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Peces de poesía, entrevista con Osvaldo Picardo

Peces de poesía, entrevista con Osvaldo Picardo

Desde Mar del Plata, dentro de «La Pecera», desde sus muchos y diferentes libros, Osvaldo Picardo surca la poesía, nada entre la poesía, habita la poesía.

Nació y vive en Mar del Plata, donde desarrolla su labor docente de literatura. Es escritor y crítico. Fue director de la Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata (EUDEM) y es director de la revista La Pecera. Algunos de sus libros de poemas son: Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano (1998), Una complicidad que sobrevive (2001), Mar del Plata (2005 y 2012), Pasiones de la línea. Poemas de Nicolás de Cusa (2008), O.P.Vida de poesía (2008) y 21 gramos (2014). Este año, acaba de publicar Un tiempo sin destino. (Fragmentos de un discurso en pandemia) en colaboración con Sara Cohen. Entre los libros de ensayo y crítica literaria se destacan: Primer mapa de poesía argentina (2000); la edición de la Antología poética de Joaquín O. Giannuzzi (2006); Poesía de pensamiento (2016). Recientemente publicó Colgados del Lenguaje. Poesía en las ciencias (2018). En narrativa, ha publicado Perón en el jardín y otros relatos (2018). Tradujo junto a F. Scelzo y E. Moore The love poems de James Laughlin (2001) y fueron publicadas, en revistas y periódicos, versiones suyas de E. Pound, D. H. Lawrence, M. Yourcenar, K. Rexroth, entre otros.

Osvaldo, quisiera comenzar por preguntarte por la experiencia de la revista La Pecera. Se crea en un año particular y desde una ciudad del interior del país. ¿Qué podes contarnos de esa etapa inicial?

Fue en plena crisis del 2001. Vivía entonces, frente a una imprenta que aún conserva Ricardo Martin, quien en San Juan fue el primero en editar a Jorge Leónidas Escudero. Él conocía mi gestión en el Foro Cultural del Centro Médico. Cuando el Foro se cerró, Ricardo me convenció y dio el empujón hacia lo que imaginé que sólo podía ser el abismo. Pero resultó que él tenía razón y estábamos construyendo un puente sobre el abismo.

Hacía poco tiempo, yo había llegado de una temporada de estudios en España y traía contactos y muchas notas para publicar. En la revista colaboraron hasta viejos amigos como David Lagmanovich, que fue mi profesor de Literatura Argentina. La lista de colaboradores es extensa y variada: Mercedes Roffé, Liliana Heer, Luisa Futoransky, Circe Maia, Ricardo Costa, Osvaldo Aguirre, Rogelio Ramos Signes, Carlos Spinedi, entre muchos más de casi todas las edades. A Santiago Sylvester lo había conocido en Madrid, también a Reyna Palazón, a Luis García Montero, a Riechman y otros más. Gracias a Gelman pude dar nuevamente con Abel Robino, en París, donde fue exilado por la dictadura. Skype y el correo electrónico nos acercaron a la mayoría.

Se fue tejiendo una red entre amigos y colaboradores, como sucede en estos casos. Leonardo Martínez estuvo desde el primer número, con su entusiasmo y acertado consejo, en largas veladas veraniegas de Mar del Plata. Héctor Freire se incorporó a partir del segundo número; nos conocíamos desde hacía tiempo y nos visitábamos en Buenos Aires y en Mar del Plata con frecuencia. Su apoyo, nuestras charlas y sus conocimientos han sido invalorables siempre. Ahora es director de la revista y armamos juntos las actualizaciones en la web.

En el Archivo histórico de revistas del Instituto de Historia «Dr. Emilio Ravignani» han subido hace poco, para descarga gratuita, todos lo números publicados en papel (del 1 al 14, sólo falta el número 15).  Desde el 2016 dejamos de publicar en ese formato, y la revista se transformó en un portal web ( www.lapecerarevista.com).  

«Hay cierta mirada nostálgica del pasado y de la tradición que desvaloriza el presente y se niega a entenderlo. Lo mismo pasa por el lado de los rupturistas y las neovanguardias, niegan el pasado y creen protagonizar algo novedoso sin saber que repiten lo que ignoran. Estos dos extremos muchas veces se tocan y tornan claustrofóbico al clima».

Podés, por favor, comentarnos, entre otras cosas, cómo era el clima de trabajo: ¿discutían lo que se publicaba? ¿había una línea a seguir o la misma generaba discusión?

Si por clima pensamos en un lugar cerrado como el de un diario, en La Pecera no existía ningún clima de trabajo de esa naturaleza. Habrá que imaginarse un espacio virtual condicionado por la intermediación de internet y el viejo caos de una imprenta de barrio, en una ciudad balnearia, en el fin del mundo. Entre talonarios de recibos, volantes de publicidad, tarjetas y libros a demanda, con Ricardo, le dábamos forma a la revista en un viejo Page Maker. Por otro lado, en el aspecto de contenidos, hubo un plan sistemático de no querer ser sólo una revista de poesía que retroalimentara el cerrado ambiente de poesía argentina de aquellos años, donde ya reinaban a pleno y con tiempos y merecimientos propios, revistas como Diario de Poesía, Hablar de Poesía, Fénix, El Jabalí, La isla de Barataria, Plebeya, o La Guacha

La Pecera, desde el principio, eligió una cita de una novela de D. H. Lawrence como lema: “No fish is too weird for her aquarium”, ningún pez es demasiado raro para su acuario. Con ese lema buscamos llamar la atención sobre la importancia que tiene la diversidad cultural. Se buscó publicar contenidos en los que se mostraran los itinerarios de cruce entre distintas artes: la poesía, el cuento, la plástica, la música, la arquitectura, el cine, las ciencias, o en los parentescos del género policial con el psicoanálisis…

Ya en el número uno, se puede leer la intención de abandonar formas convencionales y géneros reconocidos, incluyendo a las neovanguardias posmodernas. Desde el número uno, la revista incluyó ensayos críticos, entrevistas, textos inéditos, reseñas y traducciones.

Le dimos gran importancia a la traducción con el convencimiento que en ella se cifraba el mayor de los cruces. Circe Maia, la poeta uruguaya, publicó con nosotros un ensayo maravilloso sobre la traducción de poesía griega. Y entre las numerosas traducciones de casi todos los idiomas, se destacan las de Hanna Arendt, Linda Hogan, Sophia de Mello, Lidia Simkuté, Dürs Grünbein, James Laughlin, Jack Kerouac, Eugenio Montale, e.e. Cummings, Leonardo Sciascia, H.M. Enzensberger, Lorand Gaspar.

Una sección especial fueron los dossiers que en la mayoría de los casos los preparábamos entre Héctor y yo, convocando a otros escritores y especialistas. Cada uno de esas secciones contaba con una antología de textos. Entre los publicados hubo algunos dedicados al microrrelato, a la poesía griega de la generación del ´70, a la poesía serbia, a la literatura de Paraguay, a la poesía de Luis García Montero y de Antonio Gamoneda, como así también los dedicados a temáticas como “La Ventana”, “Incertidumbre y riesgo”, “Aburrimiento y felicidad”, “Poesía y Ciencias”, “Hablar y callar”, “La vergüenza”, “El cine y la poesía” o “Poesía y Pensamiento”.

¿Cómo miras vos la experiencia de La Pecera con respecto a otras publicaciones que circulan más o menos en el mismo periodo? ¿Presentaban una agenda propia o bien discutían con otras revistas?

Como ya te dije, desde el inicio quisimos salir del espacio cerrado de las revistas de poesía y señalar los cruces entre artes y saberes.  

No por eso esquivamos discusiones si se planteaban, pero no era habitual que las hubiera, excepto dos o tres recurrentes en el ámbito claustrofóbico de la poesía: verso medido o libre, realismo político o neorromanticismo, parodia o sentimentalismo, etc. Nada nuevo bajo el sol. No dedicamos nuestro esfuerzo a tales cuestiones, pero teníamos nuestra propia lectura de lo que sucedía y algunas notas hubo que dieron de qué hablar. Por ejemplo, en el número 4 del año 2003, escribí un artículo sobre “las polémicas de la poesía argentina”, reflexionaba sobre un discurso de Pablo Anadón que escuché en el Festival de Rosario. También recuerdo que en el número 7 del 2004 hablé de lo que a mi entender era “una lectura errónea” que se construía alrededor de la poesía de Joaquín Giannuzzi.

Un aspecto que nos daba gusto era el de poner en circulación algunos poetas que se conocían poco o habían sido ninguneados en el país o afuera. Fue el caso de Antonio Gamoneda, Arnaldo Calveyra, Luisa Futuransky, Gianni Siccardi, a Dimitris Kalokyris, Michael Krüger, entre muchos otros. También era una manera de tomar posición.

Por otro lado, escribir fuera de Buenos Aires nos exponía a la extraña clasificación del regionalismo provinciano. Muchas veces hablamos de este crucial tema con David Lagmanovich. Corríamos el riesgo de ser bautizados como “los de Mar del Plata” y, en consecuencia, corridos del centro. Creo que, de cierta manera, este aspecto se sumó a las características “weird” de La Pecera y la fue convirtiendo en “difícil de entender”, en “muy culta”, o alguna de esas clasificaciones anti-intelectuales que son habituales en la poesía y en otras disciplinas artísticas.  

Osvaldo, no quisiera dejar pasar en silencio dos partes de tu respuesta. ¿Podés contarnos, por favor, en qué consistía tu artículo sobre las polémicas de la poesía argentina?

Como te dije, fue un artículo en el número 4 de la revista. Durante el Festival Internacional de Poesía del 2003, en Rosario, Pablo Anadón como director de la revista Fénix y de las Ediciones del Copista dio una conferencia muy interesante pero algo sesgada según mi parecer. Se llamó “La poesía en el país de los monólogos paralelos. Pablo insistía en una convicción crítica tradicional, sobre la base de observaciones y conjeturas, es una convicción predispuesta a ver una relación inversamente proporcional entre la cantidad y la calidad de la producción poética. Esta crítica, debo confesarlo, no me convenció ni me convence ahora. Tampoco me ha convencido cuando la he escuchado entre poetas amigos, aun sabiéndolos bien intencionados con las nuevas generaciones y la producción editorial. El hecho de que demasiados escriban y de que se escriba demasiado me parece una afirmación tan difícil de demostrar como la de que se escribe proporcionalmente mal. Supone conocer “todo” lo que se escribe y también, supone poder compararlo con “todo” lo que se ha escrito. Y, sin embargo, tiene en sí misma una fuerte capacidad de persuasión, se reitera en las charlas y previene en contra de la lectura de lo otro, de lo no-igual. De ahí, no es difícil diagnosticar la irresponsabilidad de la crítica de poesía, la indiferencia y desdén por la poesía, la pérdida de un “saber hacer”. En el diagnóstico podemos estar más o menos de acuerdo, pero no en las conclusiones. Hay cierta mirada nostálgica del pasado y de la tradición que desvaloriza el presente y se niega a entenderlo. Lo mismo pasa por el lado de los rupturistas y las neovanguardias, niegan el pasado y creen protagonizar algo novedoso sin saber que repiten lo que ignoran. Estos dos extremos muchas veces se tocan y tornan claustrofóbico al clima.

«La poesía y las ideas vienen a uno, son los no invitados que golpean a la puerta a cualquier hora. No vas en búsqueda de la poesía. Buscás el poema, pero no siempre lo encontrás».

El otro aspecto de tu anterior respuesta que me gustaría que ampliaras es la que alude a lo que considerás una lectura errónea sobre la poesía de Giannuzzi.

Hablo del descubrimiento generacional de Diario de Poesía, que transformó a Giannuzzi en un poeta de culto y un modelo para imitar o para criticar. Todo modelo necesita ser diferenciado de la propia escritura de manera tal que deje paso a una cierta originalidad. Los procesos de identificación primero, y de diferenciación luego, generan estilos caricaturescos o críticas caprichosas. Diario de Poesía, con honestidad intelectual, reconoció, muchos años después, después de la muerte de Giannuzzi, una “lectura errónea” por la cual lo vieron como un poeta objetivista y le reclamaron –como dijo Prieto– como una falta lo que en verdad era toda la otra mitad de su programa: una subjetividad riquísima alrededor de un personaje llamado J.O.G.

Quisiera preguntarte ahora sobre tu trabajo como poeta: ¿Vas en búsqueda de la poesía o bien esperas que ella llegue de alguna forma? ¿Tenés horario de trabajo, necesitás un espacio con silencio, leés cuando escribís o necesitas música?

La poesía y las ideas vienen a uno, son los no invitados que golpean a la puerta a cualquier hora. No vas en búsqueda de la poesía.  Buscás el poema, pero no siempre lo encontrás.

Creo en el oficio, pero mucho más en un cierto estado de atención necesario para meditar y escribir. Una forma de vida que las palabras y el silencio alumbran, encienden o apagan.

Escribo borradores. Uso las libretas Norte, por lo general. Y luego voy corrigiendo incansable, mucho tiempo. Ni siquiera descanso cuando el libro fue publicado. Me da placer trabajar con lo escrito como si se tratara solamente de borradores. Una sensación de espera en lo que aún está por decirse y siempre es mejor que lo dicho.

La música para escribir no es necesaria. Está en el oído y quiero escuchar al poema.

Me gustó mucho QUIS QUID UBI (POEMAS DE QUINTILIANO). En poemas como “El pasado” o “En la ruta”, veo en ellos un eco de la poesía de Kavafis, temas históricos que también admiten escenas locales (pienso, por ejemplo, en el barrio de San Telmo). ¿Coincidís conmigo o bien considerás que hay otro tipo de trabajo en estos poemas?

Coincido, sí. A mí también me gusta cómo suena ese libro. Y coincido y reconozco la lectura de Kavafis en el poema “En un café estilo francés”. También, está Giannuzzi y otras resonancias como las de Ángel González, Muñoz Molina, Barthes, Pound, Benn, Max Weber, Virgilio, Castoriadis, Eliot o Ferlinghetti.  Soy un lector de andar lento y me gusta caminar así. Son muchas voces metidas en la caverna de este libro, donde se pueden identificar a dos sombras, a Quintiliano y alguien que es su discípulo, su testigo.

En realidad, es un libro de despedida a una época y a una manera de transmitir el conocimiento y la experiencia. Por eso juego con la historia y los anacronismos. Me sirvo de la máscara de un retórico como Quintiliano, casi en el olvido después de haber marcado a fuego más de una generación en la historia de Roma, del Renacimiento y hasta nuestros días donde aún los viejos abogados lo recuerdan. La de Quintiliano es una retórica signada por la reflexión moral en un cambio profundo de época que traerá consigo la caída del Imperio.

Hay paralelismos y anacronismos repartidos por uno y otro poema. Las preguntas famosas de las “Institutio Oratoria” de Quintiliano: quis quid ubi… dan título al libro y están preguntando por lo que nos pasó con los desaparecidos, pero también, lo que le pasó a la modernidad. Las preguntas además indican la indagación reflexiva sobre el sujeto: el qué, el quién y el dónde.  Intentaba disimular o desvanecer el yo poético con mayúsculas y valorizar la subjetividad no sólo lírica, sino reflexiva, prosaica. En fin, un intento por salir del confesionario sentimental sin dejar de buscar sentido y emoción.

«Nunca hubiera sido posible ese mundo de la poesía sin el texto. Es el artificio que la oralidad inventa para ser legible. En el poema descansa una experiencia de la que no sabíamos todo, o mejor aún, es la experiencia en perpetua aproximación a lo vivido».

En tus libros también hay poemas de la vida cotidiana, desde una avispa o un picaflor hasta Maradona o el blues, el subterráneo. En el mundo “Picardo” se presenta, me parece, una mezcla de cuestiones eruditas, situaciones antiguas o bien referencias a personajes y, otras, que tiene que ver con una mirada de lo pequeño, lo llano. ¿Es posible pensar que tu poesía tiene una especie de movimiento, a mi gusto feliz, que va de lo erudito a lo pequeño o llano?

No sé si hay un mundo “Picardo”. Me gustaría, aunque el intento de registrar el mundo no resulta, en mi caso, ni exhaustivo ni total, porque no sólo no podría, sino que lo hago desde la excentricidad de escribir y pensar este mundo en que vivo. No trato de crearlo. Por eso lo cotidiano y las criaturas que lo habitan cobran algún peso poético, evitando -y eso es parte del trabajo- que lo poético caiga en lo decorativo o en lo banal del “I like” posmo o en el registro chato de un realismo mimético.

El picaflor, de este modo, no es sólo la realidad biológica que maravillosamente desafía las leyes de la gravedad, vuela hacia atrás, se detiene en el aire, desaparece. Es también, por ejemplo, el picaflor de Alfredo Veirabé: “Sin quererlo, lo comparé a ciertos estados/ momentáneos del alma del poeta”. De ahí que sea la criatura de la naturaleza y también la criatura del lenguaje.   

Lo erudito en poesía no tiene muy buena prensa. Prevalece la imagen del poeta joven, pasional, salvaje y espontáneo, un Rimbaud o una Alejandra Pizarnik de cada época, como si en los poemas de Rimbaud o Alejandra no hubiera lecturas y aprendizajes anteriores. Creo que se cae en una inocencia superficial y casi nunca traen consigo más que prejuicios y mucho “influencer”.  No es lo mío.

Hay varias referencias concretas sobre la poesía. En un poema concluís: “salgo a la calle con mi enfermedad contagiosa a cuesta: /la enfermedad de escribir poesía.”  En Pasiones de la línea, el tema de la poesía y los poetas es muy claro en “Vida de poesía”. Es posible pensar que en tu poesía hay una preocupación por pensar el lugar del poeta y, sobre todo, lo que significa la poesía.

 “El motivo es el poema” es un libro de Alberto Girri de 1976.  Girri aconseja “que el poema/ se conduzca en la mente como un/ experimento en una ciencia natural…”  Hablar de poesía en los poemas no es sólo una cuestión de arte poética, tal como se puede verificar desde el romano Horacio hasta el argentino Juarroz. También es una de las formas de la conciencia que se devela y se oculta en las palabras.

La tarea del poema conduce muy lentamente –toda una vida- a una relación particular con las cosas, un modo de tratarlas y, sobre todo, de sentirlas y pensarlas: “Esa inteligencia ardiente” que “puede tomar y consumir una zona de la realidad e iluminarla”.

Nunca hubiera sido posible ese mundo de la poesía sin el texto. Es el artificio que la oralidad inventa para ser legible. En el poema descansa una experiencia de la que no sabíamos todo, o mejor aún, es la experiencia en perpetua aproximación a lo vivido. Y ¿si algo se aproxima, había una distancia y “la distancia no es la belleza del alma”? El pronombre vos en lugar de tú, la mirada asombrada en lugar del aburrimiento, la ironía como resistencia contra la resignación. Por todo esto, el motivo del poema y la escritura del poema son magníficas metáforas cuyos términos humanos y divinos hay que sentir y meditar.

Me gustó mucho el poema “Infinitos”, de Pasiones de la línea. En este libro, se advierte un tono confesional pero además de testigo participante. Es posible encontrar ecos en ellos del estilo de poetas como Kavafis, Giannuzzi, John Ashbery.

El matemático alemán Georg Cantor pensó cómo seguir contando cuando los números se agotan. Y demostró que hay infinitos más grandes que otros. ¿Es eso posible? Sí, en matemáticas. Imaginate que si sumás infinito más uno, sigue siendo infinito, igual que si se lo restas. Cuando algo no tiene fin, eso no cambia por suma o resta. A mí, me maravilla esta idea. Y cuando la llevas a la experiencia de la vida y cuando la memoria crea sentidos que no había, el horizonte parece “infinito” y lo infinito es lo que nos pasa adentro.

Todo Pasiones … está cruzado por las ciencias y por estas sorprendentes analogías con la poesía. El subtítulo entre paréntesis dice “poemas de Nicolás de Cusa”. Es otra máscara que uso y, en este caso, Cusa es un científico. Lo más curioso es que yo estaba escribiendo otra cosa, otro libro que tenía que ver con la Antología Palatina y con algunas traducciones. Y de repente, se me aparece en una librería de viejos, el libro De Docta Ignorantia de Nicolás de Cusa.  Era una edición viejísima de la Editorial Lautaro. Un libro mil veces citado y con una larguísima tradición que pasa por Giordano Bruno y llega al mismo Einstein. Este hombre hacía ciencia copernicana 150 años antes que Galileo y Copérnico.

Uno de los capítulos de su libro se llama “Las pasiones de la línea máxima e infinita”. Cuando lo leí, me pasmó. ¿Qué era eso de pasiones de una línea? ¿Cómo abordar hoy el tema del infinito y de la pasión sin caer en lugares comunes? Es el caso de este poema que abre el libro. Trato de recordar a Leopardi, su magnífico poema “El infinito” que empieza con este verso memorable “sempre caro mi fu quest’ermo colle”.  Pero lo hago sin mencionarlo ni mucho menos, imitarlo. El modelo me excede y amo a Leopardi.

Entonces, tomo cierta distancia, narro y reflexiono sobre un recuerdo semejante, una tarde de verano, en la Barranca de los Lobos, al sur de Mar del Plata. Ahí también emparejo el infinito de adentro con el de afuera, la mirada de lo perdido y “la torpe magnitud con que la orilla/ deforma lo que no comprende ni quiere”.  

«Lo erudito en poesía no tiene muy buena prensa. Prevalece la imagen del poeta joven, pasional, salvaje y espontáneo, un Rimbaud o una Alejandra Pizarnik de cada época».

Hay poemas en diálogo con otros poemas e incluso con películas, como en 21 gramos. ¿Que podés decirnos al respecto?

Sí, un diálogo entre lo pesado y lo leve del alma. De eso se trata la gravedad que nos sostiene y que nos atrapa en el universo. En este otro libro, no uso una máscara, sino un sujeto desdoblado, es la estrategia del espejo. El título del libro hace referencia al film del mismo nombre, del director Alejandro Iñarritu con guión de Guillermo Arriaga. Hay una cita al inicio, que es del guión, cuando Rivers pregunta «¿cuántas vidas vivimos y morimos?». Y habla del peso del alma: los 21 gramos que desaparecen del cuerpo después de la muerte. Es una metáfora muy linda que no necesariamente hay que entenderla como algo místico.  Encierra muchas cosas. Simone Weil tiene un libro que se llama La gravedad y la gracia. Son notas reflexivas muy propias de Weil. Sostiene que hay dos fuerzas que tensan cualquier fenómeno. La primera tiende a la pesantez, la segunda hace sentir a los cuerpos el soplo de la inspiración. Su lectura no tiene desperdicio. Le gustaba mucho a Albert Camus. Pero creo que eso nos llevaría a hablar otras cosas más pesadas

Nunca conocí a Carlos Busqued (en persona)

Nunca conocí a Carlos Busqued (en persona)

Repentina y absurda, Carlos Busqued nos dejó en shock, una vez más. Literatura, Twitter, una amistad sin mayor explicación.

Las relaciones sociales son tan frágiles como un cuerpo y tan porosas como una pared llena de humedad: el tiempo histórico y sus avatares políticos, económicos y tecnológicos nos arrastran a nuevas formas de sociabilidad, y nosotros nos encomendamos en cada generación al malabarismo del diálogo o al monólogo sordo que no dialoga. Entre medio, y pocas veces, nos encontramos con alguien que nos cambia la vida. Pero cuando digo “nos cambia la vida” es un poco una exageración y otro poco una triste realidad: en este mundo de dolor los detalles se vuelven movimientos tectónicos, y las palabras sinceras amistades efímeras en el tiempo, pero eternas en el espacio.

Voy a nerdearla, solamente para hacerlo enojar un poco (y porque no entiendo absolutamente nada de aviones de guerra, y menos de ingeniería o de cálculo): hay un libro fundamental en el judaísmo del siglo XX que es El principio dialógico, o el Yo y Tú, de Martin Buber. Dos ideas de ahí me vienen rápidamente a la cabeza. Primera: somos en la diferencia y la salida al otro, el , es siempre una salida en el lenguaje; el lenguaje es la posibilidad de encontrarse en la diferencia. Segunda: las relaciones en la diferencia, entre el Yo y el , son finitas y perecederas, como la existencia.

Ahora digo: la amistad es la extrañeza de lo desconocido, la incertidumbre que hace del extraño un extrañar y transforma el tiempo en espacio. La amistad es siempre una charla que se dejó el día anterior.

Jacques Derrida, durante el sepelio de Emmanuel Levinas el 28 de diciembre de 1995 dijo, retomando su legado, que “la relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una aspiración” sino que “es una emoción, un movimiento, una inquietud en lo desconocido”. Y justamente esta definición levinasiana de “lo desconocido” constituye un “no-saber” que es “el elemento de amistad u hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la distancia infinita del otro”. Ahora digo: la amistad es la extrañeza de lo desconocido, la incertidumbre que hace del extraño un extrañar y transforma el tiempo en espacio. La amistad es siempre una charla que se dejó el día anterior.

No quiero que estas palabras parezcan una oración fúnebre, pero creo que a él le hubiera encantado que tengan ese tenor, que busque escribir un texto con diferentes texturas a su muerte. Estoy en shock desde la tarde, cuando me avisaron lo que había pasado. Sigo sin creerlo, por momentos me lleno de tristeza y digo, “cuando te tiene que pasar te pasa”; después pienso, “qué mierda todo”; y por momentos hasta creo que sonrío imaginando que si la muerte es el gran absurdo de vivir, “una muerte sinsentido le da sentido a este absurdo que es la vida”.

Nunca conocí a Carlos Busqued en persona y sin embargo desde nuestro primer diálogo sentí su amistad y la extrañeza que hace de lo desconocido un detalle que genera un pequeño terremoto en el alma.

Durante muchos años intercambiamos “likes” y nos “retuitiamos” esas publicaciones de 140 caracteres que eran nuestra escritura cotidiana en Twitter. De cuando en cuando nos escribíamos algo de forma privada. El último mensaje que recibí de Carlos Busqued fue el 25 de noviembre del pandémico 2020. Habíamos hablado ese día de lo “espantoso que era todo”. El me había escrito un tiempo antes, transmitido unas palabras que fueron abrazos y nos volvieron más cercanos en esa virtualidad que a veces se vuelve tan real como un abrazo imposible. Le transmití una reflexión sobre el espanto, el dolor y el mundo. Sus últimas palabras fueron: “la trampa discursiva”. Nunca conocí a Carlos Busqued en persona y sin embargo desde nuestro primer diálogo sentí su amistad y la extrañeza que hace de lo desconocido un detalle que genera un pequeño terremoto en el alma. Sigo en shock mientras escribo estas palabras fúnebres para una amistad que no necesitó del tiempo, una amistad que nos encontró en la espacialidad del diálogo y los abrazos virtualmente irreales.

¿Cómo surgió el terrorismo de Estado?

¿Cómo surgió el terrorismo de Estado?

La dictadura de 1976 está signada, entre otras cosas, por el terrorismo de Estado. Ese dispositivo de represión clandestina fue el corolario de un largo proceso de intervención política de los militares y una serie de prerrogativas habilitadas por el gobierno de Isabel Martínez de Perón.

Cuando esto ocurre [la suspensión total del orden jurídico vigente], es evidente que mientras el Estado subsiste, el derecho pasa a segundo término. Como quiera que el estado excepcional es siempre cosa distinta de la anarquía y del caos, en sentido jurídico siempre subsiste un orden, aunque este orden no sea jurídico. La existencia del Estado deja en este punto acreditada su superioridad sobre la validez de la norma jurídica. La “decisión” se libera de todas las trabas normativas y se torna absoluta, en sentido propio. Ante un caso excepcional, el Estado suspende el Derecho por virtud del derecho a la propia conservación.[1]

El 16 de febrero de 1975 en la plaza de armas del Regimiento Patricios de Mendoza se llevó a cabo el velatorio del capitán Héctor Cáceres, muerto unos días antes en el monte tucumano durante un enfrentamiento con miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). El hecho se produjo en un contexto particular: desde los inicios de ese mes el Ejército argentino se encontraba realizando una acción represiva y de exterminio en gran escala para eliminar el “foco rural” que esa organización político-militar había establecido en la provincia de Tucumán. En el funeral del oficial muerto, el general Leandro Anaya, Comandante en Jefe del Ejército, expresó: “El 29 de mayo próximo, al conmemorarse el aniversario de la fuerza [el día del Ejército], manifestaré: “el país ha definido claramente la forma de vida dentro de la cual desea desenvolverse. El gobierno, respaldado por los sectores más representativos del quehacer nacional, ha adoptado la firme determinación de hacer efectivo dicho mandato” […]. Dije en una oportunidad: “el Ejército está preparado para caer sobre la subversión, cuando el pueblo así lo reclame a través de sus legítimos representantes”. El pueblo lo ha reclamado. El Ejército cumplió”.[2]

La lectura de este párrafo nos conduce a formular algunas preguntas: ¿cómo y por qué el arma terrestre llegó a ocuparse de la realización de tareas represivas? ¿Cuál fue el papel que cumplieron las autoridades políticas en ese proceso? ¿Por medio de qué marco legal se habilitó el uso del Ejército en el orden interno? ¿A quién o a quiénes habían definido como el enemigo los hombres de armas y el gobierno? ¿En qué tipo de conflicto interno creían estar involucrados los actores políticos y militares?

Hacia fines de 1975 ya estaban disponibles dos factores centrales de la represión clandestina que ejecutarían las Fuerzas Armadas con el Ejército a la cabeza: un abordaje para la guerra interna y un marco legal que habilitaba un estado de excepción.

Hacia fines de 1975 ya estaban disponibles dos factores centrales de la represión clandestina que ejecutarían las Fuerzas Armadas con el Ejército a la cabeza: un abordaje para la guerra interna y un marco legal que habilitaba un estado de excepción. Se contaba con una teoría y una práctica para la contrainsurgencia desde los años finales de la década del cincuenta. A su vez, el gobierno peronista de María Estela Martínez de Perón (1974-1976) dictó un conjunto de decretos que edificaron una creciente excepcionalidad jurídica. Este proceso poseía importantes antecedentes en las dictaduras militares de la “Revolución Libertadora” (1955-1958) y de la “Revolución Argentina” (1966-1973) y en las presidencias constitucionales de Arturo Frondizi (1958-1962) y de Arturo Illia (1963-1966). Durante el mandato de Martínez de Perón se dictaron el estado de sitio en noviembre de 1974 y los decretos “de aniquilamiento de la subversión” al año siguiente.

En los primeros días de febrero de 1975, el Poder Ejecutivo convocó al Ejército para darle la mayor responsabilidad en materia represiva: lograr la derrota y el exterminio del “foco guerrillero” que el ERP había instalado en una zona rural de la provincia de Tucumán desde algunos meses atrás. Luego del ataque de la organización político-militar peronista Montoneros al Regimiento de Infantería de Monte 29 en la provincia de Formosa en octubre, aquella misión tomó un carácter nacional mediante el decreto 2772. Las autoridades políticas y militares consideraban que, en la coyuntura de 1975, la defensa y el resguardo de la República justificaban la suspensión de partes sustanciales del orden jurídico para garantizar su supervivencia ante una amenaza caracterizada por ambos actores como “subversiva”.

Escribir sobre el terrorismo de Estado es también escribir sobre la guerra. Los militares (al igual que la mayoría de la dirigencia política, diversos sectores de la sociedad civil y las organizaciones armadas) partían de la premisa de estar librando una contienda bélica. En base a ello diagramaban su doctrina, estrategia, hipótesis de conflicto, métodos de combate e intervención en el orden interno. Además, no se trataban de cualquier enfrentamiento armado sino de una “guerra contra la subversión”. Esto implicaba, por ejemplo, incorporar el crimen a la operatoria castrense.

¿Por qué el Ejército recurrió a prácticas represivas clandestinas que no figuraban o estaban prohibidas en los reglamentos elaborados por la propia institución desde la incorporación de las nociones contrainsurgentes? La respuesta a esa pregunta debería tomar en cuenta una serie de factores: la influencia ejercida por el pensamiento contrainsurgente y las prácticas criminales que éste avalaba; la amnistía generalizada de los presos políticos capturados y juzgados durante la “Revolución Argentina” ocurrida durante la presidencia de Héctor Cámpora (mayo a julio de 1973); la situación ventajosa que le daría a los militares desde el punto de vista operativo, asegurando la efectividad y la impunidad por las tareas ilegales que éstos realizaran y la probada eficacia del terror entendido como un arma de guerra contra los opositores políticos. Además, la masacre debía esconderse para el resto del mundo y especialmente frente a los eventuales reclamos que pudiera realizar la Iglesia Católica, como ya había ocurrido con las ejecuciones que tuvieron lugar en la dictadura del general Augusto Pinochet en Chile (1973-1990).

Se había delineado una estrategia represiva y de aniquilamiento que se basaba en la conducción centralizada y la ejecución descentralizada: esto brindaba ciertos niveles de autonomía a las jerarquías inferiores. Estos principios fueron la culminación de un recorrido formativo y de elaboración doctrinaria iniciado en 1955.

El Ejército condensó una serie de principios para guiar su accionar contra los opositores políticos o aquellos individuos o colectivos percibidos como tales. Se había definido un enemigo, la “subversión”, caracterizado por estar oculto entre la población, su extremismo ideológico y de métodos, operar en varios frentes y buscar la toma del poder para transformar de raíz los supuestos fundamentos políticos, culturales, religiosos y económicos de la Argentina. Se había delineado una estrategia represiva y de aniquilamiento que se basaba en la conducción centralizada y la ejecución descentralizada: esto brindaba ciertos niveles de autonomía a las jerarquías inferiores. Estos principios fueron la culminación de un recorrido formativo y de elaboración doctrinaria iniciado en 1955.

Las máximas autoridades de la fuerza habían decidido el exterminio del enemigo. Desde el “Operativo Independencia”, el concepto de “aniquilamiento” se convirtió en el ordenador de las prácticas represivas. No obstante, los militares en soledad no hubiesen podido imponer sus ideas y encarar la “lucha antisubversiva” si no hubieran contado con el aval político que solamente les podían otorgar las máximas autoridades del gobierno. Los secuestros, las torturas, los centros clandestinos, los asesinatos masivos, las desapariciones, las variadas formas de destruir o esconder los cuerpos, se convirtieron en la marca registrada del terrorismo de Estado en nuestro país, junto con una serie de prácticas legales o legalidazadas por la dictadura tales como la prisión política o el exilio.

En los prolegómenos del golpe de Estado de marzo de 1976, un conjunto de elementos diacrónicos confluyó con otros de tipo sincrónico. Una serie de procesos de largo plazo (desarrollos doctrinarios, jurídicos, de imaginarios, de estructuras organizativas y de prácticas) se imbricaron con otros de corta duración (un diagnóstico de coyuntura, usos, apropiaciones, prácticas represivas, una convocatoria presidencial a la “lucha antisubversiva” y un contexto de crisis política, económica e intragubernamental) dando lugar al surgimiento de un determinado fenómeno histórico: la represión clandestina y su cara más brutal, el exterminio secreto.

La seguridad interna se hallaba completamente integrada a la esfera de la defensa nacional, más que en ninguna de las otras coyunturas previas. La lógica del estado de excepción, existente en diferentes momentos entre 1955 y 1976, creó una situación compleja respecto del marco constitucional. La incorporación de las FF.AA. a la esfera de la seguridad interna para ejecutar tareas represivas se realizó mediante una legislación de defensa atravesada por el imaginario de la “guerra contrainsurgente” que permitía suspender una parte de las garantías constitucionales y que avalaba la implementación de un conjunto de prácticas represivas sostenidas en ese marco legal de emergencia. Desde la lógica castrense no existía una ruptura entre el orden legal y la acción clandestina: la introducción de un estado de excepción les daba a los militares la primacía en la represión y exterminio de la “subversión”. Una serie de decretos confirmaba la percepción del Ejército de estar inmerso en una guerra que –es importante remarcarlo– implicaba la realización de acciones criminales.

Desde la lógica castrense no existía una ruptura entre el orden legal y la acción clandestina: la introducción de un estado de excepción les daba a los militares la primacía en la represión y exterminio de la “subversión”.

Los pares dicotómicos estatalidad/paraestatalidad y acción pública/acción clandestina en un marco de excepción pierden su operatividad para el análisis histórico: deben abordarse considerando sus cruces y porosidades. Las medidas propias de un estado de excepción imponen una situación en la que la división polar “legal/ilegal” deja de funcionar como clave de comprensión de las acciones ejecutadas por el Estado. En el caso argentino, por ejemplo, muchas de las medidas represivas que implementaron los militares estaban fuera del orden jurídico. Sin embargo, la legislación de defensa que se sancionó en los sesenta y entre 1974 y 1975 permitió que aquellas prácticas ilegales se volvieran legales. Por lo tanto, como señala Marina Franco “el problema no es entonces la ‘legalidad o la ‘ilegalidad’ de las acciones, sino el carácter excepcional y ascendente de esas medidas ‘legales’ fundadas en el estado de necesidad que llevó a la suspensión progresiva del Estado de derecho en nombre de su preservación. Fue ese proceso, efectivamente, el que condujo a la militarización del Estado y alimentó, una vez más, la autonomización de las Fuerzas Armadas”.[3]

Para finalizar, a partir de 1975 la acción represiva y de exterminio se movieron en una “tierra de nadie” creada por la combinación de la excepcionalidad jurídica con la contrainsurgencia. Este proceso tuvo como condición de posibilidad los desarrollos doctrinarios y gubernamentales previos.


[1] Carl Schmitt. Teología política. Cuatro ensayos sobre la soberanía. Buenos Aires, Struhart & Cia, 2005, p. 30.

[2] Clarín, 17 de febrero de 1975, p. 5.

[3] Marina Franco. Un enemigo para la nación…, Op. Cit.,p. 181.

¿Por qué leemos a Mario Bunge?

¿Por qué leemos a Mario Bunge?

Este 24 de febrero se cumple el primer aniversario de la muerte, a los 100 años, del pensador más destacado que dio nuestro país a la ciencia y la filosofía, y uno de los pocos contemporáneos con impacto universal en diferentes campos del conocimiento: en la epistemología, en la ética, en la lingüística, en la filosofía política, en las ciencias sociales, en la filosofía de la matemática o de la tecnología, y muchos más. Sin embargo sigue siendo poco leído (e incluso denostado por quienes no conocen su obra) en el mundo académico de su país de origen. En esta nota, personalidades de la ciencia, la filosofía y el periodismo explican por qué es tan importante su trabajo y por qué vale la pena conocerlo y divulgarlo.

Hace un año, el 24 de febrero de 2020, fallecía a los 100 años Mario Bunge. Llegó a la filosofía desde la ciencia: era físico. De hecho, no tenía título en filosofía. Tremenda paradoja: el filósofo más destacado que ha dado la Argentina al mundo no cursó estudios académicos en esa especialidad.

Todo le interesaba. Su curiosidad y su capacidad eran tan vastas como insaciables. Aunque se instaló en Canadá para poder desarrollar con libertad su aporte intelectual a la humanidad, siempre volvió a la Argentina, donde todavia al filo del siglo de vida dio clases memorables en las universidades porteña y platense.

Denostado por gente que no ha leído de él más que alguna entrevista, fue tan férreo opositor a las pseudociencias como a los pensamientos dogmáticos, conservadores y reaccionarios de todo tipo. De una honestidad intelectual ejemplar, socialista antiautoritario desde su juventud, reconoció equivocaciones en sus opiniones con la misma honestidad con que desarrolló su obra. Su apego a los valores y a la vez a los hechos lo llevaron –para sorpresa incluso de sus seguidores– a apoyar las grandes líneas del gobierno kirchnerista pese a haber sido acérrimo opositor al peronismo en sus años mozos.

Bunge escribió más de 80 libros que fueron traducidos a varios idiomas. Su obra más importante es el Tratado de filosofía básica, en ocho volúmenes, escrito en inglés y hasta ahora solo publicados en español los primeros cuatro tomos, editados por Gedisa. Los cuatro restantes serán publicados por la editorial española Laetoli. De enorme reconocimiento internacional por sus aportes en casi todos los campos del conocimiento, Bunge es poco leído y muchas veces criticado en su país sin conocer su labor. Un dato: es el único autor de habla española que se encuentra entre los científicos «más famosos de los últimos 200 años» en el ranking de la revista Science.

De enorme reconocimiento internacional por sus aportes en casi todos los campos del conocimiento, Bunge es poco leído y muchas veces criticado en su país sin conocer su labor. Un dato: es el único autor de habla española que se encuentra entre los científicos «más famosos de los últimos 200 años» en el ranking de la revista Science.

Por todo eso, y con la excusa del primer aniversario de su muerte, surgió esta nota: para contribuir a divulgar la importancia de su obra, un granito de arena en el intento de que se lo lea y se lo conozca más en su propia tierra.

Pero la intención no es llegar a la comunidad filosófica o científica que ya lo conoce (o que cree conocerlo) sino tratar de hacerlo con estudiantes, docentes, periodistas, militantes políticos y sociales, investigadores, activistas de organizaciones ambientales, en fin: a quienes por su actividad valoran (o deberían hacerlo) la producción de sentidos sobre lo común, sobre lo que es de todos, que es –en mi opinión– el gran signo que marca la obra de Mario Bunge: un filósofo y científico que trató de hablar claro para incidir sobre un mundo que le resultaba profundamente injusto, y que sin embargo ha logrado avances impensables en comparación con todos los “mundos” del pasado.

Nada mejor para eso que pedir ayuda a personas de distintos ámbitos que valoran, desde sus propias perspectivas, los aportes de Bunge en cada campo. Mujeres y hombres de la ciencia, de la filosofía, de la comunicación. El resultado es este pequeño rompecabezas: una introducción singular a la vida y a la obra de Mario Bunge.

Pedimos y brindaron su testimonio figuras de relevancia en distintas disciplinas científicas y filosóficas de la Argentina, así como en el periodismo y en la discusión pública. A todas ellas el agradecimiento por haber accedido a la invitación.

EL GENIO QUE NO TOMABA EXÁMENES

Alejandro Agostinelli es periodista e investigador, autodefinido como “interesado en ciencia, creencias, tecnologías esotéricas y todo lo humanamente extraño”. Es un comunicador clave para el pensamiento crítico en la Argentina y uno de los más destacados en poner la lupa sobre pseudociencias y rarezas epistémicas de toda índole. Conoció a Bunge en los 90 y desde entonces su labor estuvo atada –en varios modos– a la de Mario Bunge. “Me emocionó mucho que en su libro Memorias. Entre dos mundos me considerase su amigo”, cuenta. Y entre sus recuerdos sobre Bunge brilla la fascinación de sus hijas “cuando supieron que Mario no tomaba exámenes: para aprobar o desaprobar a un estudiante solo pedía una monografía y una exposición oral sobre un tema a elección”.

Alejandro asegura que extraña tres cosas de Bunge: “Su espíritu jodón, los benéficos efectos de su cercanía (un hombre con esa apabullante vitalidad no puede sino ejercer una influencia positiva) y su enorme capacidad para insistir lo inadmisible que resulta que existan filósofos, e incluso epistemólogos, que sólo reciten nombres o discutan e interpreten lo que dijeron otros autores: el progreso del conocimiento, y de cada disciplina científica, necesita una filosofía científicamente informada para detectar problemas, enfrentarlos, hacer preguntas y buscar respuestas”.

“Era al momento de su muerte, pero desde mucho antes, uno de los filósofos más importantes del mundo, y en particular el más importante representante de la escuela de filosofía científica”, dice Pablo Jacovkis.

EL MÁS IMPORTANTE REPRESENTANTE DE LA FILOSOFÍA CIENTÍFICA

“Era al momento de su muerte, pero desde mucho antes, uno de los filósofos más importantes del mundo, y en particular el más importante representante de la escuela de filosofía científica”. Quien lo dice es Pablo Jacovkis, doctor en matemáticas y ex titular del Conicet, autor de una historia de la computación en la UBA. Destaca que Bunge hizo contribuciones relevantes en áreas muy diversas: “En la filosofía de la matemática, de las ciencias naturales, de la ingeniería, de la tecnología, de las ciencias médicas y de las ciencias sociales, e incluso en la filosofía política”.

El impresionante Tratado de filosofía básica en ocho tomos, dice Jacovkis, “es su hazaña fundamental, pero no única: la originalidad y amplitud de su producción son asombrosas”. Jacovkis también enfatiza en la vocación bungeana por la educación popular –empezando por su Universidad Obrera, creada cuando tenía apenas 19 años– y en su interés por los problemas de la política contemporánea, “embanderado en una izquierda no dogmática”, donde “la Argentina siempre estuvo presente en su pensamiento”.

En su labor intelectual jamás fue complaciente, porque priorizaba la búsqueda de la verdad. Eso lo llevó a ser duramente crítico y a recibir duras críticas también. El apego a la evidencia que proporcionan los datos o los cálculos es un aspecto central que rige la labor de Bunge. Incluso en campos donde las principales referencias no tienen mucho apego por ese criterio, como suele ocurrir en las llamadas “humanidades”.

Una muestra de cómo su aporte se visualiza en campos diferentes nos la da José María Gil, doctor en Filosofía e investigador del Conicet, especializado en educación y lenguaje. Su acercamiento y su interés en la obra de Mario Bunge provienen de esa vertiente. Dice que Bunge cultivó el pensamiento crítico y el criterio de racionalidad “sin concesiones a la corrección política o al sentimentalismo. Su análisis de cómo los enunciados de la lingüística deben evaluarse en términos de los datos lo lleva a enfrentar a una vaca sagrada como Noam Chomsky, cuya desnudez conceptual se hace manifiesta a pesar de que en ciertos ámbitos se sigan elogiando sus finas vestiduras”.

El análisis de Mario Bunge, explica Gil, permite entender que la lingüística chomskyana se sostiene en un compromiso dogmático, que resulta incompatible con una genuina ciencia del lenguaje, cuyas hipótesis se deben contrastar con datos lingüísticos reales.

UN ARISTÓTELES DE NUESTRA ÉPOCA

Por su avidez e interés intelectual sin límites, pero sobre todo por sus aportes innumerables en casi todas las áreas relevantes de la filosofía contemporánea, hay quienes no dudan en equiparar a Bunge con algunas de las más grandes figuras de la historia del pensamiento mundial. Podrá parecer exagerado para quienes no lo han leído, pero no lo es en absoluto para quienes abordan su trabajo desde diferentes campos. La mención a Aristóteles, a Kant o a Leibniz como referencias de esa disposición a estudiar la realidad como un todo, suele aparecer al lado de calificaciones como “el último ilustrado” (así se titula un libro en su homenaje), el “último filósofo” o el “último aristotélico”.

Para Alberto Cupani –doctor en Filosofía y profesor titular ya jubilado en la Universidad Federal de Santa Catarina– Bunge fue “una suerte de Leibniz del siglo XX”: parecía “estar al tanto de cuanto asunto interesara a la sociedad e hiciera parte de la cultura occidental”. Su vasta producción lo atestigua, al ocuparse de asuntos muy variados entre los cuales brilla el monumental Tratado de Filosofía Básica, que ya mencionamos. Allí Bunge “procuró demostrar que los principales problemas de la filosofía occidental podían ser formulados de manera exacta y respondidos con el auxilio de la información científica actualizada”.

Cupani asegura que Bunge fue singular por varios motivos, entre ellos por defender el valor cultural y moral de la ciencia en tiempos en que diversos intelectuales se habían vuelto francamente hostiles a ella. Y también por su osadía en elaborar un sistema filosófico en una época en que tal empresa se considera superada. Otro elemento central es que para Bunge la defensa del conocimiento filosófico se vincula con que sea compatible con la ciencia, de una manera que desagrada igualmente a “positivistas” y “antipositivistas”.

Entre sus méritos, Cupani incluye “su defensa del humanismo comunitarista”, la aspiración a vivir “en y para una sociedad ecuménica, con diversidades naturales pero sin desigualdades artificiales que favorezcan a una minoría”. Para él, “querer una humanidad mejor, más libre y creadora, es querer que cada individuo sea mejor, más libre y creador”, y reconocer que la verdadera democracia no es la meramente representativa sino la participativa, que garantiza a la persona su intervención en el destino de la sociedad. En ella, la ciencia debe contribuir a una forma de vida en la que lo biológico, lo político y lo cultural se armonizan (por ejemplo ante los grandes problemas de la humanidad, como el ambiental o la desigualdad) al abordarlos desde una reformulación científica de los grandes temas de la filosofía occidental.

Teresa La Valle asegura que la perspectiva y actividad de Bunge “excedieron con creces lo que se suele catalogar como actividad académica”. También destaca la máxima ética que propuso Bunge: “La vida plena se consigue haciendo lo que a uno le gusta y ayudando a otros a vivir y servir mejor”.

JUSTICIA SOCIAL, GÉNERO, AMBIENTE Y COOPERACIÓN

Cuando se conoció la noticia del fallecimiento de Bunge, el sitio más importante de educación superior en España tituló del siguiente modo: “Muere Bunge, filósofo científico líder en justicia social y lucha contra pseudociencias y posverdad”. Una apretada pero certera síntesis de algunos de los aspectos centrales para el gran pensador. Resulta raro ver la expresión “justicia social” junto a un filósofo destacado. Raro y estimulante. La filósofa argentina Teresa La Valle –especializada en ética y ambiente, y delegada argentina a la cumbre Rio+20– destaca que Bunge, lejos de limitarse al escritorio o al aula, “compartió su concepción de la sociedad y nuestro lugar y obligaciones en ella. Desde su punto de vista, la sociedad ideal consta de dos triángulos unidos por sus cúspides: el trabajo, la salud y la educación conforman el triángulo inferior. Montado sobre éste, el triángulo superior, cuyos lados son la igualdad, la solidaridad y la libertad. Si se quita uno de los lados, se desarma el sistema”.

Teresa asegura que la perspectiva y actividad de Bunge “excedieron con creces lo que se suele catalogar como actividad académica”. También destaca la máxima ética que propuso Bunge: “La vida plena se consigue haciendo lo que a uno le gusta y ayudando a otros a vivir y servir mejor”. Y reflexiona: “Esto no es algo que se suela escuchar en, ni relacionar con, los campos donde él trabajó”. Otros aspectos que Teresa enfatiza: su afirmación de que toda ciencia “es parte de una cultura y toda investigación científica siempre trabaja sobre la base de supuestos filosóficos acerca de la naturaleza y de la sociedad… No hay técnica sin ideología, ya que esta fija valores y, con éstos, fines”. Un tema sobre el cual se debate con creciente energía y frecuencia. Y finalmente la relevancia que Bunge daba a la cooperación, su alegría por el Premio Nobel a Elinor Ostrom, donde la fallecida investigadora evidenciaba el modo exitoso de gestión de los bienes comunes por parte de asociaciones de usuarios y cooperativas.

Teresa lamenta el poco impacto de la obra de Bunge “sobre quienes deben diseñar políticas y planes de desarrollo científico y técnico realistas y eficaces”. Y se pregunta si la lectura, análisis y cumplimiento de las diez condiciones que propone para implementar políticas y planes con esas características no debería ser “el camino habitual para lograr el desarrollo que necesitamos con urgencia”, respetuoso del ambiente y de la dignidad de las personas.

Diana Maffía es doctora en filosofía (UBA), fundó la Red Argentina de Género, Ciencia y Tecnología y dirige el Observatorio de Género en la Justicia. Quizás por todo eso su mirada se concentra en un costado menos conocido de Bunge: el de pionero en la igualdad de género. Cuenta Diana: “A los 18 años Mario Bunge fundó la Universidad Obrera Argentina, donde los estudiantes, que eran trabajadores a los que se les enseñaba ciencia, tecnología, derechos laborales y política, participaban de las decisiones junto a los docentes y las docentes, debo agregar. Porque en los años 30 Bunge contrataba mujeres para su universidad. Una de ellas fue la poeta anarquista Emma Barrandéguy, una escritora extraordinaria por quien supe de la existencia de la Universidad Obrera Argentina. Le escribí a Bunge para saber más sobre esa historia, preparando un libro con ese tema, y gracias a eso me convertí en lo que él en su autobiografía llama ‘una de sus amigas epistolares’. Gracias por permitirme hacer este homenaje brevísimo a una persona tan importante como Mario Bunge”.

LEER A BUNGE, UN DEBER CÍVICO

La amplitud de la recepción de la obra de Bunge se visualiza, por ejemplo, en la contratapa de la Filosofía Política de Mario Bunge, donde la filósofa y activista ambiental india Vandana Shiva, Premio Nobel Alternativo 1993, alienta a la lectura de esa obra. Dice: «Los penetrantes análisis políticos del profesor Mario Bunge son para mí una fuente de inspiración. En Filosofía política combina el desarrollo de la idea de una democracia integral con una aguda sensibilidad social. En esta era, en la cual afrontamos múltiples crisis, esta propuesta es de suma importancia para nuestra libertad y supervivencia. Todo ciudadano comprometido, todo líder político, debería leer este libro”.

Algo parecido dice el economista español Alfons Barceló, autor de Economía política radical (1998) y de Interpretando a Bunge (Laetoli, 2020). Barceló dice que Bunge es “el filósofo más importante de nuestra era” y que dejó “un legado intelectual colosal, plasmado en una obra inmensa y profunda”. “Me parece un deber cívico leer algo de Bunge», afirma en una entrevista que acaba de publicar la revista El Viejo Topo en España.

“Nos dejó una obra vasta, copiosa, singular. Es nuestro deber estudiarla, expandirla, desafiarla”, señala Gustavo Romero.

“BUNGE NOS HACE MEJORES”

Muchas de las personas que estuvieron cerca de Bunge (intelectual y humanamente) sienten el deber moral de preservar y hacer conocer “la inmensa obra producida por este gigante intelectual argentino de dimensión universal”, como lo expresa Guillermo Denegri. Investigador del Conicet y profesor Biología y de Biofilosofía en la Universidad Nacional de Mar del Plata, Denegri asegura a un año de la muerte de Bunge que “su figura se agiganta cada día”. ¿Razones para leerlo? ”Fue uno de los filósofos de la ciencia más importantes y su obra tiene trascendencia en el mundo entero”, abunda Guillermo.

Otro costado de Mario Bunge, el de la generosidad personal e inagotable para con quienes acudieran a él, se verifica en incontables testimonios. Como éste, de la mano de Esteban Sargiotto, licenciado en Letras y hoy cursando la Licenciatura en Matemáticas en la UBA. “En 2009 le envié un mail. Yo venía leyendo sus obras y había formado un grupo de estudios con un amigo que era profesor de matemática”. Esteban no tenía esperanza de recibir respuesta, “porque era un absoluto desconocido, porque estudiaba Letras y no ciencia y porque le escribí a un correo institucional que encontré en internet”. Para su sorpresa, le respondió al día siguiente, en una extensa carta donde “me contestó todo lo que le pregunté y me recomendó varios libros”. Como otras personas consultadas, Sargiotto rescata los valores vitales de Bunge, su socialismo no dogmático, y el haber sido “un polemista siempre dispuesto a retractarse y aprender de sus errores”. A un año de su fallecimiento, conviven “la tristeza de no tenerlo más entre nosotros” con “la alegría de saber que vivió con felicidad y enorme generosidad”.

El científico y filósofo Gustavo E. Romero es astrofísico, director del Instituto Argentino de Radioastronomía e investigador superior del Conicet. Reconoce en Bunge “la influencia capital de mi vida intelectual”. Asegura que nadie ha dejado una marca tan profunda en su forma de entender y hacer ciencia y filosofía. Y enumera los méritos de Bunge: es claro, es curioso, es valiente, es amplio, es profundo, es generoso.

“Leer a Bunge es un bálsamo”, asegura. “Sobre todo después de leer tantos filósofos profesionales acostumbrados a escribir para que sólo los entiendan sus colegas o incluso nadie en absoluto”. Bunge “trata todos los temas capaces de suscitar nuestras grandes preguntas” y lo hace informado por la mejor ciencia. No teme romper tradiciones, o ir contra los consensos, si la evidencia le indica que hay que hacerlo.

“Nadie que haya abrevado en su obra sale sin ideas valiosas para explorar, desarrollar, o incluso combatir. Bunge siempre estimula. Mi propio trabajo, incluso para llegar a contradecirlo, es en general motivado por sus investigaciones”. Y concluye: “Nos dejó una obra vasta, copiosa, singular. Es nuestro deber estudiarla, expandirla, desafiarla. Así él lo quiso. En ese trabajo encontraremos la clave final para valorarlo: Bunge nos hace mejores”.

Y porque nos hizo mejores, por su incansable lucha por la igualdad y, sobre todo, por el conocimiento, por su vida plena que, por un momento, creímos eternas, es que lo recordamos. Lo recordamos sin llantos ni quejas, sino invitando a su lectura, a visitar su obra, a conocerla y difundirla. Como, tal vez, él hubiera querido.

¿Por qué hay que leer “Tabú”, de Andrés Rieznik?

¿Por qué hay que leer “Tabú”, de Andrés Rieznik?

El nuevo libro del científico, mago y divulgador es un texto imprescindible para docentes, para filósofos y filósofas, para investigadores de la ciencia digna, y para luchadores sociales que a veces sienten que necesitan mejores argumentos o más paciencia para lidiar no solo con los obstáculos cotidianos sino con quienes reproducen discursos de odio y de “grieta”.

Tabú, de Andrés Rieznik, es un pequeño gran libro. En apenas 158 páginas hace un recorrido que no dudaría en conceptuar como imprescindible para cualquier persona interesada en el conocimiento, en la filosofía y en el destino de la especie humana.

Primero Andreś presenta sus razones para que se comprenda la urgencia de conversar socialmente sobre los descubrimientos actuales de la biología del comportamiento humano.

Después propone dos puntos de partida morales útiles para guiar esa discusión: 1) el principio de igualdad –la idea de que aunque seamos muy diferentes, que lo somos porque no hay dos humanes iguales, nuestros intereses deben ser considerados de igual manera–; y 2) la necesidad de una moral secular, no basada en creencias personales sino que se desprenda de una mirada compartida, casi como un corolario del principio anterior.

(El principio de igualdad basado en la igual consideración de intereses, no es otra cosa que el viejo principio artiguista de que «naides es más que naides», tomado a su vez del refranero hispánico. Es bueno retomarlo como lo hace Andrés, reformulado en términos de una razonabilidad a prueba de balas, que sólo puede ser rechazada por personas egoístas o elitistas, y que por supuesto jamás podrían defender ese rechazo en público).

Todo el libro es una fuerte convocatoria a razonar críticamente pero en base, a la vez, a principios y a evidencia. Y a la educación como la herramienta para lograrlo.

Luego el autor describe algunos descubrimientos y métodos de la neurociencia (no de la neurochantada, diferenciación muy relevante), de la psicología evolutiva (superando el psicoanálisis y otras teorías pseudocientíficas) y la genética del comportamiento (un mundo nuevo de estudios sumamente fructífero). Y a la luz de los principios ya mencionados, discute las posibles aplicaciones de esos descubrimientos en educación y en salud mental.

Todo esto lo hace de una manera sumamente clara e informada, con muchas notas al pie para quienes deseen profundizar, pero sin interrumpir el hilo para que el recorrido sea (como logra serlo) no solo elocuente, sino también entretenido. Con un tono en la escritura que es amable sin dejar de ser polémico, y que toma postura ideológica explícita sin ser condescendiente con quienes comparten esa posición inicial.

Por si fuera poco, lo hace con buen humor y con una carga de poesía y dulzura que atraviesa todo el libro: desde las menciones a las inspiraciones familiares que influyeron en su pensamiento, hasta las grandes referencias que iluminan su trabajo, y ahí conviven Carl Sagan y Judith Rich Harris con Daniel Córdoba, René Lavand y la abuela del propio Andrés. Mérito no menos destacable: Andrés no deja de lado las emociones cuando razona. (En verdad, nadie lo hace. Pero de ahi a hacerlo consciente, y a aprovecharlo como lo hace el autor, hay una distancia considerable).

En el camino, y enhebrando todos estos elementos, discute de manera original cuestiones morales como el aborto, la muerte digna y la investigación con células embrionarias, y plantea un tema metafilosófico de primer orden: sugiere que la moral puede ser vista como ciencia, y la ciencia como moral.

Como parte de ese recorrido, Rieznik hace una interesante distinción que complementa la discusión sobre lo descriptivo (cómo son las cosas) y lo normativo (como creemos que deberían ser) con lo persuasivo (cómo cambiamos de ideas, o cómo logramos que otros lo hagan). Una distinción de importantes consecuencias, que permite entender (¿o debería permitir?) que causas que derivan de aceptar el primer principio (el de igualdad), tales como la defensa del ambiente o el respeto a la diversidad, no dependen de ningún estudio científico, porque son axiomas independientes de cualquier conocimiento. Un avance en la investigación científica no debería verse como una amenaza hacia nuestra adhesión a alguno de esos principios. Al contrario: la discusión sobre cómo aplicar cualquier paso que se da en el incremento del conocimiento humano requiere adoptar esos puntos de vista, que no dependen de ninguna información, sino de los acuerdos que seamos capaces de construir. No depende de cómo son las cosas, sino de cómo queremos convivir.

Todo el libro es una fuerte convocatoria a razonar críticamente pero en base, a la vez, a principios y a evidencia. Y a la educación como la herramienta para lograrlo. «Así como cuando, una vez que aprendemos a leer, luego ya no podemos elegir no hacerlo, cuando gracias a la educación aprendemos a razonar, no podemos dejar de hacerlo frente a nuevas ideas».

La conclusión (en realidad, una de las muchas que ofrece) es que nuestra capacidad de ponernos en el lugar de los demás (y de  aceptar que incluso hay seres no humanos capaces no solo de pensar sino de sentir y de sufrir) es lo que nos ha regalado la evolución.

La conclusión (en realidad, una de las muchas que ofrece) es que nuestra capacidad de ponernos en el lugar de los demás (y de  aceptar que incluso hay seres no humanos capaces no solo de pensar sino de sentir y de sufrir) es lo que nos ha regalado la evolución. Y ese tesoro es lo mejor que tenemos: es lo que nos permite aspirar a ser mejores y pensar que podemos seguir expandiendo «la frontera de nuestra empatía».

En suma, se trata de un libro imprescindible para docentes que crean que su rol es dar herramientas que liberen a las personas; para filósofos y filósofas que quieren discutir cómo vivir mejor en el mundo; para científicos y científicas con dignidad cuya convicción les indique que el conocimiento debe estar al servicio de valores y no del mejor postor; y en fin, para luchadores sociales que a veces sienten que necesitan mejores argumentos o más paciencia para lidiar no solo con los obstáculos cotidianos sino con quienes reproducen discursos de odio y de “grieta”.

Un librazo, en definitiva. Es uno de los mejores aportes que he visto en los últimos años. Y brilla en el amplio panorama de la divulgación, entre los incontables ejemplares de snobismo, moda, demagogia, búsqueda de curriculum y pretenciosidad que circulan e inundan el mundo del ensayo destinado al gran público en la Argentina actual.

Entre el culto al macho y la new age: la salud mental en cuestión

Entre el culto al macho y la new age: la salud mental en cuestión

La salud mental es un tema difícil y todavía más en el mundo del deporte profesional, repleto de imposturas y mandatos implícitos. La conmoción que provocan las muertes jóvenes es proporcional a la oclusión de un debate y una problemática tan urgente como importante.

El último año con vida de Diego Maradona se especuló mucho con “cierto cuadro depresivo”. Su entorno, siempre listo para mantener una narrativa inmaculada, declaraba con ligereza “está medio bajón, algo depre, extraña a sus viejos, la cancha, tiene que descansar”. Ese daño recurrente de acomodar en una misma fila diferentes emociones con la depresión no puede tapar el ninguneo mayor, no hay tal cosa como “algo depre”. La depresión no es tristeza, no es cansancio, no es extrañar, no es estar “bajón”. La diferencia entre una y otras no solo que no son sutiles, sino que también pueden (y deberían) funcionar como llamadas de atención.

Diego, que siempre se caracterizó por una honestidad emocional arrasadora, dejó muy en claro desde que sus padres murieron que se le hacía insoportable vivir: “solo quiero volver a ver a mis viejos”, “quiero ir a donde estén mis viejos”, “doy la vida por abrazar a mis viejos”. Las declaraciones de Diego se cruzaban constantemente con la ausencia de Don Diego y Doña Tota y se coronaban con un detalle no menor: “lo único que me hace feliz es el fútbol”, “tienen que entender que solo soy feliz cuando estoy con una pelota”, “el fútbol nos da vida”, “el fútbol me mantiene vivo”. La fórmula no parece difícil de configurarse como una alarma si ese entramado comienza a convivir con un escenario pandémico de aislamiento y suspensión de la vida tal como se la conoció hasta ese momento, algo que tiene que hacer mayor ruido si el paciente tiene antecedentes, ¿o hace falta todavía subrayar que las adicciones son un tema de salud también?

A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Justamente, al Diego deprimido se lo quiso hacer pasar por un adicto a las pastillas y al alcohol, cuadro-excusa que calzaba justo para un entorno amante de desligarse de responsabilidades, pero también con una sociedad y cultura que utiliza el cuerpo maradoniano como un gran depósito para tirar en él todas las malas y no inocentes lecturas —ignorantes, morales, estigmatizantes, criminalizadoras, etcétera— sobre las adicciones. Al Diego deprimido se lo quiso culpabilizar diciendo que su carácter era bravo, prácticamente imposible. Pero también se lo revictimizó queriéndolo abrazar con el paternalismo habitual con el que se lo adoraba, un paternalismo que funciona como leña al fuego y al que le fue imposible incorporar la idea de un Maradona deprimido, de un Maradona con problemas de salud mental no abordados, no atendidos, ni siquiera posibles de pensar porque ahí la trampa del endiosamiento, del hombre que deviene en mito, del hombre al que se lo piensa siempre estampita. A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Él mismo lo decía, de manera literal y desgarradora, echándolo en cara al mundo, y también eso mismo nos decía cuando nos recordaba a cada rato la falta de sus padres: la necesidad de volver a ser hijo, de reencontrarse él mismo con su cuerpo territorial. Porque nada nos marca más nuestra humanidad que el cuerpo, es nuestra frontera con el mundo y desde donde asimilamos el anclaje social, político y cultural. Por eso portarlo no es cosa fácil, por eso dominarlo es imposible: digamos que nosotros somos del cuerpo, no a la inversa. Si el odio es otra forma de desear, el endiosamiento no es más que otra forma de dominación, porque es una manera de configurar demandas frente a lo que nos trasciende, lo que nos resulta humanamente imposible y ese otro endiosado, en cambio, puede hacerlo posible para nosotros. Ergo, ¿cómo iba a estar deprimido el que siempre todo lo pudo?

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Mirko Saric tenía 21 años cuando su madre lo encontró ahorcado en su pieza. Jugaba en San Lorenzo. Mientras se veía envuelto en un ida y vuelta con el Real Madrid, las lesiones, los tires y aflojes con el DT, los imprevistos habituales de la vida cotidiana y una situación sentimental-familiar dramática compusieron un clima muy complicado a su alrededor. Cualquiera que haya estado mucho tiempo en el club por esos años y haya conversado con él a lo largo de ese tiempo podía notarlo diferente en sus últimos meses. Mirko realmente manejaba un nivel de amorosidad, de registro del otro que era un placer encontrarlo y conversar aunque más no sea al paso. La distancia entre ese Mirko habitual y el otro, el cabizbajo, era notoria aún para los que no éramos íntimos. Pero, aun si no fuera notoria, pareciera que la sucesión de acontecimientos golpeando duro no alcanzan para elaborar nuevas condiciones de contención más allá de las exigencias deportivas. ¿Cómo se les pide a los hinchas que vean a los jugadores como personas si ni los clubes los ven así, si no hay ningún actor en el mundo del fútbol que no esté alimentando esa constante separación del jugador de la persona?

Cuando se conoció el suicidio de Mirko las conversaciones en el club se llenaron de asombro y, a la vez, no fueron pocos los involucrados institucionales o con responsabilidades deportivas que tomaban distancia rápidamente: “imposible saber lo que pasa por dentro de la cabeza de todos”, “son temas personales, no te podés meter”. Casi dos décadas después, Ruggeri, quien era el DT de San Lorenzo en aquel momento, goza hoy del trono superficial de lo que se percibe como cultura viril, aún a riesgo de terminar siendo una caricatura de aquello masculino que se busca evocar, y puede torcer su sonrisa y con un tono ahogado de cancherismo ningunear la salud mental en unos de los principales programas deportivos. Ningunearla y rozar la homofobia, y cuanta fobia ande suelta por el aire, asociándola a un signo de lo que su mediocridad entiende como debilidad, como tontera, como algo que no es cosa de hombres. ¿Es culpable Ruggeri del suicidio de Mirko? No, solo es uno de los tantos estúpidos responsables por ser parte activa de un problema mayor, el que alimentan, banalizan, acosan, arrasan y, principalmente, del que viven. En palabras de la madre de Mirko, “si ni la psiquiatra se dio cuenta de cómo estaba mi hijo, menos puedo pedirle a un técnico, pero sí tengo pendientes con él, porque nunca se comunicó, aunque haya dicho que lo hizo”.

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Hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades.

Entre Mirko y Diego pasaron más de veinte años, por supuesto que las historias no son parecidas. Pero las relecturas y el trasfondo son tan iguales que la triste noticia del suicidio del Morro García nos deja de nuevo frente a la misma película, las mismas reacciones, poses y excusas. “Conmoción en el fútbol argentino”, nos dicen con la frivolidad a flor de piel. ¿Cuánto más se va a conmocionar el fútbol argentino? ¿Cuántas veces más le va a explotar en la cara el mundo real al fútbol argentino y todo lo que esconde laboriosamente bajo su alfombra? No te puede conmocionar algo que, más allá de las señales, se construye cotidianamente desde los cimientos, algo que sostenés como tu columna vertebral. 

Hablar de conmoción es negar no solo el maltrato que el jugador recibió los últimos tiempos de parte de dirigentes que hoy se lavan las manos, es también negar las declaraciones del propio jugador hablando de depresión, de diferentes dificultades anímicas, de las exigencias deportivas y sus responsabilidades, es elegir deliberadamente ignorar lo que el Morro puso sobre la mesa. Con la tragedia entre nosotros, además de los homenajes que solo mantienen el statu quo, aparecen los chantajes emocionales. Un desfile interminable de artículos que, tan pretenciosos como burdos, buscan la señal, el anticipo, como si se tratara de una obra cuyo final ya estaba preanunciado. Pero no hay anticipo ni predicción. Hay un abanico de posibilidades que se abre entre las tantas formas de configurar llamadas de atención y el pedido de ayuda, que no siempre es explícito, que no siempre tiene que decir necesariamente “ayuda”, pero, principalmente, también hay una cuestión de tiempos, del tiempo que lleva poder llegar a esa pronunciación, un tiempo que viene después de entender que sí necesitamos a otros, que no podemos solos.

Ese tiempo no es un tiempo fácil porque posiblemente presentimos lo que luego confirmamos: no hay otros ahí para nosotros en un mundo que anula la otredad y goza de una exaltación yoica, moviendo siempre las agujas de lo privado y lo íntimo hacia lo público, con una noción de lo público espectacularizada. La agonía de la conversación se encuentra en que cuando uno cuenta –o intenta contar algo– el otro responde con una experiencia propia, la agonía se funda en que eso se comprenda como empatía, y que la empatía se comprenda como una solución. Pero, incluso cuando sí hay otros con nosotros dispuestos a acompañarnos sin invadir nuestro espacio de situación, ese es solo el comienzo de un recorrido largo y hostil, intermitente, de curvas y pozos, que va a contramano de la inmediatez y el resultadismo que rigen nuestro tiempo.

Es cierto que hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades. Por eso mismo, tampoco es un tema para que se convierta en las masitas de carroña con la que se alimenta el panelismo y sus protagonistas. Un panelismo que ya no es solo un formato televisivo, es una manera de (no) leer, opinar y de relacionarse con el mundo, los otros y los hechos. Pero, también, porque se configuran conceptos errados. Alguien se suicida y se busca enseguida una normativa. Más allá de este caso puntual, porque el Morro sí habló de depresión, la asociación inmediata entre suicidio y depresión es peligrosa: no todo suicidio implica depresión ni viceversa, por supuesto.

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De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo. Es importante quebrar estas comprensiones reduccionistas, efectistas, demagógicas y profundamente mercantiles porque son las que facilitan la expansión de una filosofía que en nombre de la espiritualidad y un falso don de renacimiento nos individualiza hasta la deshumanización y mantiene la maquinaria andando. Atrás del “lavate la cara, vestite, salí al sol, disfrutá el día, todo es una oportunidad”, entre otros tantos slogans motivacionales, está el mandato de la producción, está la idea de una vida humana que vale ser vivida de acuerdo con su utilidad, de acuerdo a su relación capital con su uso del tiempo y su manera de ocupar un espacio.

Pero también hay otras narrativas que aportan aún más banalidad, daño y, sobre todo, estigma. Narrativas que los últimos tiempos cobraron vuelo, como la utilización del término psiquiátrico frente a todo aquello que nos resulta extraordinario, extravagante, ridículo. Frente a lo que se nos manifiesta como algo desconocido, como si la manifestación de nuevas expresiones no fuera el signo más importante de la vida en un planeta, que no significan algo necesariamente novedoso, pero que sí exigen lecturas por fuera de la caja habitual y, por lo general, cada vez más agudas. Si no viviéramos en un constante presente emocional lo recordaríamos bien, la historia vital funciona así.

De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo.

Utilizar psiquiátrico como adjetivo, además de revelar la incapacidad frente al acontecimiento y frente a lo que implica en sí lo psiquiátrico, hace fácil la tarea para todo aquello que se quiere combatir. Esta operación termina tarde o temprano desplazando de la discusión todo lo propiamente político de la querella. Se habla de psiquiátricos para hablar de neofascismos, conspiraciones, discursos nefastos y delirantes, pero también para descalificar ideologías opuestas a las propias o deslegitimar oposiciones. En vez de desarticularlas, en vez de generar el conflicto y dar la batalla, optamos por salidas fáciles, recursos triviales y un pretendido humorismo que poco tiene de tal.

“Más que una marcha fue un aluvión psiquiátrico”, dijo Axel Kicillof en una entrevista con Víctor Hugo hace unos meses atrás, como si fuera un tuitero más. Difícil ejercer demandas reales sobre salud mental con estados que no la toman como prioridad y los políticos que adoptan ciertos términos estigmatizantes como chicana. A ningún “psiquiátrico” se le ocurría pedirles a ciertos sectores que respeten medidas sanitarias en el medio de una pandemia caricaturizando otra pata fundamental de la salud pública, una que justamente va a quedar aún más vulnerable —y manipulada— por la pandemia. Por otro lado, desayúnense, parafraseando a Chris Kraus, los problemas de adicciones y salud mental también pueden derivar de una profunda lucidez, de una noción demasiado en carne viva del mundo, de lo ajeno, del contexto, es decir, de lo político. El paciente psiquiátrico no tiene una incapacidad de lectura, su salud mental puede manifestarse también como un gesto de intolerancia frente a la comprensión de lo que lee, vive, padece.

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“No importa todo lo indestructible que nos veamos, al final del día todos somos humanos, todos tenemos sentimientos”, dijo DeMar DeRozan en una de sus conversaciones sobre su lucha, así lo llama él, contra la depresión y la ansiedad. Esa expresión quedó como bandera del tratamiento que viene dándose dentro de la NBA sobre salud mental. El actual 10 de los Spurs revolucionó una madrugada de febrero cuando tuiteó “esta depresión saca lo mejor de mí”. Ese fin de semana, All Star 2018, estaba todo preparado para ser una fiesta, sin embargo, él decidió no disfrazar lo que estaba viviendo. La inmediatez de la red social le devolvió un apoyo monumental. Pero ninguna reacción se hizo esperar demasiado y, lejos de retrotraerse, a partir de ahí, DeMar dio un paso al frente empujando un cambio histórico y apreciado por sus compañeros, colegas y diferentes actores sociales. 

“Quiero hacer mi parte. Me quiero asegurar de que no haya vergüenza ni estigma a la hora de hablar de salud mental. Hay mucho trabajo por hacer para que la salud mental sea prioridad”, explicó frente a varios estudiantes en una escuela de San Antonio sobre la decisión de hacerlo público siendo él tan reservado. Y acá lo más interesante y, quizás, una de las razones por las cuáles ese impacto inmediato no se esfumó, no fue utilizado con morbo y hoy es tomado de ejemplo por deportistas y organizaciones de diferentes disciplinas: DeRozan parte de su experiencia, pero su posición pública no es vivencial y la convierte fácilmente en una demanda política, cultural y social, según corresponda, según quién esté enfrente de él escuchándolo.

La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos.

Incluso, si quisiéramos arriesgar de acuerdo con escenarios que son conocidos de su vida personal, él empuja la conversación hacia otro lado, hace de su yo una voz de muchos. Así, habla de las experiencias traumáticas atravesadas principalmente por el racismo, las pone en diálogo permanente con las dificultades de clase y, en consecuencia, con las dificultades de acceso a tratamientos de salud. Opuesto a ese culto al macho invencible, habla de vulnerabilidad y fuerza como dos caras de una misma moneda que se necesitan mutuamente para poder soportar el ritmo, tanto el atlético como el de la vida. “Siempre lidié con esto, desde muy chico. A algunos nos tocan vidas en las que constantemente estamos empezando desde atrás y podemos revertirlo, podemos una y otra vez pasar al frente. Bueno, a algunos no nos queda otra opción, en realidad. Pero eso te está afectando, es cierto que te hace cada vez más fuerte y te vas preparando para todo lo que venga, pero también te aísla más y te golpea duro. Un día miré a los ojos a mis hijas y me di cuenta de que no tenía que empujarlas a ellas a lidiar con eso. Ahí me di cuenta de que iba a necesitar ayuda. Y cuando pude pedirla sentí que perdía el peso de toda una vida”.

Pocas semanas después del tuit de DeMar, y luego de que ampliara su testimonio con un medio de Toronto, habló Kevin Love. “No había escuchado nunca a un atleta profesional hablar de salud mental y no quería ser el primero. No quería parecer débil”, confesó. El jugador narró con detalles cómo fue sufrir un ataque de pánico durante un partido, lo que lo obligó a abandonar el juego y primordialmente su propia actitud reacia frente a eso que él percibía como débil. “No sabía que podía existir algo así, no lo creía posible, pero ahí estaba sin poder respirar y temblando”, confesó.

Love hoy dedica su tiempo a trabajar en que la salud mental dentro de la formación temprana sea prioridad. Tiene una fundación, visita escuelas, organiza programas y sus publicaciones siempre son una invitación que resuena como un volver a los básicos vinculares. Love plantea la importancia de la escucha como elemento principal, desde el escucharse uno a escuchar al otro. Hay una pauta para este punto en su propia experiencia: “Escucharlo a DeMar fue para mí el primer paso para pedir ayuda. Tuve que agradecérselo de manera personal, porque lo escuché y cada palabra me fue sacando de mi propia idea sobre mí. Fue liberador. Ese hombre se paró ahí y se abrió de una manera que realmente sentí que me estaba hablando a mí, aunque estaba hablando para todos. ¿Cuántos de nosotros necesitábamos algo así y no lo sabíamos?”.

DeRozan y Love no se quedaron hablando solos. La rueda empezó a girar y a marcar el camino. Jugadores y ex jugadores unieron sus experiencias, expectativas, visualizan las faltas, reconocen el avance y proyectan cuánto más por hacer. Paul Pierce, Kelly Oubre, Blake Griffin, Justise Winslow, Jay Williams, Royce White, Markelle Fultz, Metta World Peace, Kenyon Dooling, entre otros tantos, fueron aportando lo suyo. Esto ocurre mientras se consolida una tendencia realmente enriquecedora, la de los protagonistas iniciando la comunicación con la gente. Podcasts, publicaciones con sus firmas, transmisiones en las que se entrevistan unos con otros, conversaciones que nos dejan ver otra forma de la complicidad, del lenguaje compañero, hermano, del código entre colegas, lo que permite otro tipo de declaraciones. O simplemente apretando el botón correspondiente en una red social para hablarle en cualquier momento y de manera directa a ese público que lo sigue. Tanto más favorable es esta tendencia con Stephen Jackson, el entrañable Captain Jack, a la cabeza y The Players’ Tribune redefiniendo todo concepto sobre portales y conversación pública, rompiendo todo puente convencional y mano a mano con la prensa para llegar a seguidores y a quienes quieran oírlos. Por fuera, obviamente, de las obligaciones que la NBA impone, estas iniciativas acompañan con potencia, sin amarillismo y con honestidad emocional un cambio de paradigma tan urgente como importante. 

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Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras.

Luego de que DeRozan agitara las aguas, el veterano ex jugador y entrenador John Lucas dijo para una serie de entrevistas de ESPN que el 40% de los jugadores de la liga había sufrido o estaba sufriendo algún problema de salud mental. Menos del 5% había pedido ayuda. La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos. Organizados, despiertos, a disposición de las demandas sociales, la NBA ya se vio obligada a hacer, deshacer y rehacer más de una vez sus estructuras, algunas que parecían intocables, gracias a un trabajo sólido y colectivo de los jugadores, siempre respaldados de manera contundente por el gremio que preside Chris Paul.

A pocos días de cumplirse tres años de aquel tuit de DeRozan, la salud mental no solo se convirtió en una conversación pública obligada, sino que se volvió estructural en cada negociación, habiendo superado su prueba de fuego en la Burbuja de Orlando, ese “experimento” de aislamiento total que la NBA sacó de la galera para retomar la temporada a mitad del año pasado. Con DeMar afuera, Jamal Murray y Paul George, por nombrar solo algunos, mantuvieron la voz en alto sobre estos temas hasta el final. Y el comienzo de la nueva temporada partió desde ahí: “cada paso que damos buscamos que no sea solo para cubrirnos, estamos tratando de elevar los pisos de cada negociación, no podemos permitirnos volver atrás ni que todo lo que venimos haciendo se caiga sin nosotros y quede en el olvido. Nuestras luchas están más allá de nosotros y esto es algo que todos estos jugadores tenemos en claro, ese es nuestro principal objetivo en términos de legado y estamos hermanados en esto”. Esta declaración de Chris Paul, que llegaba entre el balance por la experiencia en la Burbuja y cómo se posicionarían frente a lo que en ese momento parecía lejano de suceder, el pronto comienzo de esta nueva temporada, podría ser prácticamente de cualquier jugador activo hoy en la liga, una liga que acontece bajo el pulso de “más grande que el básquet”, consigna en sintonía con diversos movimientos sociales que, de no tenerlos entre los integrantes de las mesas chicas fundacionales, los tienen de protagonistas.

Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras. Una memoria que tiene demasiados nombres y situaciones que, aunque no tengan trágico final, tuvieron un duro mientras tanto, endurecido más aún por los tratamientos que cayeron sobre ellos.

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Nuestro fútbol está muy lejos de lo que se vienen dando en la NBA, entendiendo lo tedioso de las comparaciones, pero la actualidad no solo invita a hacerlo por el caso del Morro. Los que definen el destino del fútbol se la pasan mirando a la NBA, le mal copian varias de sus iniciativas e innovaciones, siempre pensando en el negocio. En este caso puntual, el punto valioso que propicia la comparación sería desde una perspectiva social y desde lo que siempre se destaca de nuestras asociaciones deportivas: si este cambio, y otros tantos, fueron posibles en franquicias privadas, ¿cómo no se va a poder mejorar las condiciones de clubes sin fines de lucro?

Responder esa pregunta es enfrentarnos con la realidad más cruel, una realidad atravesada por varios motivos que son tanto extra-futbolísticos como futbolísticos. Tal vez empezando por la falta de un sindicato a la altura y de una organización entre los jugadores nula (otro enorme contraste con la NBA). Pero hay más. Porque partiendo de una sobrerrepresentación social, que es negada, también podríamos comenzar a plantear demandas para construir clubes como espacios seguros para los adolescentes y jóvenes. Sin embargo, el fútbol y los clubes como elementos fundacionales y fundamentales de nuestra cultural fueron llevados puestos por las políticas neoliberales y las utilizaciones especulativas, tanto de sus instalaciones como de sus cuerpos institucionales y los alcances sociales. Tenemos un fútbol que tiene más de tabúes y vampiros que de fútbol. Un fútbol totalmente desculturizado en su condición social, pero también en su condición deportiva, porque los clubes están destinados a operar como búnkeres, nicho de corruptos e inescrupulosos.

La indiferencia organizada a la sobrerrepresentación social que hay en nuestro fútbol, definida principalmente por el trazado racial, de clase y el tipo de fluir migratorio que sostiene, nos está contando varias historias a la vez. En términos de salud mental, pero también frente a las diferentes violencias dirigenciales e institucionales, el impacto de esa indiferencia suma peso a lo que cargan sobre las espaldas los protagonistas, lo que se pretende de ellos, lo que no resuelven por el hecho de ser futbolistas y, de la noche a la mañana, volverse figuritas y millonarios, mucho menos el precio que pagan por ese “volverse figuritas y millonarios”. Esto se exalta cuando “el mundo real” se mete en la agenda, desde las sucesivas denuncias por violencias de género o abusos a los entornos del futbolista hasta las situaciones de violencias y atentados a su integridad por “la cultura del aguante”.

El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas —como abrir una comisión de género, sacar comunicados de repudio, promover castigos y multas, etcétera— genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait. Cada acontecimiento que viene a mostrarnos algo mucho más grande que la noticia en sí, se vive como un caso aislado y se lo condena rápidamente al olvido, solo vuelve a escena cuando el morbo paga la invitación, entonces, diferentes nombres y duelos son agrupados bajo el titular “los suicidios más famosos”. El jugador no es persona ni siquiera estando muerto.

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El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait.

Los protagonistas del fútbol argentino, principalmente de primera e internacionales, no parecen estar incorporados a ninguna realidad social, no parecen tener vinculación alguna con sus lugares de nacimiento, con sus barrios, parecen no tener historia. Parecen nacidos futbolistas y también quedan atados a la lógica del presente permanente, porque ni siquiera parecen tener historia con los clubes donde se forman, ni con sus compañeros de formación ni con sus colegas a lo largo de su trayectoria ni de otras disciplinasEl jugador de fútbol es un ente aislado y reducido a lo que hace o no hace con la pelota, completamente arrancado de todo cuerpo social, cultural y político. Un cuerpo al que, tarde o temprano, van a volver, con más dolores y penas que el éxito de otrora permitía aventurar.

Lo preocupante es que el jugador de fútbol argentino se acomoda ahí, quizás porque sabe lo que puede perder si no lo hace. Esto no es culparlo, es, de nuevo, una invitación obligada a pensar el fútbol desde la sobrerrepresentación social y la estructura problemática que se levanta en su negación, la que deviene en el peor aislamiento posible, el que no se percibe como tal, y configura a un jugador estrella. Como si el estrellato no fuera una intermitencia, como si el estrellato, a su vez, no fuera otra cara de una inminente caída.

Porque cuando la matriz falla y alguno expone gestos sociales, es decir, humanos, de la índole que sea, el linchamiento y el descarte son la respuesta. Dirigencias y periodismos sacan y ponen a los futbolistas de las cajitas de cristal según lo que el mercado y el pulso político indique. Cuando los sacan de esas cajitas de cristal son tirados a las barras como alimento a los leones, a los hinchas que todo el día consumen discursos jugosamente arreglados que no piensan más allá del jugador como portador de una pelota. Por eso, cuando algo rompe la matriz, algo que sucede todos los días, todo el tiempo, en total silencio, algo que delicadamente se invisibiliza y se trabaja en esa invisibilización con un esfuerzo criminal, se conmocionan.

Pero la pose, como la conmoción, no se puede sostener para siempre. Es más, ni siquiera funciona por repetición. Cuánto tiempo más hay que esperar para que finalmente no perdamos de vista el hueso: lo que los conmociona no es el suicidio, no es que finalmente el jugador se humaniza, incluso en un gesto definitivo y fatídico, lo que los conmociona es que el jugador se les escapó del relato y los expone a todos tal cual son. Individualistas, carroñeros, mercenarios. Responsables, que no es lo mismo, por supuesto, que ser culpables.