y relevante.

Es decir: el desafío es hacer intervenir a la comunidad en esta discusión y en las decisiones que se deben tomar. Para eso, por supuesto, hace falta información y deliberación. Y aquí quiero hacer una distinción, en la que vengo enfatizando desde hace algunos años. Se puede hablar de participación (o de “licencia social”) en sentido débil y en sentido fuerte, y la diferencia es muy importante.

En sentido débil es lo que se hace por ejemplo con los aumentos de tarifas en las empresas de servicios públicos: audiencias públicas, consultas públicas informativas, etc. Podemos participar, expresarnos, “hacer catarsis” incluso, pero la decisión la toman otras personas, no nosotros. En cambio, es en sentido fuerte cuando se establece el carácter vinculante de la consulta a la ciudadanía, es decir la palabra definitiva la tiene la comunidad, no un equipo técnico ni un funcionario político. Y ese carácter vinculante de la consulta solo puede llevarse adelante mediante un proceso complejo, con plazos, con información completa, veraz y oportuna, con debates abiertos, públicos y regulados, y concluyendo con una consulta popular. Y por supuesto la decisión surgida de esa consulta popular debe ser ley.

LA PARTICIPACIÓN NO ES VINCULANTE

Aquí viene el aspecto que me preocupa. ¿De qué manera se asegura la participación ciudadana (la “licencia social”) en relación con los humedales (o en cualquier otra discusión ambiental)?

En los proyectos obrantes en el Congreso e incluso en el texto consensuado, se hace referencia explícita a la participación de la sociedad civil, de las comunidades (incluso de “toda persona interesada”) en numerosas ocasiones. Pero cuando se establecen procedimientos específicos en relación con la participación de la comunidad, se limita a marcar que la autoridad de aplicación de cada jurisdicción deberá garantizar “el cumplimiento estricto de los artículos 16, 18, 19, 20 y 21 de la Ley Nro. 25.675 (Ley General del Ambiente) con carácter previo al otorgamiento de las autorizaciones solicitadas. Asegurando brindar la información a la ciudadanía de forma previa, garantizando la libre participación ciudadana”.

El problema es que esos artículos de la Ley General del Ambiente no dan carácter vinculante a esa consulta. Son muy importantes, brindan herramientas, dan elementos al reclamo ciudadano en varios sentidos: establecen el derecho a la información ambiental (en el art. 16) y el derecho de toda persona a ser consultada y a opinar (art. 19), e incluso disponen (art. 20) que las autoridades deberán institucionalizar procedimientos de consultas o audiencias públicas como instancias obligatorias para la autorización de aquellas actividades que puedan generar efectos negativos y significativos sobre el ambiente.

Creo que es hora de que en nuestro entramado legal y jurídico nos planteemos que la participación ciudadana debe ser vinculante en temas ambientales. Es lo que llamo “licencia social” en sentido fuerte.

Pero el artículo 20 dice explícitamente que “la opinión u objeción de los participantes no será vinculante para las autoridades convocantes”; sólo indica que “en caso de que éstas presenten opinión contraria a los resultados alcanzados en la audiencia o consulta pública deberán fundamentarla y hacerla pública”.

Este es el déficit del que hablo. Creo que es hora de que en nuestro entramado legal y jurídico nos planteemos que la participación ciudadana debe ser vinculante en temas ambientales. Es lo que llamo “licencia social” en sentido fuerte. Personalmente estoy convencido de que ese es el mejor camino para, a la vez, crear conciencia ambiental y cambiar nuestra relación con la naturaleza, y en el caso que nos ocupa, frenar la destrucción de los humedales (uno de los elementos del tiempo que estamos viviendo, el Antropoceno, la época geológica actual según propone una parte cada vez más importante de la comunidad científica, caracterizada porque la acción humana, por primera vez en la historia de la vida, modifica las condiciones del planeta y genera la vía que conduce a nuestra propia extinción).

NADA LO IMPIDE

Estoy convencido de que la participación de la comunidad es la única forma de zanjar la brecha entre lo que la ley ya dice con tan bellas palabras, y lo que en la realidad ocurre. Ni las disposiciones constitucionales ni la Ley de Ambiente han logrado frenar, con sus disposiciones, los desastres ambientales en la Argentina. Creo que los hechos evidencian que sólo ponemos en aprietos a los poderosos cuando los obligamos a que le expliquen a la comunidad lo que quieren hacer. Cuando tienen que explicarle a la comunidad con palabras sencillas, con claridad, qué modificaciones harán si prosperan sus proyectos, para qué los quieren llevar adelante, cuáles son los riesgos no solo ambientales sino también sociales, quiénes se benefician con lo que quieren hacer. Porque creo que la comunidad –como las personas individualmente– por lo general tenemos mucho más claro lo que no queremos que lo queremos, como alguna vez escribió Arturo Jauretche.

En distintas reuniones y conversatorios sobre el tema se me ha objetado que para dar carácter vinculante a la participación ciudadana habría que modificar la Ley de Ambiente. Pero en realidad no es así: es asunto de voluntad política. Conforme al principio de progresividad y no regresividad en materia de derechos humanos, no se pueden tomar medidas que disminuyan la protección de derechos fundamentales. Pero nada impide dar pasos que expandan esa protección, que sería el caso.

Estoy convencido de que la participación de la comunidad es la única forma de zanjar la brecha entre lo que la ley ya dice con tan bellas palabras, y lo que en la realidad ocurre. Ni las disposiciones constitucionales ni la Ley de Ambiente han logrado frenar, con sus disposiciones, los desastres ambientales en la Argentina.

Además del poderoso argumento de qué entendemos por democracia como noción profunda, también hay bastante evidencia empírica a favor: por ejemplo, los referéndum ambientales que se vienen haciendo en distintos lugares de nuestro continente. En los últimos veinte años se realizaron cerca de cien consultas populares en América Latina sobre minería metálica, en diferentes países: todas dijeron “no”. Los poderosos no han ganado una sola. Y esa es la razón por la que no quieren “licencia social”. Cuando los poderosos y los privilegiados tienen que explicarnos con sencillez lo que quieren hacer, parece que no hay modo de que avancen los proyectos que amenazan con la destrucción del ambiente.

La legislación actual permite que las comunidades le arranquen a la fuerza consultas populares, plebiscitos o referéndum a las autoridades políticas y judiciales, que siguen siendo hostiles a la decisión comunitaria. Quizás porque representan mucho más a los sectores del poder que al pueblo que los legitima en sus cargos. Pero ese camino (que exploraron, por ejemplo, Esquel en 2003, Loncopué en 2012, Misiones 2014) es accidentado y termina siempre en una resolución judicial. Incluso la CEPAL reconoce que los numerosos conflictos socioambientales tienen sus “principales causas asociadas a a una falta de consulta previa e informada”. Lograr una ley que establezca la “licencia social” como requisito en cualquier proceso de autorización de proyectos que afecten al ambiente es, en mi opinión, la forma más eficaz de evitar que los sectores del poder sigan avanzando con sus planes aunque los valores y principios consagrados en la legislación vigente sean suficientemente bellos y elevados.

¿Por qué leemos a Alan Moore?

¿Por qué leemos a Alan Moore?

Alan Moore es un historietista célebre, polémico e irreverente. Aunque el personaje es atractivo, su obra lo es incluso más. Leer a Moore es una experiencia estética y política. Por eso, invitamos a conocerlo.

REVOLUTION

En la película “V for Vendetta”, el protagonista enmascarado irrumpe en un momento en el canal de televisión y transmite a toda Inglaterra un pequeño discurso a modo de cadena nacional. Mientras que la palabra de V (como se hace llamar el protagonista) domina el audio de la escena, la secuencia visual nos muestra intercaladas a las familias que lo escuchan y a los oficiales del gobierno que intentan interrumpir la llegada de ese mensaje a los hogares. El texto del mensaje es más bien el de una conversación que pretende ser íntima pero se sabe pública, aunque también tiene una forma bastante típica en la cinematografía norteamericana: las palabras que inspiran. V propone sus palabras como palabras de verdad, quiere dejar de recordar al 5 de noviembre por lo que fue y reactualizarlo. Señala que la llegada del totalitarismo de Norse Fire (el partido gobernante en la ficción) al poder es culpa de una población asustada, pero también que ese miedo puede transformarse. Para eso convoca a que se unan a él el próximo 5 de noviembre y hacer acto esa promesa.

Sin embargo, no hay nada sobre la verdad, la rebelión del 5 de noviembre, ni mucho menos sobre inspirar mediante la palabra en el discurso de V que tiene lugar en la historieta original. Muy por el contrario, pareciera que, en lugar de particularizar, V le habla a la humanidad. Hace un recorrido histórico amplio sobre las oportunidades de progreso y los errores cometidos, tanto en términos políticos como técnicos.

Sin embargo, me interesa muchísimo más señalar otra cosa. Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta. Traduzco el comienzo y esto va a ser evidente en seguida. Dice V: “Supongo que se preguntará por qué lo convoqué esta noche. Bueno, verá, no estoy del todo satisfecho con su desempeño últimamente… Me temo que ha estado un poco errático con su trabajo y… y, bueno, me temo que he estado pensando en dejarlo ir. Ah, lo sé, lo sé. Usted ha estado con la compañía durante mucho tiempo. Casi… veamos. ¡Casi diez mil años! Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Parece que fuera ayer…”

Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta.

“V for Vendetta” fue publicada en la revista inglesa Warrior en 1982 en plena consolidación y expansión del proyecto neoliberal, y sí: el discurso de V parodia los tópicos que recorren los empresarios cuando van a despedir a alguien. ¿Qué resonancias habría tenido esa parodia en un público lector mayormente popular que, después de tres años de thatcherismo, ya habría estado bastante expuesto a la flexibilidad laboral y la precarización de las condiciones de vida? ¿Qué resonancias hubiera tenido en la película, visto y considerando que la precariedad laboral en EEUU (y en el resto del mundo) es total, si se hubiera respetado la versión original?

El guionista de “V for Vendetta” no es otro que Alan Moore. Por cuestiones legales, la película no le da crédito a Moore como creador de la historieta: los modelos de negocios de Marvel y DC, las firmas editoriales que hoy poseen los derechos sobre una parte importante de su obra más reconocida, son completamente alienantes del trabajo creativo de los autores. Algo contra lo que el propio Moore siempre luchó y que le ha ganado muchas simpatías y sonadas antipatías.

Esta situación me parece indiscernible de dos condiciones bastante fundantes de su obra, al menos en la década de los ochenta: su abierta filiación a ideas “de izquierda” (y en V, puntualmente, incluso sienta postura en debates al interior del anarquismo) y su posición pesimista sobre la restauración neoconservadora que implicaron las políticas de Margaret Thatcher en particular y su alianza con Ronald Reagan.

UN SUPERHÉROE RECORRE EUROPA…

Para principios de los ochenta, Moore ya era un guionista que había salido del under británico y los movimientos contraculturales, había pasado luego por varios trabajos importantes en el mainstream y, finalmente, había sido reclutado por la revista Warrior, que prometía más libertades creativas y les daba a los autores derechos propiedad sobre sus historietas.

Hay una escena de otra obra de Moore que me interesa destacar, y se encuentra sobre el desenlace de su “Marvelman” (que posteriormente pasaría a llamarse “Miracleman” por un litigio que hubo con Marvel).

El personaje era un superhéroe británico creado en los cincuenta, copiando bastante de cerca el modelo de quien después se llamaría Shazam: un joven humano común que, tras enunciar una palabra mágica, automáticamente se transforma en una deidad. Moore toma estos elementos y cambia un poco las condiciones del verosímil, agregando vinculaciones a hechos y personajes históricos que le dan a esta historieta de superhéroes un espesor y sensación de realismo novedosos para la época. Entre otras cosas que ocurren en la ficción, el humano que comparte cuerpo con Miracleman comienza a “ceder su lugar” ante el dios, dado que: ¿quién no querría ser perfecto y omnipotente todo el tiempo?

Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.

Pero lo que hace Moore en este título es darle un mayor alcance y relevancia geopolíticos a la actividad del superhéroe, en contraste con otras variaciones anteriores de un género de por sí muy utilizado y codificado en la historieta. Miracleman, en su perfección y omnipotencia, decide que tomará control del mundo junto con su familia (las familias de los superhéroes se habían popularizado bastante durante los ‘70). A partir de ese disparador es que el personaje fija una reunión con el gobierno de Inglaterra para participarlo de sus planes, a saber: reconstrucción de la economía mundial, redefinición de las fronteras territoriales en unidades de menor extensión y más manejables, abolición del dinero, eliminación del armamento nuclear, protección del medio ambiente, entre otras cosas. Pero cuando Miracleman habla de reconstruir la economía, Thatcher pone el grito en el cielo: “Todo eso es muy descabellado. No podemos permitir semejante interferencia a los mercados”. Miracleman sólo pregunta: “¿Permitir?” y se hace un silencio.

Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.

WORKING CLASS SUPERHERO

En 1984, la industria historietística estadounidense estaba atravesando una etapa de cambios profundos. El deshielo del “comics code” ya se estaba acelerando y su ascendencia sobre la producción era cada vez menor: ese código obligaba a los historietistas a prescindir de ciertos contenidos (como la muerte, las drogas, la sangre, el sexo) y había tenido mucha relevancia durante por lo menos tres décadas. En ese contexto, el reacomodamiento editorial de DC llevó a que la editora Karen Berger (una figura crucial de esta época) encontrara en Alan Moore, que había sabido “reinventar” a un superhéroe como Miracleman y obtenido algún que otro premio por ello, al nuevo talento con quien iniciaría su reconversión para darle pelea a Marvel. Moore es contratado y, antes de tomar las riendas de la primera historieta serial que lo haría famoso en EEUU, La cosa del pantano, le dan dos números de Superman para que “lo mate”. Sí, los ochentas son los años en los que los superhéroes empezaron a morir.

Moore escribe “¿Qué le pasó al hombre del mañana?”, un homenaje al Superman de la década anterior, un cierre para esa imaginería, una clausura en clave pop necesaria para que Superman renaciera, como les tocó renacer a tantos personajes muertos por esos años.

Pero realmente lo que me sorprende es algo que ocurre en ese espacio que los analistas del relato llaman el marco ficcional. “¿Qué le pasó…?” es un relato enmarcado: cuenta los pormenores de cómo murió Superman, pero también cuenta la entrevista que un periodista le hace a Lois Lane, cuyo apellido de casada ahora es Elliot. Es Lois quien sostiene el relato de la muerte de Superman. Pero ese relato, que enmarca al otro, también es, en sí mismo, una historia.

Hay un momento en que el marido irrumpe en la sala a buscar café  durante la entrevista, Lois lo presenta: se llama Jordan. El periodista, entonces, le pregunta si tiene algún problema con que él la obligue a recordar los últimos momentos de su antiguo héroe amado. El marido de Lois contesta que no hay problema, que “los verdaderos héroes somos nosotros, los simples trabajadores”. Se retira y Lois prosigue con su relato. El plot twist final (lamento el spoiler) es que Superman había fingido su muerte, cambió su nombre a Jordan Elliot, se casó con Lois y ahora ama su trabajo y toma vino como cualquier ser humano común. Pero lo que hizo Moore en este número, que en muchas reseñas pasa desapercibido, es darle conciencia de clase a Superman: lo puso del lado de los trabajadores.

Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop.

POR QUÉ LEEMOS A ALAN MOORE

Para el “comiquero de ley”, hablar de Alan Moore es referirse a una especie de deidad abisal, un intocable, alguien que transformó una industria entera (la norteamericana) por la prepotencia de su escritura obsesiva y su visión, que deconstruyó a los superhéroes.

Alan Moore, al menos por ahora, no es un dios. Es, según él dice de sí mismo, el hijo de una familia trabajadora de un barrio popular de Northampton, Inglaterra. Es, también, un guionista de historietas, performer y novelista. Es, por otra parte, un anarquista. Y, además, es un mago.

Las historias que se cuentan de él lo despolitizan bastante, lo caricaturizan como el guionista cascarrabias que reniega de sus primeros trabajos cada vez que en una entrevista dice que los superhéroes son basura que infantiliza a su público, o lo hacen ver como ese personaje raro que se dedica a la magia.

Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop. Justo ahora que se consiguen bastantes historietas suyas en ediciones argentinas, esta puede ser una clave de lectura interesante para quienes quieran acercarse a la historieta y a Alan Moore. He aquí una invitación.