Alan Moore es un historietista célebre, polémico e irreverente. Aunque el personaje es atractivo, su obra lo es incluso más. Leer a Moore es una experiencia estética y política. Por eso, invitamos a conocerlo.
REVOLUTION
En la película “V for Vendetta”, el protagonista enmascarado irrumpe en un momento en el canal de televisión y transmite a toda Inglaterra un pequeño discurso a modo de cadena nacional. Mientras que la palabra de V (como se hace llamar el protagonista) domina el audio de la escena, la secuencia visual nos muestra intercaladas a las familias que lo escuchan y a los oficiales del gobierno que intentan interrumpir la llegada de ese mensaje a los hogares. El texto del mensaje es más bien el de una conversación que pretende ser íntima pero se sabe pública, aunque también tiene una forma bastante típica en la cinematografía norteamericana: las palabras que inspiran. V propone sus palabras como palabras de verdad, quiere dejar de recordar al 5 de noviembre por lo que fue y reactualizarlo. Señala que la llegada del totalitarismo de Norse Fire (el partido gobernante en la ficción) al poder es culpa de una población asustada, pero también que ese miedo puede transformarse. Para eso convoca a que se unan a él el próximo 5 de noviembre y hacer acto esa promesa.
Sin embargo, no hay nada sobre la verdad, la rebelión del 5 de noviembre, ni mucho menos sobre inspirar mediante la palabra en el discurso de V que tiene lugar en la historieta original. Muy por el contrario, pareciera que, en lugar de particularizar, V le habla a la humanidad. Hace un recorrido histórico amplio sobre las oportunidades de progreso y los errores cometidos, tanto en términos políticos como técnicos.
Sin embargo, me interesa muchísimo más señalar otra cosa. Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta. Traduzco el comienzo y esto va a ser evidente en seguida. Dice V: “Supongo que se preguntará por qué lo convoqué esta noche. Bueno, verá, no estoy del todo satisfecho con su desempeño últimamente… Me temo que ha estado un poco errático con su trabajo y… y, bueno, me temo que he estado pensando en dejarlo ir. Ah, lo sé, lo sé. Usted ha estado con la compañía durante mucho tiempo. Casi… veamos. ¡Casi diez mil años! Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Parece que fuera ayer…”
Hay cierta potencia (decir subversiva en una ficción como V es casi un sobreentendido) del género que parodia V en ese discurso, más aún si consideramos las condiciones históricas en las que se produjo la historieta.
“V for Vendetta” fue publicada en la revista inglesa Warrior en 1982 en plena consolidación y expansión del proyecto neoliberal, y sí: el discurso de V parodia los tópicos que recorren los empresarios cuando van a despedir a alguien. ¿Qué resonancias habría tenido esa parodia en un público lector mayormente popular que, después de tres años de thatcherismo, ya habría estado bastante expuesto a la flexibilidad laboral y la precarización de las condiciones de vida? ¿Qué resonancias hubiera tenido en la película, visto y considerando que la precariedad laboral en EEUU (y en el resto del mundo) es total, si se hubiera respetado la versión original?
El guionista de “V for Vendetta” no es otro que Alan Moore. Por cuestiones legales, la película no le da crédito a Moore como creador de la historieta: los modelos de negocios de Marvel y DC, las firmas editoriales que hoy poseen los derechos sobre una parte importante de su obra más reconocida, son completamente alienantes del trabajo creativo de los autores. Algo contra lo que el propio Moore siempre luchó y que le ha ganado muchas simpatías y sonadas antipatías.
Esta situación me parece indiscernible de dos condiciones bastante fundantes de su obra, al menos en la década de los ochenta: su abierta filiación a ideas “de izquierda” (y en V, puntualmente, incluso sienta postura en debates al interior del anarquismo) y su posición pesimista sobre la restauración neoconservadora que implicaron las políticas de Margaret Thatcher en particular y su alianza con Ronald Reagan.
UN SUPERHÉROE RECORRE EUROPA…
Para principios de los ochenta, Moore ya era un guionista que había salido del under británico y los movimientos contraculturales, había pasado luego por varios trabajos importantes en el mainstream y, finalmente, había sido reclutado por la revista Warrior, que prometía más libertades creativas y les daba a los autores derechos propiedad sobre sus historietas.
Hay una escena de otra obra de Moore que me interesa destacar, y se encuentra sobre el desenlace de su “Marvelman” (que posteriormente pasaría a llamarse “Miracleman” por un litigio que hubo con Marvel).
El personaje era un superhéroe británico creado en los cincuenta, copiando bastante de cerca el modelo de quien después se llamaría Shazam: un joven humano común que, tras enunciar una palabra mágica, automáticamente se transforma en una deidad. Moore toma estos elementos y cambia un poco las condiciones del verosímil, agregando vinculaciones a hechos y personajes históricos que le dan a esta historieta de superhéroes un espesor y sensación de realismo novedosos para la época. Entre otras cosas que ocurren en la ficción, el humano que comparte cuerpo con Miracleman comienza a “ceder su lugar” ante el dios, dado que: ¿quién no querría ser perfecto y omnipotente todo el tiempo?
Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.
Pero lo que hace Moore en este título es darle un mayor alcance y relevancia geopolíticos a la actividad del superhéroe, en contraste con otras variaciones anteriores de un género de por sí muy utilizado y codificado en la historieta. Miracleman, en su perfección y omnipotencia, decide que tomará control del mundo junto con su familia (las familias de los superhéroes se habían popularizado bastante durante los ‘70). A partir de ese disparador es que el personaje fija una reunión con el gobierno de Inglaterra para participarlo de sus planes, a saber: reconstrucción de la economía mundial, redefinición de las fronteras territoriales en unidades de menor extensión y más manejables, abolición del dinero, eliminación del armamento nuclear, protección del medio ambiente, entre otras cosas. Pero cuando Miracleman habla de reconstruir la economía, Thatcher pone el grito en el cielo: “Todo eso es muy descabellado. No podemos permitir semejante interferencia a los mercados”. Miracleman sólo pregunta: “¿Permitir?” y se hace un silencio.
Los nuevos dioses están en control, y su programa de gobierno, sorpresivamente o no, se funda en las críticas que se le hacían y se le siguen haciendo al sistema capitalista por izquierda, pero permeado por el imaginario de un personaje que desde el principio tuvo resonancias del übermensch nietzscheano. No hay “final feliz” a pesar de que “los malos” hayan sido derrotados.
WORKING CLASS SUPERHERO
En 1984, la industria historietística estadounidense estaba atravesando una etapa de cambios profundos. El deshielo del “comics code” ya se estaba acelerando y su ascendencia sobre la producción era cada vez menor: ese código obligaba a los historietistas a prescindir de ciertos contenidos (como la muerte, las drogas, la sangre, el sexo) y había tenido mucha relevancia durante por lo menos tres décadas. En ese contexto, el reacomodamiento editorial de DC llevó a que la editora Karen Berger (una figura crucial de esta época) encontrara en Alan Moore, que había sabido “reinventar” a un superhéroe como Miracleman y obtenido algún que otro premio por ello, al nuevo talento con quien iniciaría su reconversión para darle pelea a Marvel. Moore es contratado y, antes de tomar las riendas de la primera historieta serial que lo haría famoso en EEUU, La cosa del pantano, le dan dos números de Superman para que “lo mate”. Sí, los ochentas son los años en los que los superhéroes empezaron a morir.
Moore escribe “¿Qué le pasó al hombre del mañana?”, un homenaje al Superman de la década anterior, un cierre para esa imaginería, una clausura en clave pop necesaria para que Superman renaciera, como les tocó renacer a tantos personajes muertos por esos años.
Pero realmente lo que me sorprende es algo que ocurre en ese espacio que los analistas del relato llaman el marco ficcional. “¿Qué le pasó…?” es un relato enmarcado: cuenta los pormenores de cómo murió Superman, pero también cuenta la entrevista que un periodista le hace a Lois Lane, cuyo apellido de casada ahora es Elliot. Es Lois quien sostiene el relato de la muerte de Superman. Pero ese relato, que enmarca al otro, también es, en sí mismo, una historia.
Hay un momento en que el marido irrumpe en la sala a buscar café durante la entrevista, Lois lo presenta: se llama Jordan. El periodista, entonces, le pregunta si tiene algún problema con que él la obligue a recordar los últimos momentos de su antiguo héroe amado. El marido de Lois contesta que no hay problema, que “los verdaderos héroes somos nosotros, los simples trabajadores”. Se retira y Lois prosigue con su relato. El plot twist final (lamento el spoiler) es que Superman había fingido su muerte, cambió su nombre a Jordan Elliot, se casó con Lois y ahora ama su trabajo y toma vino como cualquier ser humano común. Pero lo que hizo Moore en este número, que en muchas reseñas pasa desapercibido, es darle conciencia de clase a Superman: lo puso del lado de los trabajadores.
Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop.
POR QUÉ LEEMOS A ALAN MOORE
Para el “comiquero de ley”, hablar de Alan Moore es referirse a una especie de deidad abisal, un intocable, alguien que transformó una industria entera (la norteamericana) por la prepotencia de su escritura obsesiva y su visión, que deconstruyó a los superhéroes.
Alan Moore, al menos por ahora, no es un dios. Es, según él dice de sí mismo, el hijo de una familia trabajadora de un barrio popular de Northampton, Inglaterra. Es, también, un guionista de historietas, performer y novelista. Es, por otra parte, un anarquista. Y, además, es un mago.
Las historias que se cuentan de él lo despolitizan bastante, lo caricaturizan como el guionista cascarrabias que reniega de sus primeros trabajos cada vez que en una entrevista dice que los superhéroes son basura que infantiliza a su público, o lo hacen ver como ese personaje raro que se dedica a la magia.
Moore es todo eso, pero es también un escritor con un proyecto estético y político que se ha ido modificando con los años pero que todavía se sostiene en un eje común: esa mirada “por izquierda”, contracultural, del devenir del capitalismo, trabajando a partir de un medio y con un lenguaje pop. Justo ahora que se consiguen bastantes historietas suyas en ediciones argentinas, esta puede ser una clave de lectura interesante para quienes quieran acercarse a la historieta y a Alan Moore. He aquí una invitación.
Alejandro Sabella fue autor y responsable del último hito futbolístico que nos enorgulleció. Hombre de perfil bajo, modales austeros y de los valores colectivos. Esto es una despedida y, sobre todo, un agradecimiento.
“Las emociones mismas, como las imágenes, son inscripciones de la historia, sus cristales de legibilidad (…)”
Georges Didi-Huberman
Alejandro Sabella nos dio todo en esta última etapa de Argentina. Nos dio un nombre, y todo nombre donado es recibir una promesa de otro: la promesa de la muerte. Un nombre que volvió a conquistar el mundo. Argentina con todas sus variaciones, con todas sus transformaciones y con todas sus modificaciones nos permitió la posibilidad de disfrutar a Alejandro Sabella. Sabella nos dio eso: esa gota de felicidad para volver a levantarse y batallar. Una batalla para con la muerte. De nuevo. De nuevo la misma tragedia. No podemos darnos cuenta de la altura de un hombre y, precisamente, de este hombre. Un hombre, por caso, magnífico. Alejandro Sabella fue un poco héroe, un poco sujeto y otro poco más que ético: un hombre por sobre la ética. Alejando Sabella: la conducción dentro de la mesura.
La
generosidad más allá de la mesura de Alejandro Sabella es lo más característico
de él. Elegir afrontar una vida intensa como jugador, como director técnico de
Estudiantes y, al final, como director técnico de la Selección Argentina. Otro
golpe. Sabella supo conjugar las individualidades para volverlas un grupo, es
decir, el Pachorra permitió conformar un equipo: un colectivo de
individualidades con características muy diferentes, pero con gran nivel de
elección. Sabella: te estamos agradecidos. Antes, hoy y siempre.
Alejandro Sabella fue un poco héroe, un poco sujeto y otro poco más que ético: un hombre por sobre la ética. Alejando Sabella: la conducción dentro de la mesura.
No puedo hablar por mi generación, pero puedo hablar por mí, tomando la palabra y haciéndome cargo de sus efectos. Porque la palabra es siempre con efectos. Sabella me permitió ver a la Selección Argentina en una final del mundo. Esa final donde me desgarré, donde lloré por los rincones de casa, aunque sin dejar de estar agradecido. Agradecido con Alejandro Sabella. La cicatriz se volvió a abrir. La extensión de Sabella al llevarnos a los confines del mundo futbolístico: por él, y sólo por él, pudimos ver a un grupo. Una unión entre jugador para llegar a esa copa, para llegar al Mundial, y por eso estoy triste. Triste por lo que significó. Las emociones que sentí, emociones también contradictorias, durante ese Mundial soñado que se concretó un proyecto con la final. Entonces volví a soñar con la esperanza que brilla en el espíritu de una generación. No se puede expresar en palabras lo que siento, pero se puede decir algo de lo que Sabella hizo de nosotros en este espacio llamado fútbol: otra vez, gracias.
Sabella también era un profesional comprometido. Un hombre comprometido con los DDHH, con los reclamos sociales y los desaparecidos. En su vida lo habían fotografiado junto a Abuelas, colaboró con Garganta y con interpelaciones directas al Estado. Su vida, su tránsito, su pensamiento fue comprometido: comprometido con su trabajo, comprometido con la realidad social y también comprometido con las causas políticas. El Pachorra acercó a los jugadores profesionales a Abuelas: unificar el grupo con las demandas. Esta es una forma de hacer Justicia: “Tzedek, Tzedek Tirdof” (Justicia, Justicia Perseguirás) reza Deuteronomio 26:10. Persiguiendo la Justicia y haciéndola realidad.
Las risas que nos dio. Las alegrías que nos permitió. La felicidad que nos donó. Desde los hechos como el casi-desmayo y continuado de un tropiezo hasta el agua rociada por Ezequiel Lavezzi sobre su rostro. En su rostro: un rostro recuperado que vemos antes que el color de sus ojos. También hay que recuperar a ese Sabella porque el rostro es lo que nunca se abandona. La responsabilidad de las risas, las alegrías y la felicidad de Sabella también nos corresponde. Sabella era un hombre excepcional y también podríamos decir un hombre milagroso: un técnico excepcional que rebasaba el mismo estadio de fútbol donde se jugaba un partido.
Sé
que son pocas cosas las que se pueden decir, pero recuerdo cuando Alejandro
Sabella regresó al país, regresó a la Argentina, y dijo: “Como la patria es el
otro, el equipo es el otro”. Ahí nos encontramos con un Sabella todavía más
cercano, más seductor y, sobre todo, más humano. Alejandro Sabella: humano,
eternamente humano. Así como el slogan era “La patria es el otro”, Sabella propone
“el equipo es el otro”: un otro cercano, hermano y fraterno. Sabella, a su
manera, vuelve el fútbol uno con el pueblo argentino. Crea una sintonía entre
el pueblo y el fútbol, recortando distancias, las achica, y las convierte en
una otredad. Sabella, en este caso, nos propuso reconocer al grupo, como a él
lo designaba, como otro para salir a su encuentro: conocerlos, mirarlos al
rostro y recuperarlo. El orgullo de Sabella estaba allí: en ese grupo que
supimos construir, un grupo merecedor de respeto y un grupo que supo llegar a
la final del mundial.
Sabella, en este caso, nos propuso reconocer al grupo, como a él lo designaba, como otro para salir a su encuentro: conocerlos, mirarlos al rostro y recuperarlo. El orgullo de Sabella estaba allí: en ese grupo que supimos construir, un grupo merecedor de respeto y un grupo que supo llegar a la final del mundial.
El Pachorra quizás no sea un héroe, no tenga características divinas en su humanidad, pero sí tenía algo: corazón. La capacidad de hacer conectar nuestros sentimientos con el grupo de jugadores para impulsarlos a salir a jugar el partido final de la Copa del Mundo fue un mérito de Alejandro Sabella. Sabella nos dio alegrías, emociones y felicidad, fue un bálsamo. Quizás, y personalmente, le agradezco esta conjugación de estas tres cosas: la felicidad de un pueblo. La felicidad de un pueblo agradecido por aquella conducción, tan excepcional.
Alejandro
Sabella: que la tierra te sea leve, que tu espíritu plagado de emociones vuele
tan alto como lo que supiste conseguir en este mundo y que alcances los lugares
más recónditos de la espiritualidad. La esperanza dada, otorgada y donada es el
espíritu por el cual hoy te recordamos. Vuele alto como su sensibilidad, ética
y respeto, Maestro. Lo queremos.
Hace décadas Argentina se colocó en la cima del básquet mundial, sin embargo los avatares de la política dejaron trunco ese proyecto. A 70 años de la hazaña, recordamos a los campeones.
Hasta mediados de los ‘50, Argentina podía vanagloriarse de encontrarse
cara a cara, en cuanto a preparación y talento, con las principales potencias
basquetbolísticas del mundo. Esto se debía, entre otras cosas, a una línea que
podía trazarse entre las grandes figuras del deporte nacional. Jorge Canavesi
había sido el primer prócer del baloncesto argentino, descollando en Gimnasia y
Esgrima de Villa del Parque. Este club era toda una potencia en el deporte
porteño. Miembro de la difunta Federación Argentina de Básquet, había sido uno
de los pocos del medio local en construir una cancha específicamente para la
práctica de este deporte. En aquel entonces los torneos de la liga se jugaban
en canchas de tenis de polvo de ladrillo, algo hoy extraño pero que era tan
común que había ocurrido en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936.
Luego de su retiro, Canavesi había tomado las riendas del club porteño y
de la selección nacional, viajando incluso a Europa durante un tiempo a
estudiar distintos tipos de entrenamiento y tácticas. Y en ambos lugares, en el
combinado nacional y en el equipo de barrio, tuvo la suerte de descubrir y
entrenar a su heredero: un pivot descendiente de irlandeses nacido en 1927
llamado Oscar Furlong.
Furlong se transformó en la gran figura de una generación notable de
jugadores que poblarían la selección nacional en los años siguientes. Canavesi,
conociéndolo del club, lo llevó a los Juegos Olímpicos de Londres 1948 con tan
solo 21 años de edad.
Hasta mediados de los ‘50, Argentina podía vanagloriarse de encontrarse cara a cara, en cuanto a preparación y talento, con las principales potencias basquetbolísticas del mundo.
Allí deslumbró al mundo, especialmente en el partido en que Argentina se
encargó de hacerle la vida imposible a los Estados Unidos: los claros favoritos
a ganar el torneo. Aprovechando una gran capacidad para mover el balón entre
los distintos jugadores, el cuadro nacional consiguió llenar de faltas tempranamente
al quinteto inicial estadounidense, por lo que tuvieron que recurrir más de lo
deseado a sus jugadores suplentes. Los sudamericanos atacaban de forma
coordinada, mientras que su rival tenía cada vez más problemas a la hora de
ordenar su rotación. La estrategia de los EEUU era realizar sustituciones por
unidades. En lugar de reemplazar solamente al jugador cargado de faltas o a
quien estuviese cansado, ubicaban en cancha formaciones completas, quitando
así del juego a todos los que estuvieran disputando el encuentro antes. Esta
rigidez táctica les complicaba las cosas en una situación así. Los favoritos
tampoco estaban acostumbrados a que sus rivales magnificaran cada foul,
fingieran recibir agresiones y cuestionaran absolutamente cada una de las decisiones
arbitrales como hacían los argentinos.
Faltando tan solo tres minutos para la finalización del partido, el
resultado era un empate en 55. Pero Estados Unidos consiguió anotar cuatro
puntos seguidos y a partir de allí solamente hicieron la plancha para conseguir
una victoria ajustada por 59 a 57. Los argentinos habían quedado a tan solo
una canasta de empatar con el mejor equipo del mundo.
Tras esta competición, a Furlong le llovieron ofertas para jugar en la
principal liga profesional norteamericana, la incipiente NBA. Los Minneapolis
Lakers le llegaron a enviar un contrato para que firme y se sume a su
plantilla. Sin embargo, volverse profesional significaba no jugar ni en Villa
del Parque ni en su selección nunca más, por lo que prefirió volver al país.
Esa decisión, junto al apoyo oficial, lograron construir la tan mentada
continuidad.
Esta se vio premiada en 1950. La FIBA decidió crear un Campeonato
Mundial propio, por fuera de los Juegos Olímpicos que se disputaban cada cuatro
años. Por la cercanía de la Segunda Guerra Mundial se decidió que el primer
Mundobasket se disputase en América. Y como Argentina había realizado un gran
papel en los Juegos de Londres, y contaba con una política de fuerte apoyo al
deporte, se le dio la posibilidad de organizar el evento. Allí el seleccionado
local dio la sorpresa al vencer en la final a los Estados Unidos. El equipo
norteamericano no era en sí un seleccionado como los que iban a los Juegos. En
su lugar habían enviado al plantel de los Denver Chevrolets de la AAU, es decir
uno de los mejores equipos del país, pero así y todo era un momento fundacional
para el baloncesto internacional. Y en el campeón, el jugador más destacado fue
Furlong, quien fue goleador y jugador más valioso de la competición. Luego de esto,
Argentina conseguiría dos platas en los Juegos Panamericanos del ‘51 y el ’55.
Como campeones mundiales, Furlong y compañía clasificaron directamente a
los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952. Allí consiguieron un destacado cuarto
lugar. Quedó para la anécdota en parte el partido por el bronce entre Argentina
y Uruguay. El clásico rioplatense fue todo lo picante que se esperaba.
Disconformes en general por los arbitrajes (Uruguay tenía dos jugadores
sancionados por golpear a un referí), fue un encuentro con mucho más roce del
que permitía el reglamento. Esto era sorprendente para el público europeo,
aunque no parecía nada extraño a quien estaba acostumbrado a los
enfrentamientos entre ambos en otro tipo de competiciones como el fútbol. En
varios momentos, incluso, los jugadores estuvieron a punto de terminar a los
golpes, teniendo que intervenir la policía finesa para separarlos. En el final,
Uruguay terminó asegurándose el bronce con una victoria por 68 a 59.
Argentina se había transformado en una potencia en parte gracias a la continuidad de talento que a su vez se encargaba de transmitir enseñanzas generación a generación.
Como decíamos, Argentina se había transformado en una potencia en parte
gracias a la continuidad de talento que a su vez se encargaba de transmitir
enseñanzas generación a generación, como había ocurrido con Canavesi y Furlong.
Lamentablemente este círculo virtuoso se cortó luego del golpe de estado de
1955. El gobierno militar decidió castigar a los miembros del plantel campeón
de 1950, incluyendo a Furlong. Interpretaban que el equipo de baloncesto había
manifestado cierta cercanía con el gobierno peronista, período durante el cual
habían conseguido sus logros. La manera de castigarlos subrepticiamente fue
denunciar que habían aceptado como premio una licencia para importar un auto,
algo que era considerado un pago. Esta argucia provocó que los jugadores
dejaran automáticamente de ser considerados amateurs: siendo “profesionales”
ninguno pudo disputar ningún partido más en la selección.
Semejante boicot del gobierno al programa basquetbolístico nacional
hirió al deporte al punto tal que la selección paso de estar en el primer nivel
internacional a no volver a jugar unos Juegos Olímpicos hasta 1996. La
expulsión de los jugadores derivó, por ejemplo, en que Furlong se decantase por
la práctica del tenis, donde también tuvo una buena carrera a nivel nacional, y
eventualmente se transformó en el capitán del equipo de Copa Davis del país entre
1966 y 1977, consiguiendo llegar a semifinales de esta competencia por primera
vez en la historia.
Fue necesaria solamente una decisión del gobierno para borrar de un plumazo todo lo construido por Canavesi, Furlong y compañía. Fueron necesarias cuatro décadas, una cantidad enorme de trabajo y la creación de la Liga Nacional, para que Argentina empezase a recuperar su lugar en el mundo, lo cual derivó, como todos sabemos, en la Generación Dorada y la medalla en Atenas 2004.
Escritor polifacético y prolífico, Osvaldo Aguirre es, al mismo tiempo, periodista, novelista y poeta. Sobre su poesía, sus inspiraciones, sus autores, conversamos con él.
Osvaldo
Aguirre es escritor y periodista. Nació en Colón, provincia de Buenos Aires, en
1964. Actualmente reside en la ciudad de Buenos Aires. Estudió Letras en la
Universidad Nacional de Rosario. Escribió novelas y cuentos. Entre sus crónicas
se pueden destacar, Historias de la mafia en la Argentina (2000)
y La Chicago argentina, (2006). Esta entrevista tiene como objetivo
su labor como poeta, tanto en sus colaboraciones en revistas, como Diario de Poesía, como de sus libros, Las
vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), Narraciones
extraordinarias (1999), El General (2000), Ningún
nombre (2005), Lengua natal (2007), Campo
Albornoz (2010) y Tierra en el aire (2010).
“A
Osvaldo Aguirre que entiende a las mujeres”, se lee en una de las dedicatorias
de La forastera, ese hermoso libro de
Estela Figueroa. Me gustaría comenzar preguntándote sobre esta cita tan
sugestiva.
Es una dedicatoria de Estela Figueroa, tal vez debería responder ella. En el momento en que se publicó La forastera, ella estaba muy desconectada de cualquier ambiente poético –nunca estuvo muy conectada, en realidad– y me ocupé de conseguir una editorial y un subsidio para que el libro se publicara. Tenemos una relación de amistad de muchos años. Cuando la conocí ella solo había publicado un libro, Máscaras sueltas, y le hice entonces una entrevista para Diario de Poesía. En una época nos escribíamos por carta, ahora tenemos conversaciones por teléfono. En casa de Estela conocí a Juan Manuel Inchauspe y comencé a leer su poesía. Creo que la primera vez que oí hablar de ella fue a través de Aldo Oliva, en un encuentro de literatura en Santa Fe, cuando Aldo presentó una ponencia sobre Estela, Inchauspe y Marilyn Contardi. A la distancia, esa ponencia de Aldo me parece una anticipación notable de lo que iban a ser tres autores fundamentales en la poesía argentina contemporánea.
«La publicación de una antología, las elecciones de una revista o de una editorial, los premios que se conceden, hieren susceptibilidades, y las redes sociales han exacerbado esa sensibilidad».
Diario de poesía cumple un lugar central en la poesía argentina. Podés decirnos cómo y cuándo ingresas.
Conocí
en Rosario a dos de los integrantes del primer consejo de dirección, Daniel
García Helder y Martín Prieto, tenía una amistad con ellos. A través de Helder
comencé a escribir bibliográficas y me convertí en un colaborador habitual.
Creo que fue en 1989, el Diario ya
tenía unos años en circulación.
¿Cómo funcionaban las reuniones del grupo? ¿Qué
discutían?
Tengo dos etapas en Diario de Poesía. En la primera, cuando fui colaborador, no asistí a reuniones. Por ahí pasaba por alguna, cuando estaba en Buenos Aires. Recuerdo que una vez escuché a Jorge Fondebrider leyendo una reseña que acababa de escribir sobre una biografía de Alejandra Pizarnik a la que demolía en forma minuciosa, implacable. Eso fue hasta el año 2000, aproximadamente. En ese momento me desvinculé. Retomé el contacto en 2005 y poco después integré el consejo de dirección hasta que el Diario dejó de publicarse, en 2011. En esta etapa las reuniones eran más espaciadas y creo que más tranquilas que las de la etapa anterior, precedían a la salida de cada número y básicamente se discutían los contenidos.
¿Qué pensas de los cuestionamientos que se hacían a la revista? Recuerdo dos, uno que era un espacio no muy abierto (difícil de publicar algo allí o establecer un diálogo), el otro, que eran la bandera de lo que se llamó, no sé si del todo acertadamente, objetivismo.
Que eran infundados. Basta ver la colección del periódico, que ahora está disponible en www.ahira.com.ar, para observar que el Diario publicó a poetas de diversas estéticas y procedencias. Es cierto que tuvo una intervención fuerte sobre el campo poético, y que en ese sentido hubo apuestas por determinadas poéticas. Pero de eso se trata cuando se hace una revista, ¿o de qué, si no? Editar una revista es básicamente elegir y valorar, decir “esto nos parece importante”. En cuanto al objetivismo, existe todavía un malentendido que debería ser analizado. Nadie se reclamó ni se reclama objetivista, que yo sepa, pero el objetivismo fue señalado durante varios años como una especie de mal al que había que combatir. A la vez, ¿qué era el objetivismo? Nadie lo definía, en todo caso surgían elucubraciones que hoy llamaríamos conspiranoicas sobre injusticias o postergaciones. La polémica contra el objetivismo –polémica rara, donde solo hay voces en una dirección– tuvo que ver, en parte, con una reacción conservadora contra los propósitos de renovación que atravesaron al Diario –no solo al Diario– y que se pueden ver en otras revistas posteriores. También con el hecho de que el Diario ocupaba una posición central entre las publicaciones impresas. El reconocimiento es una cuestión extremadamente sensible en el ambiente poético; la publicación de una antología, las elecciones de una revista o de una editorial, los premios que se conceden, hieren susceptibilidades, y las redes sociales han exacerbado esa sensibilidad.
¿Cuál es para vos el aporte de la revista?
Fue importante en la reformulación de la tradición poética y en la promoción de nuevos poetas, entre otros aportes. Abrió el campo en múltiples sentidos, y en ese punto sobre todo hubo una reacción conservadora, un intento de volver a concepciones restrictivas de la poesía. El Diario dejó de publicarse hace casi una década, pero sigue siendo leído: es una de las colecciones que tiene más visitantes en la plataforma de Ahira.
«Para mí es importante leer a los poetas que trabajan con el paisaje, cualquiera sea. Pero el paisaje está en el lenguaje, es un cierto registro de voz».
Dos epígrafes de tus libros, la de Georges Perec,
sobre la huella y el lugar de memoria, y la de Ernesto Cardenal “la poesía es
la lengua”, creo que funcionan en tu escritura como una suerte de declaración
de principios. ¿Compartís esta mirada?
La
poesía, para mí, remite a una especie de lengua familiar y en ese sentido es un
registro de memoria. Es una lengua que escuché hablar desde la infancia en el
campo santafesino, el lugar de donde proviene mi familia. Es también una lengua
perdida, en el sentido de que sus hablantes –mis familiares, vecinos,
conocidos- ya no están o perdí el contacto con ellos, porque me alejé de ese
mundo. La poesía es entonces para mí una forma de registrar esas voces, de
continuar su impulso, de hacerlas hablar de nuevo, de salvar la distancia y la
pérdida.
Varias veces has insistido en una idea, “en cierto sentido yo pienso la escritura de poesía de modo análogo al trabajo agrario”. ¿Podés ampliar esta afirmación?
Sobre todo cuando vivía mi papá tuve muy presente el ciclo del trabajo agrario. Mi papá fue agricultor y también crio ganado, y entonces el calendario y la vida familiar estaban sujetos a los ciclos de siembra y de cosecha, y había una percepción intensa de los fenómenos de la naturaleza, de la lluvia, la escarcha, el granizo, etcétera, porque todo eso tenía una incidencia directa en el trabajo. Por suerte pude conocer la vida en el campo antes de la coyuntura actual, en que los pequeños y medianos agricultores son absorbidos por grandes empresarios y desaparece un modo de vida cuyos orígenes remiten a fines del siglo XIX. Te diría que mi familia atraviesa esa etapa, desde mis bisabuelos hasta mis padres; en esa línea soy el último, ya no tengo una experiencia completa de vida en el campo. Escribo sobre eso, y la escritura es entonces el signo de la pérdida y a la vez del intento de subsanar de alguna manera esa pérdida.
He leído que demorás varios años para publicar libros
que más o menos ya están terminados. Al mismo tiempo, señalás que la corrección
es importante en tu proceso creativo. Esto lo vinculaba quizás con tu paso en
la catedra de Aldo Oliva, alguien que tenía cierta idea sobre el tema de
publicar y la corrección. Un compromiso con lo que se hace.
Sí,
totalmente. Recuerdo muy bien la primera vez que presencié una clase de Aldo.
El tema era “Recogimiento”, un poema de Baudelaire que siempre estaba o al que
de alguna manera volvía en sus programas de Literatura Europea. Me impresionó
ver la forma en que leía el poema, en que el poema lo sacaba literalmente de sí
y lo conmovía. Ese día aprendí algo importante sobre la poesía.
¿Qué lecturas consideras como centrales a modo
de influencias o referentes en tu poesía?
Una de tantas fueron las novelas de Juan José Saer. En un momento en que leía Nadie nada nunca, fui a visitar a mis padres, al campo. De pronto, en el patio de la casa, empecé a ver la realidad como en otro plano, en otra dimensión, como si percibiera cada cosa con la sintaxis de Saer, o con lo que decantaba para mí de esa lectura y de otras en la misma línea. Entonces empecé a escribir los poemas que después integraron mi primer libro, Las vueltas del camino. Otras lecturas importantes: Arnaldo Calveyra, Ricardo Zelarayán, Néstor Groppa, Jorge Leónidas Escudero, Marilyn Contardi, Darío Cantón, Estela Figueroa.
Cuando leo tus poemas, no puedo dejar de
pensar en otros poetas argentinos como Arturo Carrera o Marilyn Contardi que
también tienen como tema el campo. ¿Cómo percibís tu escritura en un dominio
poético que trabaja con cuestiones parecidas a las tuyas?
Sí,
claro, para mí es importante leer a los poetas que trabajan con el paisaje,
cualquiera sea. Pero el paisaje está en el lenguaje, es un cierto registro de
voz. Estoy muy atento a esas experiencias, para reflexionar mejor sobre la que
yo puedo tener y para profundizar en esas relaciones por donde pasa lo más
importante de la vida personal.
«Si uno puede suprimir un verso o una palabra y el poema no se resiente, ese verso o esa palabra son accesorios, ¿no? Ese es un principio básico de economía».
En el poema “Alemanes”, por ejemplo, hay una
línea del lenguaje con expresiones comunes, al mismo tiempo una descripción muy
precisa, donde parece que sobran las palabras, aunque, a mis ojos, ocurre todo
lo contrario. Hay una economía de las palabras, un trabajo de precisión en la
extensión, digamos.
Si
uno puede suprimir un verso o una palabra y el poema no se resiente, ese verso
o esa palabra son accesorios, ¿no? Ese es un principio básico de economía. “Alemanes”
refiere a unos personajes que conocí en un pueblo del sur de Santa Fe. El
ambiente de los pueblos que en algún momento fueron colonias prósperas y ahora
languidecen lejos de las rutas y crecientemente deshabitados me atrae con
fuerza. También porque me remiten a experiencias de infancia, al hecho de haber
estado en esos pueblos, de haber compartido algo de su vida cotidiana.
Te cuento una anécdota. Cuando comienzo a
vivir en Buenos Aires, allá por los años de 1990, recuerdo a amigos y
familiares porteños que se reían cuando hablábamos con mis hermanos, por
ejemplo, cuando decíamos “cómo alambramos con Colón”, para decir como sufrimos.
Nos pasó varias veces con personas distintas. Hay, creo, voces de algunos
lugares en el país que no son conocidos, ahí me parece juega un papel las voces
suspendidas que aparecen en tu poesía o en la de Leónidas Escudero.
Te parece que ahí puede estar la particularidad de tu poesía.
Escudero me gusta mucho por su
concepción de la poesía como lengua hablada; no hace una poesía coloquial, como
podría parecer, sino una poesía que se construye como oralidad entre el habla y
la escritura. No sé cuál sería la particularidad de mi poesía. En todo caso
prefiero que lo digan los demás.
La conmemoración de un evento tan estrechamente identificado con los ideales de justicia social debe concitar no solo el respeto sino también la aprobación y el aplauso de los que no nos sentimos parte de la cultura política peronista pero, sin embargo, apreciamos su valiosa contribución a hacer de la Argentina un país mejor. Todo ello no impide formular esta modesta advertencia: la forja del vínculo entre Perón y sus seguidores constituye un problema histórico complejo que, en rigor, no pude abordarse concentrando la atención en los sucesos del 17 de Octubre y en sus antecedentes inmediatos. En la historia no hay esencias ni eventos signados por la transparencia y la pureza.
Se cumplen 75 años del 17 de Octubre de 1945. Los hechos de esa jornada memorable, que ocupa un lugar tan prominente en la memoria colectiva, son muy conocidos; también lo es el conjunto de acontecimientos que, en los días previos, desencadenaron la protesta popular que torció el curso de la crisis política de la Revolución del 4 de Junio en favor del coronel Juan Perón. El 9 de octubre, Perón fue destituido de sus cargos de vicepresidente y secretario de Trabajo y Previsión del gobierno militar. Permaneció varios días en su domicilio, abatido y sin grandes esperanzas de retornar al centro del escenario. El 13 su situación empeoró: fue arrestado y trasladado a la isla Martín García. Dos días más tarde, una nueva mudanza lo depositó en el Hospital Militar de Buenos Aires. Desde allí asistió a los acontecimientos del 17, cuando una vasta movilización popular lo rescató del ostracismo y volvió a insuflarle vida a su proyecto político. A última hora de ese día, cuando el presidente Edelmiro J. Farrell ya lo había ungido como el candidato con que la dictadura militar iba a participar en las elecciones por las que la oposición había venido presionando durante meses, Perón salió al balcón de la Casa Rosada. En la Plaza lo esperaban, ansiosos, varios miles de manifestantes, que se habían congregado allí a lo largo del día, presionando en favor de su liberación. Perón dirigió unas palabras a sus seguidores, asegurándoles que su proyecto de justicia social seguía en marcha. Nacía así el 17 de Octubre, y la historia del peronismo comenzaba a labrar el mito identitario que, a 75 años del suceso, sigue constituyendo su principal lugar de memoria.
La secuencia de eventos recién evocada es, como dijimos, conocida. Más controvertida es la manera de interpretarlos. Gran parte del debate sobre el significado de lo que sucedió el 17 de Octubre ha adoptado una perspectiva temporal acotada, ya sea porque el foco de la reconstrucción apunta a determinar qué tipo de actores populares protagonizaron la movilización –migrantes internos desprovistos de conciencia de clase, obreros movidos por una racionalidad clasista o, en versiones más al gusto de nuestro tiempo, un conjunto socialmente más heterogéneo cuya unidad y cohesión se forjó al calor del propio fenómeno de antagonismo político del que los sucesos de esa jornada fueron parte–, y qué nos dice su comportamiento sobre la cultura política popular de esos años, ya sea porque, al poner la lupa sobre los principales protagonistas de la crisis, las preguntas giran en torno a las vicisitudes del acontecimiento y la manera en que la acción de algunas personalidades –Perón, Eva, el general Ávalos, Farrell– y de las distintas facciones y sectores de la clase dirigente –elites sindicales, militares, políticas– moldearon lo que sucedió durante esa jornada. En lo que sigue, en cambio, quisiera abordar el problema del 17 de Octubre dirigiendo la atención hacia dos interrogantes que invitan a situar al Día de la Lealtad en un marco temporal más amplio, mirando tanto hacia atrás como hacia adelante. Las preguntas son las siguientes: ¿cómo se vincula lo sucedido en la Plaza de Mayo con movilizaciones obreras anteriores y qué nos dice esto sobre la cultura política popular y sobre cómo interpretarla?; ¿qué importancia debemos asignarle al 17 de Octubre en la forja del lazo entre Perón y sus seguidores?
TRABAJADORES EN LA PLAZA DE MAYO
Respecto al primer punto, los estudios sobre el 17 de Octubre suelen enfatizar la novedad de lo sucedido en esa jornada. Es lo que nos sugiere, por ejemplo, un valioso ensayo de Daniel James sobre los acontecimientos de ese día en la ciudad de La Plata. El historiador galés ve al Día de la Lealtad como el momento de emergencia de una nueva cultura popular que las fuerzas de izquierda, hasta entonces los principales organizadores de la protesta obrera, desconocían o no habrían sabido interpretar. El argumento de que el comportamiento de los manifestantes habría sorprendido a socialistas y comunistas, poniendo de relieve un profundo hiato entre unos y otros, confluye en varios puntos con una antigua línea de análisis, de signo nacional-popular, que suele informar la visión de los triunfadores de esa jornada. En ambos casos, la protesta obrera aparece como un rayo en cielo sereno, como un evento sin precedentes en la historia nacional. Nacido al margen y en tensión con las formas de movilización en el espacio público cultivadas por la izquierda, portador de otros significados y valores, el 17 de Octubre mostró, para quien quisiera verlo, y para decirlo con la conocida metáfora de Raúl Scalabrini Ortiz, “el subsuelo de la patria sublevado”. Y ello, sugieren estas narrativas, marcó el ocaso de socialistas y comunistas como intérpretes y organizadores de las demandas de las mayorías.
Dos episodios muy anteriores al momento que estamos comentando, sin embargo, arrojan algunas sombras sobre la validez de este conjunto de argumentos. Invitan, además, a colocar al Día de la Lealtad en el marco de otras series, y a asociarlo con eventos y procesos que van mucho más allá de la Década Infame y la dictadura de 1943, esto es, mucho más atrás de lo que las reconstrucciones clásicas sobre la constitución del peronismo (las elaboradas, entre otros, por Gino Germani, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre y Daniel James), y muchas de las contribuciones más recientes, insisten en presentar como el marco en el que este fenómeno central de nuestra vida pública se vuelve comprensible. En cambio, sugiere que es necesario cambiar el punto de vista e incorporar a nuestro horizonte la idea de que, desde muy temprano, la Casa Rosada y la Plaza de Mayo constituyeron un factor de atracción, a la vez tentador y problemático, tanto para los trabajadores como para la dirigencia obrera.
Desde muy temprano, la Casa Rosada y la Plaza de Mayo constituyeron un factor de atracción, a la vez tentador y problemático, tanto para los trabajadores como para la dirigencia obrera.
El primero es la marcha de la industria del 26 de
julio de 1899. Ese día, miles de trabajadores recorrieron las calles de Buenos
Aires. Lo hicieron bajo el liderazgo de sus empleadores. El motivo de esta
confluencia obrero-patronal fue la defensa del proteccionismo industrial,
entonces sometido a crítica por parte de la opinión librecambista. Como es
sabido, para el cambio de siglo la manufactura ya poseía una considerable
gravitación económica, a punto tal que había convertido a Buenos Aires en la
principal ciudad industrial de América Latina. La marcha de la Unión Industrial
Argentina estaba destinada a subrayar este fenómeno, así como la centralidad de
la manufactura para proveer empleo y bienestar a una porción considerable de la
población urbana.[1]
El peregrinaje de los obreros industriales culminó frente a la Casa Rosada. ¿Cuántos manifestantes tomaron parte en esa temprana expresión del potencial político que anidaba en la alianza entre trabajadores e industriales? Según el periódico anarquista El Rebelde, “una masa grandísima de trabajadores”.[2]La Vanguardia, más interesada en la precisión, pero algo avara en su estimación, sugirió que fueron 40.000.[3] Otros medios de prensa, incluso algunos críticos del proteccionismo, como La Nación, consideraron que la cifra era mucho más alta. En todo caso, incluso si tomamos la sugerencia de La Vanguardia tenemos que concluir que el número de manifestantes del 26 de julio de 1899 no fue muy inferior al que concurrió a la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945. Esto, claro, en una urbe que era tres o cuatro veces más pequeña y tenía medios de transporte más pobres.
Lo interesante del caso no es sólo el número de trabajadores que se hicieron presentes en la Plaza de Mayo. Quizás más relevante es lo que sucedió en la Casa Rosada. El presidente Roca salió al balcón del primer piso, y desde allí se dirigió a los manifestantes. Casi medio siglo antes de que Perón hiciera de la alocución desde ese mismo lugar uno de los grandes rituales de la política nacional, otro militar, que para muchos simboliza la política sin pueblo, incursionó en este ejercicio. Ante las columnas obreras encabezadas por la dirigencia industrial, Roca se refirió a la importancia de la actividad manufacturera y al valor de la colaboración entre trabajo y capital. Sus palabras fueron recibidas con aplausos.[4]
La marcha de la industria del 26 de julio de 1899 culminó con miles de trabajadores en la Plaza de Mayo. Ante las columnas obreras encabezadas por la dirigencia industrial, Roca se refirió a la importancia de la actividad manufacturera y al valor de la colaboración entre trabajo y capital. Sus palabras fueron recibidas con aplausos.
Reparemos un
instante en el modo en que la izquierda interpretó la presencia proletaria frente
a la Casa Rosada. La Vanguardia se
refirió a esa confluencia entre obreros y empresarios como un “espectáculo
denigrante, monstruoso”.[5]
Para la prensa socialista, los dueños de fábrica habían arrastrado “a sus
trabajadores como soldados que obedecen a sus jefes, ó rebaños guiados por sus
pastores, so pena de ser despedidos.”[6]
Y eso reflejaba la falta de conciencia política de ese “pueblo atrasado e
ignorante”.[7] El
anarquista El Rebelde, por su parte,también calificó a la marcha como un
“acto indigno”.[8]
Las impugnaciones
de anarquistas y socialistas a una manifestación popular que no habían liderado
y cuyo mensaje político rechazaban de plano no tienen nada de sorprendente.
Tampoco puede llamar la atención que estos voceros de nuestra izquierda le
quitaran legitimidad a los participantes, acusándolos de no representar al
verdadero pueblo trabajador. Eran “carneros”, esa fracción del pueblo “atrasado
e ignorante” que carecía de conciencia política. El verdadero pueblo, el dotado
de conciencia de clase, estaba en otro lado.
No fue la única vez que estos argumentos fueron invocados por la izquierda para describir y calificar el comportamiento de manifestaciones populares. Entre las numerosas ocasiones en que la prensa de izquierda incurrió en este ejercicio un segundo episodio merece destacarse. Me refiero a la manifestación de desocupados del 12 de agosto de 1901. Ese día, una nutrida columna, integrada por algunos miles de trabajadores, recorrió la ciudad, para finalmente encaminarse a la Plaza de Mayo. Esta vez, la protesta fue promovida por el Partido Socialista, que ese día logró sacar a la calle un contingente mucho más imponente que el todavía modesto número de afiliados con que contaba esta organización (que entonces no llegaban al millar). El objetivo de la protesta del 12 de agosto –por cierto, mucho menos concurrida que la marcha de 1899 que acabamos se reseñar– era entregarle al presidente de la nación un petitorio con propuestas para combatir el desempleo, en ascenso en esos meses.
¿Cuál fue la
reacción del presidente Roca ante esa masa obrera que se agolpó frente a la
Casa Rosada? Muy distinta de la que muchos relatos sobre el carácter excluyente
de la política oligárquica nos podrían hacer creer. Roca no sólo recibió en su
despacho a la delegación socialista que encabezaba la manifestación. También instó
a los socialistas a salir al balcón de la plana alta, e invitó a uno de ellos a
dirigirles la palabra a los obreros congregados en la Plaza. Julio Arraga tuvo
el honor de ser el primer socialista que interpeló, desde los balcones de la
Casa Rosada, a una audiencia proletaria. Roca, sin embargo, nunca cedió el centro
del escenario. Tanto es así que el General tomó la palabra después de Arraga y,
con su discurso, cerró el acto obrero.[9]
Como no podía ser de otra manera, la marcha del 12 de agosto tuvo condimentos propios de las reuniones populares, en particular de aquellas donde predominan los manifestantes poco encuadrados por las ortodoxias ideológicas o las estructuras partidarias. Los relatos del evento sugieren que, en un momento, Roca se fastidió porque su discurso fue acompañado por algunos silbidos. Lo importante, sin embargo, no fueron esas manifestaciones de lo que los socialistas solían calificar como “incultura política”. Radica, en cambio, en el espectáculo de un presidente de la era oligárquica intentando seducir a los trabajadores que ocupaban la Plaza. Y que, si le creemos a los anarquistas de La Protesta Humana, realizó su faena con algún éxito. De hecho, la principal publicación ácrata del país se indignó tanto con “la mansedumbre” de los manifestantes como con “la desfachatez de los gobernantes, que desde los balcones, peroran a los descamisados como empedernidos demagogos”.[10]
Fuera de su santuario porteño, donde la izquierda moderada representada por el Partido Socialista tenía cierto peso, la izquierda no logró gravitar en la política nacional. Las expresiones de izquierda que se ubicaron a la izquierda del socialismo, como el comunismo, fueron casi insignificantes, y sólo comenzaron a ganar cierto protagonismo en el mundo sindical bien entrada la década de 1930.
“Masas trabajadoras” y “carneros”, “pueblo
atrasado e ignorante” y también (y más importante) “descamisados”, y trabajadores
seducidos por la perorata de un “demagogo” desfachatado: estas maneras de
retratar la cultura política popular y su relación con las elites políticas no
se inventaron en 1945.[11] Ya
estaban allí desde mucho tiempo antes. Y también estaba presente, desde muy
temprano, un modo de vincular a los trabajadores con la elite dirigente y el estado
que no concedía demasiada relevancia a las ideas y la política de izquierda. Los
estudios sobre el 17 de Octubre no les han prestado atención simplemente porque
su mirada ha estado enfocada en el corto plazo y, por tanto, ha permanecido insensible
a la historia más larga de la política popular de nuestro país. Se han mostrado
indiferentes no sólo a la fracción del pasado que hemos reconstruido aquí a
partir de unas pocas pinceladas sino también –y tal
vez más importante– al ciclo de movilización política popular que se abrió en
1912-16 y que marcó toda la década de 1920, cuya relevancia rara vez es tenida
en cuenta en los estudios sobre el surgimiento del peronismo. En muchos relatos
sobre los orígenes de esta fuerza política parece como si ese cuarto de siglo de
intensa competencia partidaria, de campañas de propaganda y movilización electoral
que alcanzaron a todo el territorio nacional, y que dieron lugar a elecciones donde llegó a participar el 80 %
del padrón, no hubieran dejado ni rastro ni legado alguno. Fenómenos como las
demostraciones de hostilidad popular frente a la sede del Jockey Club, que
varios testimonios ya registran, a fines de la década de 1910, luego de
victorias electorales radicales, no son incorporados en el análisis. Nada de todo
esto cuenta. Para muchos estudios, tradicionales o recientes, lo importante parece
comenzar con la dictadura de Uriburu y el régimen del fraude, la Gran
Depresión, la migración interna y la sustitución de importaciones.
A esta limitación para mirar más allá de 1930 hay que agregar una segunda miopía. Al enfocar su atención en el mundo sindical más que en el popular, estos relatos suelen atribuirle a la izquierda mucha más relevancia que la que efectivamente tuvo en el largo ciclo histórico anterior a 1945. De allí que suelen mostrarse poco sensibles a todas aquellas dimensiones de la historia de la política popular que no se ordenan en torno a la acción de este sector de la opinión que fue, a todas luces, un actor de segunda importancia en la vida pública en las décadas que corren entre Roca y Perón. Ya lo era en la etapa oligárquica y lo siguió siendo desde 1912, cuando la Ley Sáenz Peña puso en contacto directo a las clases populares con la oferta partidaria. La era del sufragio libre fue particularmente decepcionante para la izquierda, que nunca pudo abandonar su condición minoritaria. Fuera de su santuario porteño, donde la izquierda moderada representada por el Partido Socialista tenía cierto peso, la izquierda no logró gravitar en la política nacional. Las expresiones de izquierda que se ubicaron a la izquierda del socialismo, como el comunismo, fueron casi insignificantes, y sólo comenzaron a ganar cierto protagonismo en el mundo sindical bien entrada la década de 1930. Las urnas, sin embargo, le siguieron resultando muy esquivas.
Todo esto nos dice cosas muy
importantes no sólo sobre la política electoral sino también sobre las
preferencias de las mayorías. Y también nos obliga a recordar que hablar de
política popular antes de 1945 supone, en primer lugar, hablar de votantes de
lealtades conservadores y, sobre todo, de lealtades radicales. Estas dos agrupaciones
partidarias siempre conquistaron alrededor del 85/90% de los sufragios en cualquiera
de las elecciones libres y competitivas nacionales que tuvieron lugar entre
1912 y el golpe del 4 de junio de 1943.[12] Integrar
estos elementos –en particular a
los radicales, amos del voto popular–, a la explicación sobre el problema
del 17 de Octubre es fundamental para entender qué tipo de cosas se jugaban en las
disputas de esos meses.
EL PUEBLO EN LA CALLE
La idea de que la historia popular de la Plaza de Mayo comenzó en 1945 forma parte de la memoria ideológica del peronismo y más en general de la política nacional. Durante un cierto tiempo, esa historia ejerció un influjo considerable sobre los mejores estudios académicos sobre nuestro pasado. Esa estación ha quedado atrás. Desde hace un cuarto de siglo, los historiadores comenzaron a advertir que, ya a comienzos de la era constitucional, la vida pública se caracterizó por su naturaleza inclusiva y participativa. Un libro de Hilda Sabato publicado en 1998, La política en las calles, puso de relieve el vigor de esa cultura de la movilización en la etapa abierta luego de Caseros y Pavón.[13] Una década más tarde, Silvia Sigal puso otro mojón en nuestra comprensión de la política en las calles. Su libro La Plaza de Mayo. Una Crónica, nos ofrece numerosos ejemplos de que, en tiempos de Roca, Yrigoyen o Uriburu, decenas de agrupaciones y miles de personas ocuparon y recorrieron ese espacio para interpelar al poder, reforzar su personalidad pública o darle relieve a sus demandas.[14]
Estos relatos nos muestran que los trabajadores fueron sólo un actor más de una cultura de la movilización que hunde sus raíces en el siglo XIX, y que a lo largo de la primera mitad del siglo XX lanzó más y más personas a la calle. Los obreros no fueron los primeros ni los únicos en manifestarse en público. Cuando colocamos a este fenómeno en el centro de nuestra atención, supuestas anomalías como que la Marcha de la Constitución y la Libertad del 19 de septiembre de 1945, con su predominio de manifestantes de clase media, congregase más manifestantes que el 17 de octubre pierden su condición de tales. La importancia de las marchas y manifestaciones de la primavera de 1945 resulta, en gran medida, de que las elecciones de febrero de 1946 dieron forma a un escenario inédito, que las recortó como eventos singulares, y las hizo ingresar en la gran narrativa de la historia nacional. Ello, sin embargo, no debe hacernos olvidar que eventos como el 17 de Octubre fueron una expresión más de una cultura de la movilización que recorre toda nuestra historia. Si adoptamos una mirada de largo plazo se vuelve muy discutible que las demostraciones públicas de la primavera de 1945 supusieran una inflexión decisiva, la única relevante, en términos de la escala o la dinámica de la movilización popular. Desde mucho antes, el pueblo, en sus distintas encarnaciones, ya era dueño de las calles y las plazas.
La idea de que la historia popular de la Plaza de Mayo comenzó en 1945 forma parte de la memoria ideológica del peronismo y más en general de la política nacional.
Para completar este razonamiento hay
que decir que, en las décadas previas a 1945, el pueblo no era sólo número o
cantidad. El pueblo o, más precisamente, la cultura popular, o de masas,
también poseían una voz potente en la vida pública. Visiones como la de Daniel
James, y antes otras de impronta populista, que describen al 17 de Octubre como
el momento de emergencia de una cultura popular reprimida y enemiga de instituciones
elitistas como la universidad o la gran prensa liberal, sólo captan aspectos secundarios
del problema. Y no sólo porque lemas como “¡alpargatas sí, libros no!”, coreado
el 17 de octubre, ya tenían un lugar en el lenguaje político desde dos décadas
antes, pues había ingresado gracias a la acción de una fuerza política tan popular
y tan populista como el lencinismo mendocino. O porque, como ya señalamos, el
17 de octubre no fue la primera vez que el Jockey Club fue hostilizado. Más
importante es recordar que, mucho antes de que Perón hiciera su ingreso en el
escenario público, no sólo la vida política sino también la vida pública estaban
teñidas por una fuerte tonalidad plebeya, muy visible en las grandes urbes de
la región litoral.
El capítulo más relevante de esa historia se vivió en las décadas de entreguerras, y estuvo directamente asociado con la forja de un régimen de sufragio amplio y libre y con la expansión de las industrias culturales. En esos años, la cultura argentina acentuó su carácter democrático. Diarios como Crítica, pero también la radio y el cine, fueron los vehículos a través de los cuales muchas expresiones culturales que negaban o desafiaban las jerarquías de poder y prestigio que verdaderamente contaban para las clases altas y los grupos dotados de mayor capital cultural comenzaron a ingresar regularmente a los hogares argentinos. Ese fue también el momento de emergencia de héroes populares que no le debían nada al patronazgo de las elites políticas o culturales, muy visible en ámbitos como el deporte, el hipódromo o la industria del espectáculo. Ejemplos como el del niño Tulio Halperin Donghi, cuyos padres ejercían un estricto control sobre el dial de la radio familiar, convencidos de que ese propagador de la baja cultura podía estropear su educación, son algo más que una anécdota trivial. No es preciso suscribir en todos sus detalles la versión que sugiere que las narrativas de conflicto entre ricos y pobres que ofrecían la radio y la pantalla cinematográfica expresaban la madurez de una cultura popular antielitista y contestataria para coincidir en que, ya en la década de 1930, la cultura argentina estaba impregnada por una intensa tonalidad plebeya. Agreguemos que, tanto por la fuerte incidencia de las industrias culturales en la forja de esa cultura, como por sus implicancias políticas, la izquierda no vio con entusiasmo estos desarrollos, que una y otra vez condenó con tanto vigor como los católicos, que se ubicaban en el otro extremo del arco político-cultural.
No sólo la prensa, la radio y el
cine reflejaron el impacto de una sociedad en veloz proceso de democratización
social que avanzaba por caminos contrarios a los imaginados por quienes
deseaban elevar culturalmente al pueblo trabajador. El mundo del hipódromo, del
espectáculo deportivo, de los juegos de azar, e incluso la lengua, fueron
terrenos donde las clases populares urbanas dejaron marcas indelebles en los
estilos de interacción cotidiana. En las grandes ciudades, y en particular en
Buenos Aires, el habla pone de relieve cuánto se había democratizado el trato
en la esfera pública. Lo señaló, consternado, Amado Alonso en su El problema de la lengua en América. En
ese conocido estudio publicado en 1935, el gran filólogo español observó que,
en la capital del país, y como consecuencia de cierta “inundación de plebeyismo…
la minoría de hablar correcto tiene sobre la masa de conciudadanos un influjo
menor que el esperable y necesario, pues no son para los más ese punto obligado
de referencia por el cual la mayoría orienta su conducta social”.[15] Se
expresaba, por doquier, un “aire de insolencia democrática.”[16]
En las décadas previas a 1945, el pueblo no era sólo número o cantidad. El pueblo o, más precisamente, la cultura popular o de masas, también poseían una voz potente en la vida pública.
Diez años antes del ingreso de Perón
a la lucha por el poder, y más que en cualquier otro lugar de América Latina, las
clases más educadas ya habían perdido la batalla por el dominio de la corrección
en la expresión pública. Y la habían perdido no contra las deformaciones del
lenguaje culto producto del arribo de grandes cantidades de inmigrantes sino
por la emergencia de un lenguaje popular nuevo –del
que el lunfardo era pieza central–, cuyas expresiones tenían carta de ciudadanía no
sólo en la calle sino también en muchos medios de comunicación. El testimonio más
evidente de la magnitud de este fenómeno es el rechazo del gobierno de los
coroneles de 1944 a esa “degradación” del lenguaje, que dio lugar a una
ambiciosa política dirigida a adecentar el habla popular sanitizando, entre
otros objetos, las letras del tango. Por supuesto, una batalla librada contra
las mayorías es una batalla que no se puede ganar, por lo que al cabo de un
tiempo estos amantes de las buenas costumbres no tuvieron más remedio que
declararse derrotados.
A la luz de este panorama, revelador
de la potencia de la cultura popular madurada en las décadas de entreguerra, no
parece razonable hablar del 17 de Octubre como de un momento de emergencia de
lo reprimido, ni de expresión de lo que Daniel James denomina una “iconoclasia
laica”. Recordemos que, ese día, los manifestantes mostraron mayor encono
contra el edificio del diario Crítica,
emblema y decano de la prensa amarilla, que contra los más respetables La Prensa o La Nación. La impugnación política y moral a los que tomaron parte
en las protesta del 17 que puede leerse en la prensa de izquierda no debe
confundirnos. Descamisados, hordas, turbas, lumpen-proletarios: como vimos,
esas críticas no eran nuevas, ni hablan de la aurora de un nuevo tiempo. Basta
mirar hacia atrás para advertir que, al margen del (previsible) modo en que fue
tratada por la prensa de izquierda, la cultura plebeya que se expresó ese día en
la Plaza de Mayo o en La Plata y sus alrededores no era tan distinta a la que
había venido ganando terreno y cobrado forma visible en la vida pública nacional
por, al menos, un cuarto de siglo.
EL DÍA DE LA LEALTAD
¿Dónde situar, entonces, la novedad
y la relevancia del 17 de Octubre? Parte de la respuesta, por supuesto, radica
en que esa jornada repuso a Perón en el centro del escenario y cambio el curso
de la crisis política. No reveló una supuesta esencia popular, pero cambió
el curso de los acontecimientos. Hay que
tener presente, de todos modos, que lo que sucedió en las elecciones del 24 de
febrero no estaba contenido en el resultado de la crisis de octubre. De hecho,
a fines de ese mes, muy pocos imaginaban que Perón pudiera ganar las elecciones
presidenciales. Para entender cómo es que esto fue posible, una intuición de Silvia
Sigal, otra vez, viene en nuestro auxilio y nos ayuda a expandir nuestro
horizonte cognitivo. En el estudio más perceptivo sobre el 17 de Octubre escrito
en las últimas dos décadas, esta autora sugiere que el debate sobre el análisis
de los sucesos de octubre de 1945, y más en general el debate sobre los
orígenes del peronismo, ha permanecido demasiado prisionero de la idea de que
la emergencia de este movimiento político debe concebirse como una respuesta al
panorama de marginación política y explotación económica que caracterizó a la
década de 1930 y que, por tanto, los estudios sobre el tema han prestado muy poca
atención a lo que la interpelación de Perón significó en tanto esperanza de un
futuro mejor. Enfocados en el estudio de las condiciones que hicieron posible
el surgimiento de esta fuerza política, en el 17 de Octubre como respuesta al
pasado, los analistas del fenómeno dejaron en un segundo plano la relevancia de
los sueños y esperanzas que Perón supo movilizar.[17]
Si el 17 de Octubre simboliza algo
es, precisamente, la potencia de esa promesa de un futuro mejor. Una esperanza que,
por supuesto, no debe entenderse como una ruptura radical respecto del modo en
que, hasta entonces, las clases populares habían imaginado qué podía ofrecerles
la sociedad argentina. Sobre esas expectativas trabajó Perón para ofrecer su
imagen de futuro. Gracias al
poder que le daba su posición como Secretario de Trabajo y Previsión y luego
como vicepresidente del gobierno de la dictadura, desde 1944 Perón había puesto
en marcha la maquinaria de la reforma laboral. Con estas palancas se había ido
granjeando, de manera gradual y trabajosa, importantes apoyos en el mundo del
trabajo y la organización sindical. Es claro, sin embargo, que todavía en octubre
de 1945 los logros de su programa de reforma de las relaciones laborales se
caracterizaban por su modestia. Eran significativos en tanto indicadores de una
nueva orientación de política pública, pero todavía acotados en su impacto
efectivo en la vida de las empresas. El gran cambio aún no había tenido lugar. De
hecho, cuando Perón asumió la presidencia, en junio de 1946, los salarios
reales prácticamente no habían experimentado mejoras. Lo importante estaba en
el futuro.
Era el futuro, más
que el presente, la gran carta de presentación de Perón. A lo largo de 1945, y
con mayor fuerza en la campaña electoral que se extendió entre fines de octubre
y los comicios del 24 de febrero de 1946, el candidato oficialista había derrochado
promesas. El ingreso en una era de justicia social que tendría traducciones
materiales visibles y concretas –por ejemplo, el pago de un mes adicional, el
aguinaldo, o la mejora salarial–, era su gran promesa. De allí que, más que como
el beneficiario de una lealtad ya arraigada y cristalizada, soldada en la Plaza
del 17 de Octubre, es mejor concebir al Perón de esos meses como un hombre que,
a fuerza de invocar la posibilidad de construir un futuro mejor, estaba contrayendo
una enorme deuda con sus votantes. Conviene imaginar al héroe del 17 de Octubre
y el 24 de febrero, en definitiva, no como el dueño de un cheque en blanco sino,
por el contrario, como el deudor de un oneroso pagaré. De un pagaré que debía comenzar
a redimirse el 4 de junio.
El 17 de Octubre no hubo Lealtad, sino apuesta.
De allí que el 17 de Octubre no hubo Lealtad sino apuesta. Y es importante tener en cuenta que, por el carácter todavía frágil de los lazos que Perón había tejido con quienes ese día lo rescataron del ostracismo al que deseaban confinarlo sus camaradas de armas, y que en las elecciones presidenciales otra vez apostaron por él, no tenía más opción que honrar ese pagaré. Enfrentado a todo el arco político, sin un pasado capaz de fortalecerlo, ese era el único camino que podía asegurarle la supervivencia política. Al fin y al cabo, si la apuesta por Perón –un personaje salido de la nada, una figura a quien tres años antes nadie conocía y, para peor, un militar– defraudaba las expectativas que había logrado concitar, sus votantes tenían el camino despejado para retornar a las agrupaciones políticas a las que habían seguido hasta entonces. Esto significaba, en primer lugar, volver al redil de la UCR, el partido al que las mayorías habían acompañado fielmente por más de un cuarto de siglo. En 1946 no había nada parecido a “masas en disponibilidad”. Pese a todo el ruido que introdujo el régimen del fraude en la relación entre votantes y oferta partidaria, la UCR permanecía como la primera opción de las mayorías. Esto no es menos cierto de los votantes de los suburbios industriales de Buenos Aires, donde la izquierda no tenía peso alguno. El resultado de las elecciones de 1931 y 1940 lo pone de manifiesto. Pese a que la Década Infame fue un tiempo de dificultades y frustraciones, esa etapa no introdujo ninguna inflexión significativa en las preferencias de los votantes populares. Entre las clases trabajadoras, todavía, la UCR reinaba soberana.
Considerando este panorama no resulta casual que Perón buscara sumar a una figura radical a la fórmula presidencial y que, convencida de que triunfaría en las elecciones de febrero, ningún dirigente de primera o segunda línea de este partido quisiera acompañarlo. El cordobés Amadeo Sabattini no fue el único que rechazó la candidatura a vicepresidente que tenía servida en bandeja. Esa cerrada negativa terminó abriendo el camino para que Hortensio Quijano, un político correntino de muy escaso porte, que siempre había sido un perdedor en su distrito y, para peor, una figura de pasado anti-yrigoyenista, de la derecha del partido, se quedara con el premio mayor. Para entender la apuesta de Quijano hay que recordar, además, que el correntino no sólo era un dirigente del montón sino que, con 62 años ya cumplidos cuando la esperanza de vida argentina era de 62 años, no tenía mucho futuro por delante (de hecho, moriría en ejercicio de la vicepresidencia). La reticencia de los dirigentes radicales ante las generosas ofertas de Perón nos dice mucho sobre cómo era visto el panorama electoral en el seno del partido dominante del sistema político. Idéntica conclusión se alcanza al comprobar que la cúpula radical tampoco tomó en serio a los dirigentes sindicales que, como Luis Gay, decidieron acercársele: no creían necesitarlos.[18] La política de seducción de dirigentes radicales puesta en marcha por Perón sólo tuvo algún éxito con figuras de poco peso, en general jóvenes, que veían bloqueado su avance dentro de la estructura partidaria de la UCR.
De todos modos, el
punto más relevante a considerar al momento de situar al 17 de Octubre en un contexto
más amplio no fue lo que sucedió en la campaña electoral o en las urnas el
último domingo de febrero de 1946 sino el hecho de que, en el curso del trienio
posterior, se produjera esa formidable transferencia de lealtades que dejó al
radicalismo huérfano de casi todos los apoyos populares que lo habían sostenido
por tres décadas. El factor determinante de este desplazamiento tectónico en el
sistema político fue la política de mejora del ingreso y de incremento del
bienestar popular más ambicioso de toda la historia argentina. En ocasiones, Perón
justificó la necesidad de este programa a
partir del argumento de que la revolución distributiva que tuvo lugar en esos
años tenía por objetivo construir un dique capaz de contener el avance de la
izquierda sobre las masas trabajadoras. Pero está claro que esto era mera
retórica política, calculada para hacer menos amarga la medicina, hecha en base
de altas dosis de justicia social, que les recetó a los empresarios.
En efecto, el
hecho de que en las elecciones de 1946 los representantes del capital
decidieran volcar su influjo en favor de una alianza en la que participaban el
Partido Socialista y el Partido Comunista –la Unión Democrática– revela bien
que los empresarios no se tomaban el peligro rojo muy en serio (las fuerzas de
izquierda, en cambio, siempre tendieron a darle a esta versión más crédito del
que se merece, en gran medida porque la idea de que en la era previa a 1945 comunistas
y socialistas poseían una considerable gravitación sobre los trabajadores les
resultaba reconfortante). A todas luces, el principal desafío de Perón era otro.
Consistía en impedir que los trabajadores que lo habían rescatado el 17 de
octubre, y que luego lo habían acompañado en los comicios de febrero de 1946,
vieran frustradas sus expectativas de mejora y retornaran al partido al que se
habían mostrado fieles por más de un cuarto de siglo. Convencer a trabajadores
de simpatías radicales de que votaran por el justicialismo no era una tarea que
requiriese grandes batallas ideológicas; en su mayoría, esos votantes carecían
de fuertes sentimientos anticapitalistas. Su dificultad era de otra índole. Era
un trabajo considerablemente más oneroso que doblegar a una izquierda sin mayor
gravitación electoral y tenues lazos con los trabajadores o que disciplinar a
la dirigencia sindical. En un sistema electoral competitivo como el existente
entonces, un actor político nuevo sólo podía hacerlo gracias a políticas
distributivas muy ambiciosas. Allí está la principal clave del muy acusado sesgo
pro-trabajo de la política macroeconómica del trienio dorado de 1946-49.
El factor determinante de este desplazamiento tectónico en el sistema político fue la política de mejora del ingreso y de incremento del bienestar popular más ambicioso de toda la historia argentina.
“La Argentina era
una fiesta”, dijo alguna vez Félix Luna, y no le faltó razón. En esos años, las
clases populares vivieron un boom de consumo aún más formidable que el de los mejores
momentos de los años veinte. En la década radical, los salarios habían mejorado
cerca de un 50%. Perón emuló ese logro en apenas un trienio. Con tal de
incrementar el bienestar de sus seguidores, no reparó en medios ni en costos Y
a esta política de seducción material hay que sumar cambios institucionales en
el mismo sentido. En un perceptivo trabajo de 1956, ya Germani lo había puesto
de relieve. Para las clases populares, el peronismo también significó “la
libertad de afirmar sus derechos contra capataces y patrones, elegir delegados,
ganar pleitos en los tribunales laborales, sentirse más dueños de sí mismos.
Todo esto fue sentido por el obrero, por el trabajador en general, como una
afirmación de la dignidad personal.”[19]
El resultado de las elecciones legislativas de 1948 (56,4%) y de las convocadas a fin de ese mismo año para reformar la constitución (66,6%) mostraron que, al cabo de algunos años, el mayor desafío político que Perón tenía por delante estaba perdiendo el carácter de tal. En ambos llamados, Perón obtuvo más votos que en 1946 (52,8%). A esto sumó otras iniciativas, dirigidas a disciplinar a los actores más díscolos de su propia coalición. Por una parte, acalló a los sindicalistas que en su momento soñaron con hacer de Perón un instrumento de un proyecto político de signo laborista, y puso presos a los más recalcitrantes, como Cipriano Reyes, que permanecería tras las rejas hasta 1955. También decidió la disolución del Partido Laborista y de la Unión Cívica Radical Junta Renovadora, a las que finalmente reemplazó por el Partido Justicialista. Al cabo de dos o tres años, el polvo de estos combates comenzaba a asentarse, y la victoria de ese presidente sin otro pasado que la vida de cuartel no podía ser más completa.
Fue recién
entonces, a partir de 1949, que Perón comenzó a sentirse lo suficientemente
confiado como para acortar la rienda y corregir el rumbo. Y esto
significaba que la mejora del bienestar popular ya no podía imponerse como la
gran prioridad de la política pública. El mayor acicate para este giro era el estrangulamiento externo
provocado por la caída de los saldos exportables que, para peor, en 1950 y 1951,
se combinó con condiciones climáticas adversas y una caída de los términos de
intercambio: menos carne y trigo para exportar, menos ingresos unitarios por
esas ventas. La economía se estancaba, crecían los desequilibrios, y también la
inflación. En esas circunstancias, el osado Miguel Miranda debió ceder el timón
de la economía al más competente y más cauto Alfredo Gómez Morales. La revolución distributiva había llegado a su
fin. Y Perón hizo saber a sus seguidores, de manera clara y elocuente, que se
había acabado la fiesta, y los instó a poner fin a los años de “derroche”.
Quienes protestaron contra el fin de los buenos tiempos también aprendieron que
la dureza en el trato ya no estaba reservado para los opositores: las huelgas
ferroviarias del verano de 1950-51 terminaron con cientos de obreros detenidos,
muchos de los cuales pasaron varios meses en la cárcel.
De allí que, si ese día de elecciones tiene algún significado, tal vez sea éste: mucho más que el 17 de Octubre de 1945, el 11 de noviembre de 1951 fue el verdadero Día de la Lealtad. El momento en que Perón pudo confiar, ciegamente, en que la Plaza de Mayo siempre estaría allí para homenajearlo
Un bienio de caída
de los salarios y sin mucho para celebrar en términos de progreso social: ese
fue el contexto en el que Perón debió enfrentar la crucial elección de
renovación presidencial que la reforma de la constitución de 1949 había hecho
posible. Decidió adelantar varios meses la fecha del llamado a las urnas, seguramente
pensando que ello de daría alguna ventaja y, quizás, imaginando lo que vendría
después. Esa elección de noviembre de 1951 pueden verse como una suerte de
plebiscito, y no sólo sobre la reelección de Perón o sobre cuestiones más
abstractas como el valor de la reforma constitucional: también sobre si un
justicialismo más austero y más represivo era viable y, en definitiva, sobre
las virtudes y defectos de un régimen que combinaba democratización social con
autoritarismo político en una fase más madura y estabilizada, en donde había
menos de lo primero y más de lo segundo. Ante esta inquietante pregunta, el
veredicto popular de los comicios del 11 de noviembre fue inapelable: casi dos
tercios (63,4%) de ese electorado muy ampliado por la presencia femenina
dijeron que, pese a todo, querían seguir junto al gobierno nacido en 1946. El
radicalismo obtuvo, apenas, el 32,3 % de los votos emitidos. La izquierda hizo
un papel aún más pobre: el socialismo y el comunismo no alcanzaron, sumados, el
2 % de los sufragios.
En noviembre de 1951, y pese a que la Argentina ya había dejado de ser una fiesta, Perón fue ungido presidente por segunda vez. Si nos situamos en las semanas que corren entre las elecciones y la Navidad, podemos conjeturar que, pese al drama privado que seis meses más tarde se cobraría la vida de su esposa, el General debía estar dominado no sólo por la satisfacción sino también por el alivio. Podemos imaginarlo confiado en que la transformación de votantes circunstanciales en fieles seguidores que se había iniciado en 1946 era un proceso ya muy avanzado y, en consecuencia, que su margen de maniobra se había ampliado considerablemente. ¿Volverían los buenos tiempos para los trabajadores, los días de gloria de 1946-48? Seguramente muchos creían que el trienio 1949-51 no era más que un alto en el camino hacia formas más elevadas de justicia social, y que la marcha hacia adelante pronto recomenzaría. Perón, en cambio, mostró que tenía otras prioridades. De hecho, la amplia victoria de noviembre de 1951 fue seguida casi de inmediato por un plan de estabilización más coherente y sistemático que todo lo hecho en términos de ajuste en los tres años previos. Fue una nueva demora, ahora más deliberada y explicita, en el camino hacia el reino del bienestar popular.[20]
¿Por qué esta vuelta de tuerca se produjo inmediatamente después de conocerse el resultado de la convocatoria a las urnas? Seguramente porque al reflexionar sobre el significado de las elecciones que lo confirmaron en la presidencia, Perón comprobó que el ciclo político que se había abierto entre el 17 de Octubre y el 24 de febrero de 1946 ya estaba clausurado. Noviembre de 1951 mostró que su liderazgo era invulnerable a los problemas que azotaron a sus seguidores en los dos o tres años previos –la contracción del salario, el ascenso de la inflación, la mayor dureza en el trato con los huelguistas– y que, por tanto, su fortaleza ya no parecía depender de la formulación de una promesa sobre el futuro. El espaldarazo del 11 de noviembre le reveló que podía confiar en que sus seguidores habían dejado de lado toda duda sobre el valor del peronismo y toda esperanza de que el escenario político podía ofrecerles, en algún otro cuadrante, un refugio más acogedor. Los prestigios de la UCR como partido popular se habían evaporado. Y con ello se mostró a la luz del día que el vínculo entre Perón y sus seguidores ya tenía muy poco de la dimensión instrumental que había signado sus primeros pasos y se había redefinido, de manera evidente, como una relación carismática. Pese a que la revolución distributiva era cosa del pasado, para las mayorías argentinas no había ni podía haber nada mejor que lo que ofrecía Perón. Y, de la mano de Gómez Morales, Perón estaba dispuesto a explotar lo que le ofrecía ese cheque en blanco. De allí que, si ese día de elecciones tiene algún significado, tal vez sea éste: mucho más que el 17 de Octubre de 1945, el 11 de noviembre de 1951 fue el verdadero Día de la Lealtad. El momento en que Perón pudo confiar, ciegamente, en que la Plaza de Mayo siempre estaría allí para homenajearlo.
La memoria ideológica de un movimiento popular tan vibrante y poderoso no puede estar sometida a los caprichos del archivo y la verdad histórica y, mucho menos, a la opinión de un simple académico.
¿Significa esto que debemos olvidarnos del 17 de Octubre para erigir, en su reemplazo, y un poco más entrada la primavera, un nuevo lugar de memoria que recuerde la intensidad del lazo entre Perón y sus seguidores? Los peronistas seguramente rechazarán la idea de modificar la fecha de celebración –y por tanto el significado– de su querido Día de la Lealtad. Y tienen muy buenas razones para desconfiar de los argumentos de los historiadores, y en particular de este historiador. La memoria ideológica de un movimiento popular tan vibrante y poderoso no puede estar sometida a los caprichos del archivo y la verdad histórica y, mucho menos, a la opinión de un simple académico. Podría agregarse, incluso, que la conmemoración de un evento tan estrechamente identificado con los ideales de justicia social que animan nuestra vida pública, formulada en los términos que mejor consideren los herederos de ese legado, debe concitar no solo el respeto sino también la aprobación y el aplauso de los que no nos sentimos parte de la cultura política peronista pero, sin embargo, apreciamos su valiosa contribución a hacer de la Argentina un país mejor. Todo ello, sin embargo, no impide formular esta modesta advertencia: la forja del vínculo entre Perón y sus seguidores constituye un problema histórico complejo que, en rigor, no pude abordarse concentrando la atención en los sucesos del 17 de Octubre y en sus antecedentes inmediatos. En la historia no hay esencias ni eventos signados por la transparencia y la pureza. De allí que para comprender mejor la constitución del lazo peronista es necesario elevar la mirada más allá de este notable acontecimiento, y encarar un examen atento a dimensiones analíticas y temporalidades hasta ahora poco tenidas en cuenta. Esta sugerencia puede resultar de utilidad no sólo para entender mejor el 17 de Octubre sino también la experiencia peronista y la política popular de la Argentina del siglo XX.
* Agradezco a Lila Caimari sus comentarios a un borrador de este ensayo. Y a Pablo Gerchunoff, por un largo y fructífero intercambio de ideas sobre estos temas.
[1] Sobre este episodio, Roy Hora, “Trabajadores,
protesta obrera y orden oligárquico. Argentina: 1880-1900”, Desarrollo Económico. Revista de Ciencias
Sociales, 59:229 (2020), pp. 329-360.
[11] Unos años más tarde, los comunistas hicieron nuevos
aportes al diccionario
de satanización de la izquierda. Entre los nuevos calificativos se destaca, por
supuesto, el de “lumpenproletariado”. Estas novedades no cambian el cuadro
delineado en estas páginas.
[12] Roy Hora, “Izquierda y clases populares en Argentina, 1880-1945”, Prismas. Revista de historia intelectual, 23
(2019), pp. 53-75.
[13] Hilda Sabato, La política en las calles: entre
el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos
Aires, Sudamericana, 1998.
[14] Silvia Sigal: La Plaza de Mayo. Una crónica, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2006.
[15] Amado Alonso, El problema de la lengua en América, Madrid,
Espasa Calpe, 1935, p. 169.
[16] Lila Caimari,
“Mezclas puras: lunfardo y cultura urbana (años 1920 y 1930)”, en Adrián
Gorelik y Fernanda Areas Peixoto (compiladores), Ciudades sudamericanas como arenas culturales, Buenos Aires, Siglo
XXI, 2016, p. 163.
[17]
Silvia Sigal, «Del
peronismo como promesa», Desarrollo Económico, 48:190/191
(2008), pp. 269-286.
[18] Véase el
testimonio de Luis Gay en el Archivo de Historia Oral, Instituto Di Tella.
[19] Gino Germani, “La
integración de las masas a la vida política y el totalitarismo”, citado en
Sigal, “Del peronismo”, p. 273.
[20] Para analizar
este problema conviene consultar: Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto,
Buenos Aires, Crítica, 2018.
La realidad tecnológica de nuestros tiempos ha atenazado nuestro criterio. En tan sólo dos décadas ha sido tan vertiginoso el progreso tecnológico que nuestra capacidad de reacción se ha visto excedida al extremo. Perdemos el foco y caminamos vacilantes en un mundo que llevamos encapsulado en nuestros dispositivos.
Últimamente está siendo muy comentado el interesante documental The Social Dilemma, rodado por el polémico Jeff Orlowski. El filme plantea las muy variadas consecuencias —algunas pasmosamente graves— del uso incauto, desprevenido, de las redes sociales y la Internet. Una ingente variedad de estímulos atenazan nuestra vida y nuestro pensamiento, al punto de no saber si acaso, cuando pensamos, lo hacemos por nosotros mismos o, como bien ha dicho alguna vez José Pablo Feinmann, «somos pensados».
Tal parece que en
esta época vertiginosa, sufriente de un cataclismo del mirar, no ha sido
asequible para nuestra generación adecuar el espíritu. El mundo se abrió
enteramente para nosotros, nos fue ofrecido de infinitas formas. Por ejemplo,
con no demasiado esfuerzo podemos remontarnos hacia las partes más recónditas
de nuestro planeta, y si acaso ello no resulta posible porque no tenemos suficiente
dinero, no tenemos suficiente tiempo o no tenemos el entusiasmo necesario,
podremos siempre acudir a la tecnología y «visitar» tales lugares sin movernos
de casa.
Esta nueva
posibilidad para el hombre, rica quizá en algún sentido, en verdad suscita nefastas
consecuencias y es precisamente en ellas donde nos hemos enfocado desde un
comienzo.
Entretenidos en la contemplación de este «nuevo orbe», que es el mundo sin restricciones, se han embotado nuestros sentidos. Ignoramos si acaso, cuando observamos este mundo nuevo, no hay otros que hacia nosotros miran a través de él. Cándidamente, no hemos hecho más que el niño que descubre por primera vez un parque de diversiones: boquiabiertos e histéricos nos hemos lanzado a las incontables maravillas que relucen ante nosotros. Pero es ese mismo hecho el que ha deteriorado enormemente la verdadera experiencia del mundo, ya que nos encontramos cautivos del entusiasmo y el mismo no resulta jamás una buena escuela, ya que dispersa nuestra atención.
Entretenidos en la contemplación de este «nuevo orbe», que es el mundo sin restricciones, se han embotado nuestros sentidos. Ignoramos si acaso, cuando observamos este mundo nuevo, no hay otros que hacia nosotros miran a través de él.
Yo pienso: en épocas en las que Joseph Conrad sentía un hondo llamado a la aventura, el llamado a hacerse a la mar y recorrer el planeta, todo el mundo de entonces era una verdadera promesa y un verdadero misterio. «Africa», «Congo», «Inglaterra«, «Europa», no eran lo que hoy son. Mejor dicho: no representaban lo que hoy representan.
Hoy África, el
Congo, Inglaterra o Europa, son simplemente África, el Congo, Inglaterra y
Europa. Hemos caído tristemente en aquel realismo ingenuo que sugería el
profético Sabato en el año 1945.
En los tiempos de
Conrad, esos tiempos distantes por tan sólo un siglo, en los cuales gran parte
del mundo permanecía oscura —y esto no significa que acaso hoy conozcamos con
entera justicia nuestro mundo—, debíamos hacer uso de nuestra imaginación para
representarnos cabalmente esos lugares únicamente vistos en fotografías en
blanco y negro, o dibujados dudosamente en libros de expediciones. Nuestro
mundo era uno por descubrir, y eso mismo era lo que inspiraba a los espíritus
nobles a aventurarse en sus profundidades. Precisamente, la oscuridad de
aquellos tiempos estimulaba sobremanera la rebusca; generaba que uno se
enfrente con los propios sitios inexpugnables que moran dentro de sí. Pues, la
oscuridad del ambiente nos enfrenta ineludiblemente con la que tenemos propia.
Fisgar con celo en lo imprevisto y desconocido es a un mismo tiempo un
ejercicio de autoconocimiento. Lo que buscamos en el mundo lo procuramos dentro
de nosotros.
Sin embargo, también nos es dado considerar que el hombre ha sido mayormente ocioso a lo largo de la historia, no digo aquí que acaso el mundo de antes se encontrara poblado de aventureros y trashumantes, nada de eso. Incluso a ello no escapaban los gestores del pensamiento, ya que el buen Kant durante 79 años jamás salió de Königsberg, su pueblo (aunque debiéramos igualmente hacer notar que el pensamiento acusa, de alguna forma, una especie nada menor de movimiento). Pero hoy, en nuestro tiempo hipervisual, voyerista por antonomasia, sólo nos contentamos con escudriñar el mundo a través de nuestras computadoras y celulares, que es lo mismo que hacer absolutamente nada. Es una no-experiencia. Olvidamos que si la vita contemplativa que mencionara Arendt no nos lleva a la acción; que si nuestra contemplación no se endereza a una participación activa en lo social es cosa idéntica a dormir con los ojos abiertos.
O bien, nos
movilizamos, remontamos hacia algún sitio trocado en fetiche de temporada, para
decir que hemos estado allí y volver hablando de la cultura del dichoso lugar,
como si fuésemos «personas de mundo». Es triste. Casi me recuerda a la excepcional
película Peeping Tom, de Powell, estrenada en los ’60, que narra la
historia de un despreciable asesino, obsesionado con examinar la realidad a
través de una cámara. Enajenado, perpetra los más variados crímenes para ver
luego en la pantalla de su hogar los resultados, como intentando extraer loreal de todo lo acontecido.
Tampoco digo ahora
que imagine algún tipo de relación entre nuestro estado de cosas y aquel
personaje, pero existe una llamativa semejanza que puede establecerse. ¿Por
qué? Pues, porque somos los Inquisidores de lo Real. Con todos nuestros
aparatos no hacemos más que deshebrar la realidad, la aniquilamos
despaciosamente, paso a paso, hasta no dejar de ella más que algoritmos. No
deja de parecerme singular el hecho de encontrarnos refugiados detrás de la
égida de nuestras pantallas para escrutar el mundo. Yo me pregunto: ¿qué
buscamos? Mejor, repregunto: ¿acaso buscamos algo?
En vez de mirar al
frente, avistando el porvenir, prendemos nuestra mirada hacia los dispositivos
(hacia esos mundos cápsulas), siendo a un mismo tiempo los sostenedores
del yugo. Permanecemos agachados. ¡No debemos ser incautos! ¡No viajamos hacia
ningún sitio! ¡Estamos anquilosados! Siguiendo con la línea de Feinmann, bien
podríamos decir que, más que viajar, somos nosotros los viajados. A
través de nuestros dispositivos recaban información de nuestras inclinaciones,
nuestros intereses, nuestro sesgo político, etcétera. ¡Qué terrible forma de
ceder nuestra autonomía!
Pero, más allá de
que estas palabras puedan sonar desoladoras, considero, sin embargo, que ha
sido la nuestra una etapa necesaria. La técnica transitaría indefectiblemente
este progreso, movilizando por entero la realidad de lo social y enfrentándonos
con el gigantesco e inusitado crecimiento exponencial de lo tecnológico, que ha
sobrepujado por mucho nuestra capacidad de reacción. ¡Y peor!: tal época nos ha
tocado a nosotros. El salto ha ocurrido en nuestro tiempo y nos ha despojado de
la mirada franca. No podemos desear aventurarnos al mundo con sinceridad porque
es el mundo quien se ha estrellado contra nuestra cotidianidad y se propala
continuamente por nuestros múltiples dispositivos. El mundo se cuela a
torrentes por nuestros aparatos. ¡Qué agobio!
No podemos desear aventurarnos al mundo con sinceridad porque es el mundo quien se ha estrellado contra nuestra cotidianidad y se propala continuamente por nuestros múltiples dispositivos. El mundo se cuela a torrentes por nuestros aparatos. ¡Qué agobio!
Aunque quizá,
cuando este cataclismo cese, cuando se aquieten las aguas, volvamos a
disponernos para extraer del mundo experiencias y nos dirijamos hacia su
fuente. Es probable que pase, y que una nueva raza de exploradores, hastiados
de la virtualidad, quieran avanzar sobre lo desconocido; quieran conocer por sí
mismos, sin que algún agente digiera por ellos las experiencias que ineludiblemente
deben vivirse, siendo en todo momento dueños de sí propios. Sin que los
piensen, sin que los viajen, sin que los vivan.
Pero nosotros, los
del hoy, nos encontramos todavía encandilados, y es previsible que tal
encandilamiento perdure algunas cuantas décadas (eso, si ceja alguna vez).
Mientras tanto, aquí pacemos: en la comodidad del hogar, guarecidos detrás de
una representación nada fiel del mundo, de una representación enfriada y
digerida por otros. No debemos ser ociosos, no debemos encontrarnos
en-lo-ajeno, debemos encontrarnos en nosotros. ¡Nos debemos tal
atención!
Todo esto es cosa
seria, ya que nuestra condición de aletargados vuelve a hacerse presente;
volvemos a caer en el círculo de la pereza como tantas otras veces, olvidando,
según se ve, que es la pereza la madre de todos los vicios.
¡Debemos dejar de
adormirnos! ¡Debemos espabilar! ¡Debemos mirar al frente!